Aquí iremos publicando todos los roles y monorroles que vayamos escribiendo. Sois más que bienvenidos a leer y, si queréis interactuar con nuestros personajes de algún modo, solo tenéis que enviarnos un MD para planificar una trama 😊❤️
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    El horror que acecha: Tras los misterios de la casa abandonada
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    {Rol con: Gaudy Ameria Martina y [Xellos]

    En el salón de la taberna de Valle Sereno, en la que el grupo se hospedaba, Reena, Ameria y Gaudy se encontraban sentados alrededor de una mesa de madera desgastada.

    Los platos vacíos de comida, ahora testigos mudos de su festín, estaban esparcidos por la mesa.

    El ambiente en la taberna era alegre y relajado, con el bullicio de otros comensales de fondo y el tintineo de las copas que resonaban en el aire.

    Reena, con evidente aburrimiento en el rostro, miró a Ameria y a Gaudy.

    —Mmm, ¿y ahora qué hacemos?
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    De la realeza a la taberna
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    Rol para:
    Gaudy
    Ameria
    [Xellos]
    Martina

    ——

    En la habitación de Reena en la posada de Valle Sereno, la tensión era palpable. Las voces resonaban en las paredes, cargadas de frustración y preocupación.

    —¡Esto es intolerable! ¡No podemos seguir así! ¡No tenemos dinero para pagar la posada y los licántropos siguen atacando el pueblo!

    Sobre la cama de Reena descansaba una pequeña bolsita de tela marrón vacía y un pequeño puñado de monedas de poco valor. Eso era todo cuanto tenían, por lo que la situación era crítica.
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    Daryars
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    El Señor de las Pesadillas. El ser más poderoso y temible de todos los mundos, el que reina sobre el caos y la oscuridad, el que puede destruir la realidad con un solo pensamiento. Él es el origen y el destino de todas las cosas, el principio y el fin. Su voluntad es inescrutable, su poder es inimaginable, su presencia es insoportable.

    Son muchos los nombres que ha recibido a lo largo de las eras, el Señor de las Pesadillas, la Diosa de la Pesadilla Eterna, el Dorado Rey Demonio. Pero todos esos nombres se refieren a una misma entidad carente de forma. Según los relatos más antiguos su verdadera forma es el Mar del Caos, una laguna dorada infinita hecha de caos, o la nada.

    Su belleza es tan terrible como su ira, su voz es tan dulce como su veneno, su mirada es tan profunda como su abismo. Nadie puede resistir su encanto ni su furia, nadie puede escapar de su destino ni de su gracia. Él es el único ser que puede conceder y arrebatar la vida, el único que puede crear y aniquilar los mundos, el único que puede amar y odiar sin medida.

    Son escasas las veces que el Señor de las Pesadillas ha intervenido en su propia creación. Pero hoy sus designios eran diferentes.

    El Señor de las Pesadillas sabía que el equilibrio de los mundos y del Mar del Caos se estaban viendo amenazados por el renacimiento de un terrible y oscuro ser, un antiguo enemigo del Señor de las Pesadillas: Abismo Eterno.

    El Señor de las Pesadillas decidió intervenir, no por deber o por justicia, sino por capricho y por diversión. Decidió jugar con el destino de los mundos y del Mar del Caos. Decidió mostrar su poder y su gracia.

    Así, en los abismos silenciosos del cosmos, donde las estrellas danzan y los secretos del tiempo se entrelazan, el Señor de las Pesadillas extendió sus manos doradas, tejiendo con hilos de luz el lienzo de una nueva creación.

    En el corazón mismo de ese resplandor dorado nacido de las manos del Señor de las Pesadillas, una frágil deidad luchaba por emerger en medio de un tormento indescriptible.

    Daryars nació del dolor. Un dolor tan intenso que le partía el alma. Cada fibra de su ser parecía desgarrarse en una sinfonía de dolor inimaginable. Un dolor que le quemaba por dentro, que le quemaba las entrañas, que le hacía desear la muerte. Ese dolor fue lo primero que sintió cuando sus ojos se abrieron por primera vez.

    Pero no podía morir. No podía ni siquiera cerrar los ojos. Estaba atrapada en una prisión de luz dorada, suspendida en el vacío, rodeada de un caos indescriptible.

