MONORROL
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Daryars
El Señor de las Pesadillas. El ser más poderoso y temible de todos los mundos, el que reina sobre el caos y la oscuridad, el que puede destruir la realidad con un solo pensamiento. Él es el origen y el destino de todas las cosas, el principio y el fin. Su voluntad es inescrutable, su poder es inimaginable, su presencia es insoportable.
Son muchos los nombres que ha recibido a lo largo de las eras, el Señor de las Pesadillas, la Diosa de la Pesadilla Eterna, el Dorado Rey Demonio. Pero todos esos nombres se refieren a una misma entidad carente de forma. Según los relatos más antiguos su verdadera forma es el Mar del Caos, una laguna dorada infinita hecha de caos, o la nada.
Su belleza es tan terrible como su ira, su voz es tan dulce como su veneno, su mirada es tan profunda como su abismo. Nadie puede resistir su encanto ni su furia, nadie puede escapar de su destino ni de su gracia. Él es el único ser que puede conceder y arrebatar la vida, el único que puede crear y aniquilar los mundos, el único que puede amar y odiar sin medida.
Son escasas las veces que el Señor de las Pesadillas ha intervenido en su propia creación. Pero hoy sus designios eran diferentes.
El Señor de las Pesadillas sabía que el equilibrio de los mundos y del Mar del Caos se estaban viendo amenazados por el renacimiento de un terrible y oscuro ser, un antiguo enemigo del Señor de las Pesadillas: Abismo Eterno.
El Señor de las Pesadillas decidió intervenir, no por deber o por justicia, sino por capricho y por diversión. Decidió jugar con el destino de los mundos y del Mar del Caos. Decidió mostrar su poder y su gracia.
Así, en los abismos silenciosos del cosmos, donde las estrellas danzan y los secretos del tiempo se entrelazan, el Señor de las Pesadillas extendió sus manos doradas, tejiendo con hilos de luz el lienzo de una nueva creación.
En el corazón mismo de ese resplandor dorado nacido de las manos del Señor de las Pesadillas, una frágil deidad luchaba por emerger en medio de un tormento indescriptible.
Daryars nació del dolor. Un dolor tan intenso que le partía el alma. Cada fibra de su ser parecía desgarrarse en una sinfonía de dolor inimaginable. Un dolor que le quemaba por dentro, que le quemaba las entrañas, que le hacía desear la muerte. Ese dolor fue lo primero que sintió cuando sus ojos se abrieron por primera vez.
Pero no podía morir. No podía ni siquiera cerrar los ojos. Estaba atrapada en una prisión de luz dorada, suspendida en el vacío, rodeada de un caos indescriptible.
Su cabello negro, como una cascada de sombras, ondeaba en el viento cósmico jugando alrededor de su cuerpo como si quisiera cubrir su desnudez, mientras el brillo dorado la envolvía como un abrazo cálido y doloroso.
Daryars, atrapada en el abrazo del nacimiento, lanzaba gritos que resonaban como los ecos de mil tragedias. Cada grito era el recuerdo de sufrimientos ancestrales, un eco de guerras vividas a lo largo de eones, y lágrimas derramadas a lo largo de eras olvidadas.
Frente a ella se hallaba una presencia abrumadora, una entidad suprema, un ser que la miraba con indiferencia. Era El Señor de las Pesadillas. Su creador. Su dueño. Su verdugo.
El Señor de las Pesadillas contemplaba la escena con ojos que contenían la sabiduría de las estrellas y el peso de los sueños rotos. Su presencia, un baile de luces y sombras, irradiaba un aura de frialdad, indiferencia y poder.
—Eres el eco de mi esencia —susurró con una voz que era como el viento susurrando entre los recuerdos y el trueno resonando en las almas. —Eres el producto de las dualidades del cosmos, la encarnación de la lucha y la esperanza en una melodía etérea. Tu sufrimiento es el eco de las almas, el latido de la vida y la muerte en un único palpitar.
—¿Quién eres? —preguntó la frágil deidad con voz débil, apenas un susurro. Su cuerpo aún se retorcía en las olas del tormento. Apretó los puños con fuerza mientras las lágrimas doradas que liberan sus ojos se mezclaban con su dolor.
