𝔸𝕦𝕣𝕠𝕣𝕒 𝕃𝕏: 𝔸𝕝𝕘𝕠 𝕞𝕒𝕤 𝕢𝕦𝕖 𝕦𝕟𝕒 𝕤𝕚𝕞𝕡𝕝𝕖 𝕡𝕦𝕓𝕝𝕚𝕔𝕚𝕕𝕒𝕕.
Fandom OC's
Categoría Slice of Life
: Lilian Carson
:
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La pantalla despierta con un parpadeo casi humano, como si inhalara antes de mostrar su primer destello. Un brillo rosado, líquido, acaricia el cristal continuo del dispositivo. Se desliza como una tinta viva, expandiéndose con una calma deliberada sobre el vidrio impecable que descansa en la superficie fría del mármol. El mármol tiene un veteado blanco-grisáceo que refleja el resplandor del dispositivo, haciéndolo parecer suspendido en un pequeño halo.
No hay líneas. No hay marcos. La ilusión de un objeto sin principio ni final.
El rosado respira.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (voz baja, elegante, con esa ironía sugerida que nunca termina de pronunciarse):
Algunos teléfonos quieren llamar la atención.
Este… Prefiere seducir.
La cámara se desliza —casi flota— hacia el borde. El cuerpo metálico, rosa nacarado, parece tan delgado que invita a desconfiar de su solidez: es una lámina luminosa, un acorde suave entre metal y luz. Los reflejos del ambiente —la lámpara tenue, el ventanal con cielo nublado, una sombra que se mueve fuera de cuadro— bailan sobre el borde curvo. Por un instante, el móvil parece tomar vida, expandiendo y contrayendo ese brillo como si respirara.
El reloj del fondo marca 4:00 PM exactas.
En el silencio pulido del lugar, un icono surge. No vibra con estridencia, no interrumpe nada: apenas pulsa. Un destello se enciende en un extremo, viaja como un latido hasta el otro, desaparece, vuelve. Una llamada entrante hecha luz.
Corte.
Una mano entra en cuadro. No apresurada: segura, casi ceremoniosa.
Los dedos se curvan; el dispositivo encaja tan bien que parece diseñado para ese preciso ángulo de agarre, para esa piel. La superficie se ilumina bajo el contacto, como si reconociera la presencia humana.
Los íconos flotan apenas al desbloquearse. No aparecen: se despiertan.
Se expanden, se encogen, se organizan según el movimiento imperceptible de la muñeca. Una interfaz maleable, casi viviente.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Presentamos el Aurora LX.
El primer móvil que no solo sigue tus movimientos…
Sino que los anticipa.
En el aire, un simple gesto.
La pantalla responde antes de ser tocada: una foto se abre con suavidad líquida. La cámara frontal —escondida bajo el cristal sin perforaciones, sin manchas, sin interrupciones— captura luz y la convierte en un color tan nítido que parece recién inventado. No hay marcas visibles. No hay tecnología evidente. Solo perfección invisible.
Corte a un café minimalista.
Líneas limpias, tonos neutros, la luz de la tarde entrando en diagonales suaves.
Sobre la mesa de madera clara, el Aurora LX reposa, discreto. Una notificación aparece sin estallar: se proyecta con un resplandor cálido, un pastel suave que combina con su acabado rosado. Es un mensaje, pero parece más un susurro visual que un aviso.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (con una sonrisa que se escucha):
En un mundo lleno de dispositivos ruidosos…
Este eligió hablar en susurros.
El teléfono gira sobre sí mismo en una toma lenta, envolvente. El rosa cambia: a blanco perla, vino, negro mate y azul marino.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Aurora LX.
No es tecnología.
Es suavidad en estado puro.
━━━༻ⒻⒾⓃ ⒹⒺⓁ ⒺⓈⓅⒶⒸⒾⓄ ⓅⓊⒷⓁⒾⒸⒾⓉⒶⓇⒾⓄ༺━━━
Ezra apagó la televisión con un solo toque, casi como si quisiera borrar de la existencia el último fotograma de aquella publicidad desastrosa. El silencio que quedó en la oficina fue denso, incómodo, casi acusador. Se levantó del sofá con la mandíbula tensa, como si cada músculo estuviera protestando por lo que acababa de presenciar.