    Su cabello negro, como una cascada de sombras, ondeaba en el viento cósmico jugando alrededor de su cuerpo como si quisiera cubrir su desnudez, mientras el brillo dorado la envolvía como un abrazo cálido y doloroso.

    Daryars, atrapada en el abrazo del nacimiento, lanzaba gritos que resonaban como los ecos de mil tragedias. Cada grito era el recuerdo de sufrimientos ancestrales, un eco de guerras vividas a lo largo de eones, y lágrimas derramadas a lo largo de eras olvidadas.

    Frente a ella se hallaba una presencia abrumadora, una entidad suprema, un ser que la miraba con indiferencia. Era El Señor de las Pesadillas. Su creador. Su dueño. Su verdugo.

    El Señor de las Pesadillas contemplaba la escena con ojos que contenían la sabiduría de las estrellas y el peso de los sueños rotos. Su presencia, un baile de luces y sombras, irradiaba un aura de frialdad, indiferencia y poder.

    —Eres el eco de mi esencia —susurró con una voz que era como el viento susurrando entre los recuerdos y el trueno resonando en las almas. —Eres el producto de las dualidades del cosmos, la encarnación de la lucha y la esperanza en una melodía etérea. Tu sufrimiento es el eco de las almas, el latido de la vida y la muerte en un único palpitar.

    —¿Quién eres? —preguntó la frágil deidad con voz débil, apenas un susurro. Su cuerpo aún se retorcía en las olas del tormento. Apretó los puños con fuerza mientras las lágrimas doradas que liberan sus ojos se mezclaban con su dolor.

    —Soy El Señor de las Pesadillas —respondió la entidad. —Y tú eres Daryars, mi creación. Eres la Guardiana del Equilibrio entre la luz y la oscuridad, nacida del tormento pero forjada con esperanza.

    —¿Qué... qué me estás haciendo? —volvió a preguntar Daryars sintiendo un nuevo espasmo de dolor que recorría su cuerpo como un huracán arrasando cada uno de sus sentidos.

    —Te estoy dando forma, te estoy dotando de poder, de mi propio poder. Te estoy transmitiendo todo el conocimiento que necesitas para cumplir tu misión.

    Él le infundía poder. Un poder inmenso, desbordante, incontrolable. Un poder que no cabía en su frágil cuerpo, que lo hacía estallar en mil pedazos, que lo volvía a recomponer, que lo hacía estallar de nuevo.

    Él le transmitía conocimiento. Un conocimiento vasto, profundo, infinito. Un conocimiento que no cabía en su joven mente, que la llenaba de imágenes, de sonidos, de sensaciones. Un conocimiento que le mostraba la historia de los mundos, las guerras entre el bien y el mal, inclusive el conflicto entre él y Abismo.

    Daryars, entre sollozos y gritos de angustia, cerró los ojos con fuerza. El dorado abrazo que la rodeaba resonó en su ser.

    Gritó con una voz desgarrada, con un llanto desesperado, con un gemido agónico.

    Gritó sin palabras, sin sentido, sin esperanza.

    Gritó pidiendo clemencia, pidiendo ayuda, pidiendo fin.

    Pero El Señor de las Pesadillas no le hizo caso. Él siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle el sufrimiento que le causaba este proceso, sin importarle si él mismo pudiera llevarla a la muerte en ese mismo momento.

    —¿Cuál es mi propósito? —preguntó en un susurro. —¿Por qué me has creado para sufrir de esta manera?

    —Eres mi arma —le respondió. —La espada con la que atravesaré el corazón de Abismo. La flecha con la que perforaré su cráneo. La lanza con la que romperé su armadura. Eres una escisión de mi poder —añadió. —La chispa con la que encenderé el fuego de la esperanza. La gota con la que llenaré el vaso de la victoria. La semilla con la que haré crecer el árbol de la vida.

    Entonces, una avalancha de imágenes invadió la mente de Daryars. Vio la creación de los mundos, la colaboración entre el Señor de las Pesadillas y Abismo Eterno, la traición de este último, la horrible batalla que duró largos años, la derrota y el encierro de Abismo en el Mar del Caos, su lenta recuperación y su plan de venganza. Vio también a los Sombríos, los súbditos de Abismo, liderados por Sombra Oscura, la mano derecha de Abismo.