—Soy El Señor de las Pesadillas —respondió la entidad. —Y tú eres Daryars, mi creación. Eres la Guardiana del Equilibrio entre la luz y la oscuridad, nacida del tormento pero forjada con esperanza.
—¿Qué... qué me estás haciendo? —volvió a preguntar Daryars sintiendo un nuevo espasmo de dolor que recorría su cuerpo como un huracán arrasando cada uno de sus sentidos.
—Te estoy dando forma, te estoy dotando de poder, de mi propio poder. Te estoy transmitiendo todo el conocimiento que necesitas para cumplir tu misión.
Él le infundía poder. Un poder inmenso, desbordante, incontrolable. Un poder que no cabía en su frágil cuerpo, que lo hacía estallar en mil pedazos, que lo volvía a recomponer, que lo hacía estallar de nuevo.
Él le transmitía conocimiento. Un conocimiento vasto, profundo, infinito. Un conocimiento que no cabía en su joven mente, que la llenaba de imágenes, de sonidos, de sensaciones. Un conocimiento que le mostraba la historia de los mundos, las guerras entre el bien y el mal, inclusive el conflicto entre él y Abismo.
Daryars, entre sollozos y gritos de angustia, cerró los ojos con fuerza. El dorado abrazo que la rodeaba resonó en su ser.
Gritó con una voz desgarrada, con un llanto desesperado, con un gemido agónico.
Gritó sin palabras, sin sentido, sin esperanza.
Gritó pidiendo clemencia, pidiendo ayuda, pidiendo fin.
Pero El Señor de las Pesadillas no le hizo caso. Él siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle el sufrimiento que le causaba este proceso, sin importarle si él mismo pudiera llevarla a la muerte en ese mismo momento.
—¿Cuál es mi propósito? —preguntó en un susurro. —¿Por qué me has creado para sufrir de esta manera?
—Eres mi arma —le respondió. —La espada con la que atravesaré el corazón de Abismo. La flecha con la que perforaré su cráneo. La lanza con la que romperé su armadura. Eres una escisión de mi poder —añadió. —La chispa con la que encenderé el fuego de la esperanza. La gota con la que llenaré el vaso de la victoria. La semilla con la que haré crecer el árbol de la vida.
Entonces, una avalancha de imágenes invadió la mente de Daryars. Vio la creación de los mundos, la colaboración entre el Señor de las Pesadillas y Abismo Eterno, la traición de este último, la horrible batalla que duró largos años, la derrota y el encierro de Abismo en el Mar del Caos, su lenta recuperación y su plan de venganza. Vio también a los Sombríos, los súbditos de Abismo, liderados por Sombra Oscura, la mano derecha de Abismo.
Y ella, en su cuerpo, sintió el miedo, el odio, la ira, la desesperación, la angustia y el dolor de todos los seres vivos que habían sufrido por culpa de Abismo y sus secuaces. Sintió también el poder, la soberbia, la ambición, la crueldad y el placer de todos los seres malignos que habían servido a Abismo y sus propósitos.
Y sintió más dolor. Un dolor insoportable que le hizo gritar y suplicar.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor! ¡No puedo más!
Pero el Señor de las Pesadillas no se detuvo. Siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle su sufrimiento. Sin importarle si su frágil cuerpo podría soportar tal magnitud de poder.
—Eres una deidad creada para luchar y morir —dijo. —La estrella fugaz que iluminará el cielo por un instante. La flor efímera que se marchitará al amanecer. La ola del mar que se disolverá en la arena. Tu paso por el mundo será temporal. Tan solo durará lo que dure tu batalla contra Abismo. Una vez que lo derrotes o él te derrote a ti, deberás regresar al Mar del Caos. No tendrás jamás vida propia. Eres solo un arma. No tienes voluntad ni sentimientos propios. Solo obedeces mis órdenes y cumples tu misión. Serás la melodía que se desvanecerá en la noche, la esencia que perdurará en los vientos del tiempo. Tu propósito es como una estrella fugaz en la eternidad, pero esa estrella dejará una estela que guiará a otros.