Pasó una mano por su frente, arrastrándola luego por toda la cara en un gesto lento, cansado, desesperado por encontrar lógica donde no la había.
Cinco millones de dólares.
Cinco.
Millones.
Enterrados en esa basura.
Un suspiro escapó de él, frío y afilado. Si había algo que sabía con absoluta claridad era que tendría que hablar con Jackson. Y que alguien —alguien muy específico, o varios— iba a perder la cabeza por esto. En su empresa, el desperdicio de dinero no solo era inaceptable… era imperdonable.
Dejó el control remoto sobre la mesa ratona con un “clic” suave, casi elegante, pero cargado de ira contenida. Ajustó el saco de su traje azul marino con movimientos precisos, automáticos, como si las prendas pudieran armarle una coraza para lo que vendría.
Luego salió de la oficina.
Sus pasos resonaron por el pasillo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Su secretaria levantó la cabeza de inmediato, dispuesta a anunciarle algo, pero apenas vio su expresión —el ceño marcado, la mirada filosa, ese silencio que gritaba problemas— bajó la vista a toda velocidad, fingiendo buscar un papel entre la pila que ya tenía ordenada.
Ezra no dijo una palabra.
No hacía falta.
Su andar era una sentencia de muerte para alguien, y todos lo sabían.
Con el paso firme, decidido, casi militar, continuó avanzando por el corredor de mármol pulido.
Iba directo al área de marketing. Y cada persona que lo veía acercarse se enderezaba, tragaba saliva o disimulaba el temblor en las manos.
El huracán Hamilton estaba oficialmente en camino.
El empresario tocó el botón del ascensor con un movimiento seco, casi impaciente, y se quedó allí, con las manos en los bolsillos del traje, mientras el panel luminoso marcaba el descenso hacia su piso. El reflejo de su propio rostro en las puertas metálicas mostraba una calma engañosa, apenas sostenida por una línea dura en su mandíbula.
Cuando el ascensor llegó, las puertas se abrieron con un ding demasiado suave para su humor. Salió al pasillo y sus ojos se clavaron en los empleados del área: algunos apresuraban el paso, otros desviaban la mirada como si hubieran visto a un depredador entrar en la oficina. Parecían correr despavoridos, intentando desaparecer antes de quedar atrapados en la tormenta que anunciaba su andar.
Pasó una mano por su cabello, acomodándolo hacia atrás, en un gesto más de contención que de estilo.
Y sin dudarlo un instante, empujó la puerta de la sala de juntas del área de marketing.
Entró sin anunciarse.
La conversación que había dentro murió al instante.
—¿Se puede saber en qué mierda gastaron mi dinero? —soltó, su voz retumbando con una frialdad que caló hasta los huesos. Caminó hacia la mesa con paso lento, controlado, peligroso—. Porque esa publicidad horrenda no pudo costar cinco millones…
Su mirada se clavó en Jackson, sostenida, filosa.
—Espero una explicación.
Y, para rematar, dejó que una sonrisa cínica, cortante como un bisturí, se dibujara en su rostro.
—Nosotros… Nosotros estábamos hablando justo de eso, mira… Ezra… La verdad… —balbuceó Jackson, hundiéndose en su propia incomodidad, como si deseara desaparecer bajo la mesa.
Ezra ladeó la cabeza, apenas, con una expresión casi divertida.
—No tienen explicación lógica, vaya… Qué problema —comentó con una calma venenosa, cruzándose de brazos.
Luego chasqueó los dedos una sola vez.
Un gesto perfecto, autoritario, que no dejaba margen para la duda.
Jackson se sobresaltó, empalideció y se levantó del asiento al instante, moviéndose hacia un costado para cederle el lugar en la cabecera de la mesa, como si el aire mismo le hubiera dado la orden.