    Y ella, en su cuerpo, sintió el miedo, el odio, la ira, la desesperación, la angustia y el dolor de todos los seres vivos que habían sufrido por culpa de Abismo y sus secuaces. Sintió también el poder, la soberbia, la ambición, la crueldad y el placer de todos los seres malignos que habían servido a Abismo y sus propósitos.

    Y sintió más dolor. Un dolor insoportable que le hizo gritar y suplicar.

    —¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor! ¡No puedo más!

    Pero el Señor de las Pesadillas no se detuvo. Siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle su sufrimiento. Sin importarle si su frágil cuerpo podría soportar tal magnitud de poder.

    —Eres una deidad creada para luchar y morir —dijo. —La estrella fugaz que iluminará el cielo por un instante. La flor efímera que se marchitará al amanecer. La ola del mar que se disolverá en la arena. Tu paso por el mundo será temporal. Tan solo durará lo que dure tu batalla contra Abismo. Una vez que lo derrotes o él te derrote a ti, deberás regresar al Mar del Caos. No tendrás jamás vida propia. Eres solo un arma. No tienes voluntad ni sentimientos propios. Solo obedeces mis órdenes y cumples tu misión. Serás la melodía que se desvanecerá en la noche, la esencia que perdurará en los vientos del tiempo. Tu propósito es como una estrella fugaz en la eternidad, pero esa estrella dejará una estela que guiará a otros.

    —Pero... pero yo siento... Yo siento dolor... Yo siento miedo... Yo siento soledad... —balbuceó ella.

    —Esas son solo ilusiones —dijo él. —Son solo ecos de las emociones de los seres que has visto en tu mente. No te pertenecen. No te definen. No te importan.

    —No... no es cierto... Yo... yo soy... —intentó decir ella, pero no encontró las palabras.

    —No eres nada —sentenció él. —Solo eres Daryars, mi creación. Mi arma contra Abismo.

    Y dicho esto, se alejó de ella, dejándola sola en el vacío, aún envuelta en la luz dorada, aún sintiendo el desgarrador dolor que le consumía por dentro.

    Ella lloró. Nunca supo por cuanto tiempo lloró, pero lloró lágrimas de sangre que se perdieron en el caos. Lloró sin saber por qué. Lloró sin esperanza.

    Entonces, sintió una nueva presencia. Una presencia diferente a la del Señor de las Pesadillas. Una presencia que le inspiraba miedo. Sabía que su esencia era oscura como el vacío más profundo. Sabía que era una entidad demoníaca, pero no tenía fuerzas ni siquiera para elevar su mirada y mirarle a los ojos.

    Sintió que se detenía junto a ella y que, con una de sus manos, le tocaba el hombro con suavidad.

    Después sintió el ligero peso de una capa que caía sobre ella y que la cubría por completo, tapando su desnudez y brindándole una pizca de calor. Solo pudo ver que su color era negro y que tenía algunos adornos dorados, pero su mente se nublaba, por lo que no pudo ver a quién pertenecía aquella capa.

    —Por ahora soy tu aliado —dijo una voz masculina y suave.

    Ella no supo quién era. No supo qué quería. No supo si debía confiar o no.

    Pero sintió algo que no había sentido antes.

    Sintió un poco de cariño.

    Solo unos segundos después perdió el conocimiento. El dolor que sentía era demasiado para ella. Su cuerpo no pudo resistir más. Su mente se apagó.

    Aquella presencia oscura la sostuvo entre sus brazos. La sintió frágil y temblorosa. La vio pálida y como si se estuviera desvaneciendo. La oyó respirar con dificultad.

    —No sé si sobrevivirás a la tormenta que hay dentro de ti, Daryars.
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    El destino de los mundos
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    La noche había caído hacía varias horas cuando Xellos se apareció en lo alto de una colina. En la distancia podía verse el templo en el que Zelgadiss se había enfrentado a Sombra Oscura unas horas atrás.

    El ambiente se hallaba tenso, como si la misma oscuridad de Sombra Oscura se hubiera apoderado del paisaje, y las ruinas del templo se alzaban en la distancia como monumentos a la derrota.

    En ese solitario escenario, Xellos parecía una figura diminuta frente al inmenso telón de un destino incierto.