—Pero... pero yo siento... Yo siento dolor... Yo siento miedo... Yo siento soledad... —balbuceó ella.
—Esas son solo ilusiones —dijo él. —Son solo ecos de las emociones de los seres que has visto en tu mente. No te pertenecen. No te definen. No te importan.
—No... no es cierto... Yo... yo soy... —intentó decir ella, pero no encontró las palabras.
—No eres nada —sentenció él. —Solo eres Daryars, mi creación. Mi arma contra Abismo.
Y dicho esto, se alejó de ella, dejándola sola en el vacío, aún envuelta en la luz dorada, aún sintiendo el desgarrador dolor que le consumía por dentro.
Ella lloró. Nunca supo por cuanto tiempo lloró, pero lloró lágrimas de sangre que se perdieron en el caos. Lloró sin saber por qué. Lloró sin esperanza.
Entonces, sintió una nueva presencia. Una presencia diferente a la del Señor de las Pesadillas. Una presencia que le inspiraba miedo. Sabía que su esencia era oscura como el vacío más profundo. Sabía que era una entidad demoníaca, pero no tenía fuerzas ni siquiera para elevar su mirada y mirarle a los ojos.
Sintió que se detenía junto a ella y que, con una de sus manos, le tocaba el hombro con suavidad.
Después sintió el ligero peso de una capa que caía sobre ella y que la cubría por completo, tapando su desnudez y brindándole una pizca de calor. Solo pudo ver que su color era negro y que tenía algunos adornos dorados, pero su mente se nublaba, por lo que no pudo ver a quién pertenecía aquella capa.
—Por ahora soy tu aliado —dijo una voz masculina y suave.
Ella no supo quién era. No supo qué quería. No supo si debía confiar o no.
Pero sintió algo que no había sentido antes.
Sintió un poco de cariño.
Solo unos segundos después perdió el conocimiento. El dolor que sentía era demasiado para ella. Su cuerpo no pudo resistir más. Su mente se apagó.
Aquella presencia oscura la sostuvo entre sus brazos. La sintió frágil y temblorosa. La vio pálida y como si se estuviera desvaneciendo. La oyó respirar con dificultad.
—No sé si sobrevivirás a la tormenta que hay dentro de ti, Daryars.
Son muchos los nombres que ha recibido a lo largo de las eras, el Señor de las Pesadillas, la Diosa de la Pesadilla Eterna, el Dorado Rey Demonio. Pero todos esos nombres se refieren a una misma entidad carente de forma. Según los relatos más antiguos su verdadera forma es el Mar del Caos, una laguna dorada infinita hecha de caos, o la nada.
Su belleza es tan terrible como su ira, su voz es tan dulce como su veneno, su mirada es tan profunda como su abismo. Nadie puede resistir su encanto ni su furia, nadie puede escapar de su destino ni de su gracia. Él es el único ser que puede conceder y arrebatar la vida, el único que puede crear y aniquilar los mundos, el único que puede amar y odiar sin medida.
Son escasas las veces que el Señor de las Pesadillas ha intervenido en su propia creación. Pero hoy sus designios eran diferentes.
El Señor de las Pesadillas sabía que el equilibrio de los mundos y del Mar del Caos se estaban viendo amenazados por el renacimiento de un terrible y oscuro ser, un antiguo enemigo del Señor de las Pesadillas: Abismo Eterno.
El Señor de las Pesadillas decidió intervenir, no por deber o por justicia, sino por capricho y por diversión. Decidió jugar con el destino de los mundos y del Mar del Caos. Decidió mostrar su poder y su gracia.
Así, en los abismos silenciosos del cosmos, donde las estrellas danzan y los secretos del tiempo se entrelazan, el Señor de las Pesadillas extendió sus manos doradas, tejiendo con hilos de luz el lienzo de una nueva creación.
En el corazón mismo de ese resplandor dorado nacido de las manos del Señor de las Pesadillas, una frágil deidad luchaba por emerger en medio de un tormento indescriptible.