Ezra Hamilton tomó asiento con tranquilidad, apoyando un codo en el brazo del sillón. Sus ojos recorrieron, uno por uno, a todos los presentes.
—Sus sueldos se verán reducidos un veinte por ciento si el producto no funciona —dijo sin levantar la voz, como quien anuncia el clima—. O mejor aún… Podría despedirlos, pagarles la indemnización y contratar a otro equipo de marketing desde ya.
Nadie respiró.
Giró la silla hacia la ventana, como si el destino laboral de esas veinte personas fuera un mero ruido de fondo comparado con la vista majestuosa de Nueva York extendiéndose bajo él. Los rascacielos, las luces, el tráfico que desde arriba parecía un cuadro en movimiento.
—Escúcheme, señor Hamilton —intervino alguien, con la voz temblorosa pero firme, como quien decide apostar su vida a una sola carta—. El dinero no fue destinado a esa campaña.
Ezra alzó una sola ceja.
Muy despacio.
Y giró de nuevo la silla para verlos a todos.
Esta vez, apoyó ambas manos sobre la mesa, entrelazando los dedos. Su expresión ya no era de ira, sino de una curiosidad peligrosa… La clase de curiosidad que podía salvarlos o destruirlos.
—¿Qué dijiste?
—El dinero no fue destinado a ese comercial —repitió el hombre, tragando saliva—. Fue un lanzamiento piloto. El comercial se comenzará a grabar en dos semanas.
El silencio que siguió fue un abismo.
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━━━༻ⒺⓈⓅⒶⒸⒾⓄ ⓅⓊⒷⓁⒾⒸⒾⓉⒶⓇⒾⓄ༺━━━
La pantalla despierta con un parpadeo casi humano, como si inhalara antes de mostrar su primer destello. Un brillo rosado, líquido, acaricia el cristal continuo del dispositivo. Se desliza como una tinta viva, expandiéndose con una calma deliberada sobre el vidrio impecable que descansa en la superficie fría del mármol. El mármol tiene un veteado blanco-grisáceo que refleja el resplandor del dispositivo, haciéndolo parecer suspendido en un pequeño halo.
No hay líneas. No hay marcos. La ilusión de un objeto sin principio ni final.
El rosado respira.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (voz baja, elegante, con esa ironía sugerida que nunca termina de pronunciarse):
Algunos teléfonos quieren llamar la atención.
Este… Prefiere seducir.
La cámara se desliza —casi flota— hacia el borde. El cuerpo metálico, rosa nacarado, parece tan delgado que invita a desconfiar de su solidez: es una lámina luminosa, un acorde suave entre metal y luz. Los reflejos del ambiente —la lámpara tenue, el ventanal con cielo nublado, una sombra que se mueve fuera de cuadro— bailan sobre el borde curvo. Por un instante, el móvil parece tomar vida, expandiendo y contrayendo ese brillo como si respirara.
El reloj del fondo marca 4:00 PM exactas.
En el silencio pulido del lugar, un icono surge. No vibra con estridencia, no interrumpe nada: apenas pulsa. Un destello se enciende en un extremo, viaja como un latido hasta el otro, desaparece, vuelve. Una llamada entrante hecha luz.
Corte.
Una mano entra en cuadro. No apresurada: segura, casi ceremoniosa.
Los dedos se curvan; el dispositivo encaja tan bien que parece diseñado para ese preciso ángulo de agarre, para esa piel. La superficie se ilumina bajo el contacto, como si reconociera la presencia humana.
Los íconos flotan apenas al desbloquearse. No aparecen: se despiertan.
Se expanden, se encogen, se organizan según el movimiento imperceptible de la muñeca. Una interfaz maleable, casi viviente.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Presentamos el Aurora LX.
El primer móvil que no solo sigue tus movimientos…
Sino que los anticipa.
En el aire, un simple gesto.