    El viento soplaba con susurros misteriosos que envolvían la colina, como si llevara consigo secretos ancestrales y profecías antiguas.

    En silencio, Xellos observaba el templo en ruinas, con los ojos cargados de una seriedad inusual. Sus pensamientos se entrelazaban con las sombras del pasado, el presente y el futuro incierto.

    Entonces, en un instante enigmático, una luz dorada y diminuta se materializó junto a él. La luz se fue expandiendo hasta que alcanzó el tamaño de una persona, pero no adquirió forma ni solidez alguna. Solo era una luz.

    Xellos no se sorprendió ante la aparición de aquella luz; es más, esbozó una sutil sonrisa: era obvio que Xellos había estado aguardando a su llegada.

    Una voz, nacida de aquella luz, se alzó como un eco divino, un enigma que desafiaba la concepción de género humano. No se podía discernir si pertenecía a un hombre o a una mujer, y esa ambigüedad era parte de su esencia trascendental:

    —Xellos, mi leal servidor. Parece que los hilos del destino se entretejen según lo previsto.

    Xellos asintió con reverencia, consciente de la magnitud del momento y de la importancia de las palabras de su señor. Los secretos ancestrales y los planes ocultos se entretejían en ese instante, formando una trama compleja que determinaría el destino de los mundos.

    El futuro era incierto. Un futuro donde las fuerzas de la oscuridad y la luz se alzaban en una danza cósmica. Y en esa danza, una verdad se hacía evidente: solo unidos podrían enfrentar la amenaza que se cernía sobre ellos.

    —Sombra Oscura ha derrotado a Zelgadiss, tal y como debía de suceder —respondió Xellos con voz tranquila. —Sin saberlo, Sombra Oscura acaba de iniciar la derrota de su amo y señor Abismo. Sombra Oscura ahora custodia el templo y la Espada del Dragón Rojo.

    —Exactamente —confirmó la voz con un tono satisfecho. —La espada solo puede ser empuñada por aquellos que encarnan la luz. Y ahora que Zelgadiss ha caído a manos de nuestro enemigo, el siguiente paso se acerca inexorablemente. Es solo cuestión de tiempo que Abismo despierte.

    —Así es que Shabranigudú se convirtió en un aliado de Abismo antes de morir —dedujo Xellos con astucia. —Y después urdió su engaño hacia Zelgadiss. Buscaba que él hallara la espada y que, finalmente, se convirtiera en su portador.

    El silencio que guardó aquella luz demostró que su respuesta era afirmativa.

    —El destino que habéis elegido para cuando Abismo despierte es arriesgado —comentó Xellos con cautela. —Caminaremos por el filo de una navaja. Un solo error y todo perecerá para siempre.

    —Mientras ella viva, yo viviré —declaró la luz con firmeza. ¿Quién era "ella"? Era imposible saberlo, aunque Xellos sí parecía saber perfectamente a quién se refería. —Ella será nacida de mi propia esencia, un ser que compartirá mi divinidad, mi conocimiento, mi poder y mi inmortalidad.

    —Ella será nuestra última esperanza para enfrentar a Abismo de una vez por todas... —afirmó Xellos con convicción.

    —Ella te necesitará, del mismo modo que tú la necesitarás a ella —añadió aquella luz.

    Xellos desvió su mirada hacia la luz. Estaba acostumbrado a trabajar en solitario. No estaba acostumbrado a depender de nadie y no quería que aquella fuera una excepción. En cualquier caso, prefirió guardar sus pensamientos para sí mismo.

    —Hay algo más que debes saber, Xellos —añadió la voz con seriedad. —Para enfrentar a Abismo, debéis encontrar un arma ancestral: el Arco de la Perdición. Fue creado por mí y Abismo en tiempos olvidados. Un arma destinada a servir a las fuerzas de la oscuridad y ser la antagonista de La Espada del Destino o la espada del Dragón Rojo. Pero, a pesar de ser antagónicas, solo combinando el poder de ambas armas podréis derrotar a Abismo.

    —¿Dónde se encuentra el Arco de la Perdición? —preguntó Xellos.

    —Está en poder de Abismo.

    —Entendido, mi señor —respondió el mazoku con obediencia. —Encontraremos ese arma y derrotaremos a abismo.