Daryars nació del dolor. Un dolor tan intenso que le partía el alma. Cada fibra de su ser parecía desgarrarse en una sinfonía de dolor inimaginable. Un dolor que le quemaba por dentro, que le quemaba las entrañas, que le hacía desear la muerte. Ese dolor fue lo primero que sintió cuando sus ojos se abrieron por primera vez.
Pero no podía morir. No podía ni siquiera cerrar los ojos. Estaba atrapada en una prisión de luz dorada, suspendida en el vacío, rodeada de un caos indescriptible.
Su cabello negro, como una cascada de sombras, ondeaba en el viento cósmico jugando alrededor de su cuerpo como si quisiera cubrir su desnudez, mientras el brillo dorado la envolvía como un abrazo cálido y doloroso.
Daryars, atrapada en el abrazo del nacimiento, lanzaba gritos que resonaban como los ecos de mil tragedias. Cada grito era el recuerdo de sufrimientos ancestrales, un eco de guerras vividas a lo largo de eones, y lágrimas derramadas a lo largo de eras olvidadas.
Frente a ella se hallaba una presencia abrumadora, una entidad suprema, un ser que la miraba con indiferencia. Era El Señor de las Pesadillas. Su creador. Su dueño. Su verdugo.
El Señor de las Pesadillas contemplaba la escena con ojos que contenían la sabiduría de las estrellas y el peso de los sueños rotos. Su presencia, un baile de luces y sombras, irradiaba un aura de frialdad, indiferencia y poder.
—Eres el eco de mi esencia —susurró con una voz que era como el viento susurrando entre los recuerdos y el trueno resonando en las almas. —Eres el producto de las dualidades del cosmos, la encarnación de la lucha y la esperanza en una melodía etérea. Tu sufrimiento es el eco de las almas, el latido de la vida y la muerte en un único palpitar.
—¿Quién eres? —preguntó la frágil deidad con voz débil, apenas un susurro. Su cuerpo aún se retorcía en las olas del tormento. Apretó los puños con fuerza mientras las lágrimas doradas que liberan sus ojos se mezclaban con su dolor.
—Soy El Señor de las Pesadillas —respondió la entidad. —Y tú eres Daryars, mi creación. Eres la Guardiana del Equilibrio entre la luz y la oscuridad, nacida del tormento pero forjada con esperanza.
—¿Qué... qué me estás haciendo? —volvió a preguntar Daryars sintiendo un nuevo espasmo de dolor que recorría su cuerpo como un huracán arrasando cada uno de sus sentidos.
—Te estoy dando forma, te estoy dotando de poder, de mi propio poder. Te estoy transmitiendo todo el conocimiento que necesitas para cumplir tu misión.
Él le infundía poder. Un poder inmenso, desbordante, incontrolable. Un poder que no cabía en su frágil cuerpo, que lo hacía estallar en mil pedazos, que lo volvía a recomponer, que lo hacía estallar de nuevo.
Él le transmitía conocimiento. Un conocimiento vasto, profundo, infinito. Un conocimiento que no cabía en su joven mente, que la llenaba de imágenes, de sonidos, de sensaciones. Un conocimiento que le mostraba la historia de los mundos, las guerras entre el bien y el mal, inclusive el conflicto entre él y Abismo.
Daryars, entre sollozos y gritos de angustia, cerró los ojos con fuerza. El dorado abrazo que la rodeaba resonó en su ser.
Gritó con una voz desgarrada, con un llanto desesperado, con un gemido agónico.
Gritó sin palabras, sin sentido, sin esperanza.
Gritó pidiendo clemencia, pidiendo ayuda, pidiendo fin.
Pero El Señor de las Pesadillas no le hizo caso. Él siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle el sufrimiento que le causaba este proceso, sin importarle si él mismo pudiera llevarla a la muerte en ese mismo momento.
—¿Cuál es mi propósito? —preguntó en un susurro. —¿Por qué me has creado para sufrir de esta manera?
—Eres mi arma —le respondió. —La espada con la que atravesaré el corazón de Abismo. La flecha con la que perforaré su cráneo. La lanza con la que romperé su armadura. Eres una escisión de mi poder —añadió. —La chispa con la que encenderé el fuego de la esperanza. La gota con la que llenaré el vaso de la victoria. La semilla con la que haré crecer el árbol de la vida.