La pantalla responde antes de ser tocada: una foto se abre con suavidad líquida. La cámara frontal —escondida bajo el cristal sin perforaciones, sin manchas, sin interrupciones— captura luz y la convierte en un color tan nítido que parece recién inventado. No hay marcas visibles. No hay tecnología evidente. Solo perfección invisible.
Corte a un café minimalista.
Líneas limpias, tonos neutros, la luz de la tarde entrando en diagonales suaves.
Sobre la mesa de madera clara, el Aurora LX reposa, discreto. Una notificación aparece sin estallar: se proyecta con un resplandor cálido, un pastel suave que combina con su acabado rosado. Es un mensaje, pero parece más un susurro visual que un aviso.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (con una sonrisa que se escucha):
En un mundo lleno de dispositivos ruidosos…
Este eligió hablar en susurros.
El teléfono gira sobre sí mismo en una toma lenta, envolvente. El rosa cambia: a blanco perla, vino, negro mate y azul marino.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Aurora LX.
No es tecnología.
Es suavidad en estado puro.
━━━༻ⒻⒾⓃ ⒹⒺⓁ ⒺⓈⓅⒶⒸⒾⓄ ⓅⓊⒷⓁⒾⒸⒾⓉⒶⓇⒾⓄ༺━━━
Ezra apagó la televisión con un solo toque, casi como si quisiera borrar de la existencia el último fotograma de aquella publicidad desastrosa. El silencio que quedó en la oficina fue denso, incómodo, casi acusador. Se levantó del sofá con la mandíbula tensa, como si cada músculo estuviera protestando por lo que acababa de presenciar.
Pasó una mano por su frente, arrastrándola luego por toda la cara en un gesto lento, cansado, desesperado por encontrar lógica donde no la había.
Cinco millones de dólares.
Cinco.
Millones.
Enterrados en esa basura.
Un suspiro escapó de él, frío y afilado. Si había algo que sabía con absoluta claridad era que tendría que hablar con Jackson. Y que alguien —alguien muy específico, o varios— iba a perder la cabeza por esto. En su empresa, el desperdicio de dinero no solo era inaceptable… era imperdonable.
Dejó el control remoto sobre la mesa ratona con un “clic” suave, casi elegante, pero cargado de ira contenida. Ajustó el saco de su traje azul marino con movimientos precisos, automáticos, como si las prendas pudieran armarle una coraza para lo que vendría.
Luego salió de la oficina.
Sus pasos resonaron por el pasillo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Su secretaria levantó la cabeza de inmediato, dispuesta a anunciarle algo, pero apenas vio su expresión —el ceño marcado, la mirada filosa, ese silencio que gritaba problemas— bajó la vista a toda velocidad, fingiendo buscar un papel entre la pila que ya tenía ordenada.
Ezra no dijo una palabra.
No hacía falta.
Su andar era una sentencia de muerte para alguien, y todos lo sabían.
Con el paso firme, decidido, casi militar, continuó avanzando por el corredor de mármol pulido.
Iba directo al área de marketing. Y cada persona que lo veía acercarse se enderezaba, tragaba saliva o disimulaba el temblor en las manos.
El huracán Hamilton estaba oficialmente en camino.
El empresario tocó el botón del ascensor con un movimiento seco, casi impaciente, y se quedó allí, con las manos en los bolsillos del traje, mientras el panel luminoso marcaba el descenso hacia su piso. El reflejo de su propio rostro en las puertas metálicas mostraba una calma engañosa, apenas sostenida por una línea dura en su mandíbula.
Cuando el ascensor llegó, las puertas se abrieron con un ding demasiado suave para su humor. Salió al pasillo y sus ojos se clavaron en los empleados del área: algunos apresuraban el paso, otros desviaban la mirada como si hubieran visto a un depredador entrar en la oficina. Parecían correr despavoridos, intentando desaparecer antes de quedar atrapados en la tormenta que anunciaba su andar.
Pasó una mano por su cabello, acomodándolo hacia atrás, en un gesto más de contención que de estilo.
Y sin dudarlo un instante, empujó la puerta de la sala de juntas del área de marketing.
Entró sin anunciarse.
La conversación que había dentro murió al instante.