    La luz dorada se desvaneció lentamente, dejando a Xellos solo en la colina. El viento seguía soplando con susurros misteriosos, pero ahora Xellos tenía una nueva certeza: el destino estaba en sus manos y él no iba a fallar. Era mucho lo que él le había prometido a cambio de su colaboración, y aquella promesa le volvía más astuto y letal.

    Solo unos segundos después de que aquella luz se desvaneciera, Xellos se desapareció.
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    Dos almas que se aman
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    Zelgadiss yacía en el suelo, inconsciente. Había sido derrotado por Sombra Oscura, un poderoso ser mucho más fuerte que él. Mucho más fuerte que cualquier otro enemigo al que Zelgadiss se hubiera enfrentado a lo largo de su vida.

    El hechicero no sabía si estaba vivo o muerto. No sentía nada, ni dolor, ni frío, ni calor. Solo una profunda oscuridad densa y aterciopelada que le envolvía. ¿Era aquello la muerte?

    Pero entonces, oyó una voz. Una voz dulce, cálida, familiar. Una voz que ansiaba escuchar con todas sus fuerzas.

    —Zelgadiss... Te quiero... Te quiero tanto...

    Era la voz de Ameria.

    Zelgadiss reconoció su voz al instante. Era la mujer que amaba con todo su corazón. La mujer que le había aceptado tal como era sin importarle su aspecto de quimera. La mujer que le había hecho feliz, que le había hecho reír, que le había hecho soñar.

    La mujer que le había besado.

    Si aquello realmente era la muerte, Zelgadiss pensó que había merecido la pena morir aunque solo fuera por escuchar la voz de Ameria una última vez.

    Zelgadiss recordó el beso que le había dado antes de partir. Un beso lleno de amor, de ternura, de pasión. Un beso que le había transmitido todo lo que sentían el uno por el otro, pero que no podían decir con palabras. Un beso que llevaba la promesa implícita de que volverían a estar juntos algún día.

    Pero habían pasado meses desde entonces, y no había podido cumplir su promesa. No había podido encontrar la forma de restaurar su humanidad, ni la forma de comunicarse con ella. No sabía si ella estaría bien, si estaría feliz, si se acordaría de él...

    ¿Qué pasaría si nunca volvieran a estar juntos? ¿Qué pasaría si ella encontrara a otro hombre? ¿Qué pasaría si se olvidara de él?

    Zelgadiss se negaba a pensar eso. Él confiaba en Ameria, en su amor, en su palabra. Él sabía que ella no le traicionaría ni le abandonaría. Él sabía que ella era fuerte, que no se daría por vencida ni se dejaría derrotar jamás.

    Él sabía que ella le esperaba.

    Porque le amaba, y le amaba del modo más puro y sincero que pueda sentirse.

    Zelgadiss quiso responder a su voz. Quiso decirle que él también la quería, que él también la quería tanto. Quiso decirle que estaba bien, que seguía buscando su humanidad, que seguía pensando en ella.

    Quiso decirle que la quería.

    Quiso decirle que fue un loco por alejarse de ella por ir en busca de una cura que ni siquiera sabía si existía.

    Quiso decirle que se arrepentía y que, si pudiera retroceder en el tiempo, jamás se separaría de su lado.

    Pero no podía hablar. Su cuerpo no respondía a su voluntad. Estaba atrapado en la oscuridad, sin poder moverse ni hacer nada.

    Pero entonces sintió algo. Algo extraño, pero maravilloso.

    Sintió una conexión con ella. Una conexión mental, espiritual, mágica. No podía explicarlo.

    Sintió que ella podía oírle. Que ella podía sentirle.

    No sabía cómo era posible, pero tenía la esperanza de que así fuera. Tal vez Ameria hubiera usado algún tipo de magia para comunicarse con él a través de la distancia. Tal vez hubiera querido decirle que le quería tal como era. Tal vez hubiera querido decirle que le esperaba para volver a verle.

    O tal vez, en aquel estado tan cerca de la muerte, sus almas habían encontrado un modo de reencontrarse, o quizá de despedirse.

    Zelgadiss concentró toda su energía y toda su voluntad en ese mensaje. En ese único y simple mensaje.

    —Ameria... Yo también te quiero... Yo también te quiero tanto...
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