Entonces, una avalancha de imágenes invadió la mente de Daryars. Vio la creación de los mundos, la colaboración entre el Señor de las Pesadillas y Abismo Eterno, la traición de este último, la horrible batalla que duró largos años, la derrota y el encierro de Abismo en el Mar del Caos, su lenta recuperación y su plan de venganza. Vio también a los Sombríos, los súbditos de Abismo, liderados por Sombra Oscura, la mano derecha de Abismo.
Y ella, en su cuerpo, sintió el miedo, el odio, la ira, la desesperación, la angustia y el dolor de todos los seres vivos que habían sufrido por culpa de Abismo y sus secuaces. Sintió también el poder, la soberbia, la ambición, la crueldad y el placer de todos los seres malignos que habían servido a Abismo y sus propósitos.
Y sintió más dolor. Un dolor insoportable que le hizo gritar y suplicar.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Por favor! ¡No puedo más!
Pero el Señor de las Pesadillas no se detuvo. Siguió infundiéndole poder y conocimiento, sin importarle su sufrimiento. Sin importarle si su frágil cuerpo podría soportar tal magnitud de poder.
—Eres una deidad creada para luchar y morir —dijo. —La estrella fugaz que iluminará el cielo por un instante. La flor efímera que se marchitará al amanecer. La ola del mar que se disolverá en la arena. Tu paso por el mundo será temporal. Tan solo durará lo que dure tu batalla contra Abismo. Una vez que lo derrotes o él te derrote a ti, deberás regresar al Mar del Caos. No tendrás jamás vida propia. Eres solo un arma. No tienes voluntad ni sentimientos propios. Solo obedeces mis órdenes y cumples tu misión. Serás la melodía que se desvanecerá en la noche, la esencia que perdurará en los vientos del tiempo. Tu propósito es como una estrella fugaz en la eternidad, pero esa estrella dejará una estela que guiará a otros.
—Pero... pero yo siento... Yo siento dolor... Yo siento miedo... Yo siento soledad... —balbuceó ella.
—Esas son solo ilusiones —dijo él. —Son solo ecos de las emociones de los seres que has visto en tu mente. No te pertenecen. No te definen. No te importan.
—No... no es cierto... Yo... yo soy... —intentó decir ella, pero no encontró las palabras.
—No eres nada —sentenció él. —Solo eres Daryars, mi creación. Mi arma contra Abismo.
Y dicho esto, se alejó de ella, dejándola sola en el vacío, aún envuelta en la luz dorada, aún sintiendo el desgarrador dolor que le consumía por dentro.
Ella lloró. Nunca supo por cuanto tiempo lloró, pero lloró lágrimas de sangre que se perdieron en el caos. Lloró sin saber por qué. Lloró sin esperanza.
Entonces, sintió una nueva presencia. Una presencia diferente a la del Señor de las Pesadillas. Una presencia que le inspiraba miedo. Sabía que su esencia era oscura como el vacío más profundo. Sabía que era una entidad demoníaca, pero no tenía fuerzas ni siquiera para elevar su mirada y mirarle a los ojos.
Sintió que se detenía junto a ella y que, con una de sus manos, le tocaba el hombro con suavidad.
Después sintió el ligero peso de una capa que caía sobre ella y que la cubría por completo, tapando su desnudez y brindándole una pizca de calor. Solo pudo ver que su color era negro y que tenía algunos adornos dorados, pero su mente se nublaba, por lo que no pudo ver a quién pertenecía aquella capa.
—Por ahora soy tu aliado —dijo una voz masculina y suave.
Ella no supo quién era. No supo qué quería. No supo si debía confiar o no.
Pero sintió algo que no había sentido antes.
Sintió un poco de cariño.
Solo unos segundos después perdió el conocimiento. El dolor que sentía era demasiado para ella. Su cuerpo no pudo resistir más. Su mente se apagó.
Aquella presencia oscura la sostuvo entre sus brazos. La sintió frágil y temblorosa. La vio pálida y como si se estuviera desvaneciendo. La oyó respirar con dificultad.
—No sé si sobrevivirás a la tormenta que hay dentro de ti, Daryars.
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