—¿Se puede saber en qué mierda gastaron mi dinero? —soltó, su voz retumbando con una frialdad que caló hasta los huesos. Caminó hacia la mesa con paso lento, controlado, peligroso—. Porque esa publicidad horrenda no pudo costar cinco millones…
Su mirada se clavó en Jackson, sostenida, filosa.
—Espero una explicación.
Y, para rematar, dejó que una sonrisa cínica, cortante como un bisturí, se dibujara en su rostro.
—Nosotros… Nosotros estábamos hablando justo de eso, mira… Ezra… La verdad… —balbuceó Jackson, hundiéndose en su propia incomodidad, como si deseara desaparecer bajo la mesa.
Ezra ladeó la cabeza, apenas, con una expresión casi divertida.
—No tienen explicación lógica, vaya… Qué problema —comentó con una calma venenosa, cruzándose de brazos.
Luego chasqueó los dedos una sola vez.
Un gesto perfecto, autoritario, que no dejaba margen para la duda.
Jackson se sobresaltó, empalideció y se levantó del asiento al instante, moviéndose hacia un costado para cederle el lugar en la cabecera de la mesa, como si el aire mismo le hubiera dado la orden.
Ezra Hamilton tomó asiento con tranquilidad, apoyando un codo en el brazo del sillón. Sus ojos recorrieron, uno por uno, a todos los presentes.
—Sus sueldos se verán reducidos un veinte por ciento si el producto no funciona —dijo sin levantar la voz, como quien anuncia el clima—. O mejor aún… Podría despedirlos, pagarles la indemnización y contratar a otro equipo de marketing desde ya.
Nadie respiró.
Giró la silla hacia la ventana, como si el destino laboral de esas veinte personas fuera un mero ruido de fondo comparado con la vista majestuosa de Nueva York extendiéndose bajo él. Los rascacielos, las luces, el tráfico que desde arriba parecía un cuadro en movimiento.
—Escúcheme, señor Hamilton —intervino alguien, con la voz temblorosa pero firme, como quien decide apostar su vida a una sola carta—. El dinero no fue destinado a esa campaña.
Ezra alzó una sola ceja.
Muy despacio.
Y giró de nuevo la silla para verlos a todos.
Esta vez, apoyó ambas manos sobre la mesa, entrelazando los dedos. Su expresión ya no era de ira, sino de una curiosidad peligrosa… La clase de curiosidad que podía salvarlos o destruirlos.
—¿Qué dijiste?
—El dinero no fue destinado a ese comercial —repitió el hombre, tragando saliva—. Fue un lanzamiento piloto. El comercial se comenzará a grabar en dos semanas.
El silencio que siguió fue un abismo.
👤: [1HAPPYLULU1]
💽:
━━━༻ⒺⓈⓅⒶⒸⒾⓄ ⓅⓊⒷⓁⒾⒸⒾⓉⒶⓇⒾⓄ༺━━━
La pantalla despierta con un parpadeo casi humano, como si inhalara antes de mostrar su primer destello. Un brillo rosado, líquido, acaricia el cristal continuo del dispositivo. Se desliza como una tinta viva, expandiéndose con una calma deliberada sobre el vidrio impecable que descansa en la superficie fría del mármol. El mármol tiene un veteado blanco-grisáceo que refleja el resplandor del dispositivo, haciéndolo parecer suspendido en un pequeño halo.
No hay líneas. No hay marcos. La ilusión de un objeto sin principio ni final.
El rosado respira.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (voz baja, elegante, con esa ironía sugerida que nunca termina de pronunciarse):
Algunos teléfonos quieren llamar la atención.
Este… Prefiere seducir.
La cámara se desliza —casi flota— hacia el borde. El cuerpo metálico, rosa nacarado, parece tan delgado que invita a desconfiar de su solidez: es una lámina luminosa, un acorde suave entre metal y luz. Los reflejos del ambiente —la lámpara tenue, el ventanal con cielo nublado, una sombra que se mueve fuera de cuadro— bailan sobre el borde curvo. Por un instante, el móvil parece tomar vida, expandiendo y contrayendo ese brillo como si respirara.
El reloj del fondo marca 4:00 PM exactas.
En el silencio pulido del lugar, un icono surge. No vibra con estridencia, no interrumpe nada: apenas pulsa. Un destello se enciende en un extremo, viaja como un latido hasta el otro, desaparece, vuelve. Una llamada entrante hecha luz.
Corte.
Una mano entra en cuadro. No apresurada: segura, casi ceremoniosa.
Los dedos se curvan; el dispositivo encaja tan bien que parece diseñado para ese preciso ángulo de agarre, para esa piel. La superficie se ilumina bajo el contacto, como si reconociera la presencia humana.
Los íconos flotan apenas al desbloquearse. No aparecen: se despiertan.
Se expanden, se encogen, se organizan según el movimiento imperceptible de la muñeca. Una interfaz maleable, casi viviente.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Presentamos el Aurora LX.
El primer móvil que no solo sigue tus movimientos…
Sino que los anticipa.
En el aire, un simple gesto.
La pantalla responde antes de ser tocada: una foto se abre con suavidad líquida. La cámara frontal —escondida bajo el cristal sin perforaciones, sin manchas, sin interrupciones— captura luz y la convierte en un color tan nítido que parece recién inventado. No hay marcas visibles. No hay tecnología evidente. Solo perfección invisible.
Corte a un café minimalista.
Líneas limpias, tonos neutros, la luz de la tarde entrando en diagonales suaves.
Sobre la mesa de madera clara, el Aurora LX reposa, discreto. Una notificación aparece sin estallar: se proyecta con un resplandor cálido, un pastel suave que combina con su acabado rosado. Es un mensaje, pero parece más un susurro visual que un aviso.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁 (con una sonrisa que se escucha):
En un mundo lleno de dispositivos ruidosos…
Este eligió hablar en susurros.
El teléfono gira sobre sí mismo en una toma lenta, envolvente. El rosa cambia: a blanco perla, vino, negro mate y azul marino.
🅽🅰🆁🆁🅰🅳🅾🆁:
Aurora LX.
No es tecnología.
Es suavidad en estado puro.
━━━༻ⒻⒾⓃ ⒹⒺⓁ ⒺⓈⓅⒶⒸⒾⓄ ⓅⓊⒷⓁⒾⒸⒾⓉⒶⓇⒾⓄ༺━━━
Ezra apagó la televisión con un solo toque, casi como si quisiera borrar de la existencia el último fotograma de aquella publicidad desastrosa. El silencio que quedó en la oficina fue denso, incómodo, casi acusador. Se levantó del sofá con la mandíbula tensa, como si cada músculo estuviera protestando por lo que acababa de presenciar.
Pasó una mano por su frente, arrastrándola luego por toda la cara en un gesto lento, cansado, desesperado por encontrar lógica donde no la había.
Cinco millones de dólares.
Cinco.
Millones.
Enterrados en esa basura.
Un suspiro escapó de él, frío y afilado. Si había algo que sabía con absoluta claridad era que tendría que hablar con Jackson. Y que alguien —alguien muy específico, o varios— iba a perder la cabeza por esto. En su empresa, el desperdicio de dinero no solo era inaceptable… era imperdonable.
Dejó el control remoto sobre la mesa ratona con un “clic” suave, casi elegante, pero cargado de ira contenida. Ajustó el saco de su traje azul marino con movimientos precisos, automáticos, como si las prendas pudieran armarle una coraza para lo que vendría.
Luego salió de la oficina.
Sus pasos resonaron por el pasillo con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. Su secretaria levantó la cabeza de inmediato, dispuesta a anunciarle algo, pero apenas vio su expresión —el ceño marcado, la mirada filosa, ese silencio que gritaba problemas— bajó la vista a toda velocidad, fingiendo buscar un papel entre la pila que ya tenía ordenada.
Ezra no dijo una palabra.
No hacía falta.
Su andar era una sentencia de muerte para alguien, y todos lo sabían.
Con el paso firme, decidido, casi militar, continuó avanzando por el corredor de mármol pulido.
Iba directo al área de marketing. Y cada persona que lo veía acercarse se enderezaba, tragaba saliva o disimulaba el temblor en las manos.
El huracán Hamilton estaba oficialmente en camino.
El empresario tocó el botón del ascensor con un movimiento seco, casi impaciente, y se quedó allí, con las manos en los bolsillos del traje, mientras el panel luminoso marcaba el descenso hacia su piso. El reflejo de su propio rostro en las puertas metálicas mostraba una calma engañosa, apenas sostenida por una línea dura en su mandíbula.
Cuando el ascensor llegó, las puertas se abrieron con un ding demasiado suave para su humor. Salió al pasillo y sus ojos se clavaron en los empleados del área: algunos apresuraban el paso, otros desviaban la mirada como si hubieran visto a un depredador entrar en la oficina. Parecían correr despavoridos, intentando desaparecer antes de quedar atrapados en la tormenta que anunciaba su andar.
Pasó una mano por su cabello, acomodándolo hacia atrás, en un gesto más de contención que de estilo.
Y sin dudarlo un instante, empujó la puerta de la sala de juntas del área de marketing.
Entró sin anunciarse.
La conversación que había dentro murió al instante.
—¿Se puede saber en qué mierda gastaron mi dinero? —soltó, su voz retumbando con una frialdad que caló hasta los huesos. Caminó hacia la mesa con paso lento, controlado, peligroso—. Porque esa publicidad horrenda no pudo costar cinco millones…
Su mirada se clavó en Jackson, sostenida, filosa.
—Espero una explicación.
Y, para rematar, dejó que una sonrisa cínica, cortante como un bisturí, se dibujara en su rostro.
—Nosotros… Nosotros estábamos hablando justo de eso, mira… Ezra… La verdad… —balbuceó Jackson, hundiéndose en su propia incomodidad, como si deseara desaparecer bajo la mesa.
Ezra ladeó la cabeza, apenas, con una expresión casi divertida.
—No tienen explicación lógica, vaya… Qué problema —comentó con una calma venenosa, cruzándose de brazos.
Luego chasqueó los dedos una sola vez.
Un gesto perfecto, autoritario, que no dejaba margen para la duda.
Jackson se sobresaltó, empalideció y se levantó del asiento al instante, moviéndose hacia un costado para cederle el lugar en la cabecera de la mesa, como si el aire mismo le hubiera dado la orden.
Ezra Hamilton tomó asiento con tranquilidad, apoyando un codo en el brazo del sillón. Sus ojos recorrieron, uno por uno, a todos los presentes.
—Sus sueldos se verán reducidos un veinte por ciento si el producto no funciona —dijo sin levantar la voz, como quien anuncia el clima—. O mejor aún… Podría despedirlos, pagarles la indemnización y contratar a otro equipo de marketing desde ya.
Nadie respiró.
Giró la silla hacia la ventana, como si el destino laboral de esas veinte personas fuera un mero ruido de fondo comparado con la vista majestuosa de Nueva York extendiéndose bajo él. Los rascacielos, las luces, el tráfico que desde arriba parecía un cuadro en movimiento.
—Escúcheme, señor Hamilton —intervino alguien, con la voz temblorosa pero firme, como quien decide apostar su vida a una sola carta—. El dinero no fue destinado a esa campaña.
Ezra alzó una sola ceja.
Muy despacio.
Y giró de nuevo la silla para verlos a todos.
Esta vez, apoyó ambas manos sobre la mesa, entrelazando los dedos. Su expresión ya no era de ira, sino de una curiosidad peligrosa… La clase de curiosidad que podía salvarlos o destruirlos.
—¿Qué dijiste?
—El dinero no fue destinado a ese comercial —repitió el hombre, tragando saliva—. Fue un lanzamiento piloto. El comercial se comenzará a grabar en dos semanas.
El silencio que siguió fue un abismo.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible