Acto I, parte II: La conspiración de los ex-amantes
{Rol cerrado con ࣪ 𝐄𝐑𝐈𝐊 𝐃𝐄𝐒𝐓𝐋𝐄𝐑 }
𝘌𝘯𝘵𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳á𝘴, 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘪𝘥𝘰 𝘭𝘦𝘤𝘵𝘰𝘳, 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘯𝘰 𝘦𝘴 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘢𝘯𝘵𝘦𝘴𝘢𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦 𝘰𝘤𝘶𝘳𝘳𝘪𝘳. 𝘗𝘶𝘦𝘴 𝘭𝘢 𝘴𝘢𝘯𝘨𝘳𝘦, 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘳𝘢𝘳, 𝘢𝘤𝘢𝘣ó 𝘭𝘭𝘦𝘨𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘢𝘭 𝘳í𝘰 𝘦𝘯 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘥𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢, 𝘥𝘦 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘷𝘰𝘻 𝘦𝘭𝘦𝘷𝘢𝘥𝘢 𝘺 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘥𝘢𝘴 𝘪𝘯𝘴𝘪𝘥𝘪𝘰𝘴𝘢𝘴. 𝘌𝘭 𝘊𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘧𝘢𝘵í𝘥𝘪𝘤𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰, 𝘵𝘶𝘷𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯𝘧𝘳𝘦𝘯𝘵𝘢𝘳𝘴𝘦 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘧𝘢𝘮𝘪𝘭𝘪𝘢 𝘤𝘢𝘳𝘨𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘳𝘢𝘣𝘪𝘢 𝘺 𝘰𝘥𝘪𝘰, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢 𝘭𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘨𝘳𝘢𝘤𝘪𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘵𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯. 𝘈𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘲𝘶𝘪𝘴𝘰 𝘢𝘧𝘳𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳 𝘭𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘰𝘣𝘭𝘦𝘮𝘢𝘴 𝘶𝘯𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘰, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘰 𝘯𝘰 𝘧𝘶𝘦 𝘱𝘰𝘴𝘪𝘣𝘭𝘦. 𝘌𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘢 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢 𝘴𝘦 𝘩𝘪𝘻𝘰 𝘦𝘤𝘰, 𝘧𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘥𝘦𝘴𝘢𝘧𝘰𝘳𝘵𝘶𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘫𝘦𝘧𝘦 𝘥𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘮𝘰𝘺𝘪𝘴𝘵𝘢𝘴, 𝘑𝘰𝘴𝘦𝘱𝘩 𝘉𝘶𝘲𝘶𝘦𝘵, 𝘲𝘶𝘦 “𝘮𝘶𝘳𝘪ó 𝘦𝘯𝘳𝘦𝘥𝘢𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘶𝘯𝘢 𝘤𝘶𝘦𝘳𝘥𝘢”. 𝘌𝘭 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘰, 𝘦𝘭 𝘧𝘢𝘭𝘭𝘪𝘥𝘰 𝘮𝘢𝘵𝘳𝘪𝘮𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘥𝘦 𝘊𝘩𝘢𝘨𝘯𝘺 𝘺 𝘭𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘧𝘭𝘰𝘳𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘢 𝘌𝘭𝘦𝘵𝘵𝘳𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪, 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘴𝘶𝘮𝘪𝘣𝘭𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦, 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘢𝘣𝘢𝘯𝘥𝘰𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘢 𝘭𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪 𝘱𝘰𝘳 𝘰𝘵𝘳𝘢 𝘮𝘶𝘫𝘦𝘳 𝘤𝘶𝘺𝘢 𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘪𝘥𝘢𝘥, 𝘱𝘰𝘳 𝘦𝘭 𝘮𝘰𝘮𝘦𝘯𝘵𝘰, 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘪𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘰𝘤𝘶𝘭𝘵𝘢𝘳 (𝘢𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘳𝘪𝘯𝘤ó𝘯 𝘥𝘦𝘭 𝘛𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 Ó𝘱𝘦𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘴𝘶𝘱𝘪𝘦𝘴𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘢𝘮𝘰𝘳í𝘰 𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘤𝘰𝘯 𝘊𝘩𝘳𝘪𝘴𝘵𝘪𝘯𝘦 𝘋𝘢𝘢é).
𝘈𝘴í 𝘵𝘳𝘢𝘯𝘴𝘤𝘶𝘳𝘳𝘦 𝘭𝘢 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘢 𝘱𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢. 𝘊𝘰𝘯 𝘶𝘯 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘦𝘨𝘰í𝘴𝘵𝘢, 𝘶𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘯𝘥𝘢𝘣𝘢 𝘮á𝘴 𝘱𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘧𝘢𝘭𝘥𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘦𝘴𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦𝘳 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦 𝘱𝘰𝘯𝘦𝘳 𝘰𝘳𝘥𝘦𝘯 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘤𝘢𝘴𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦𝘤í𝘢 𝘥𝘦𝘧𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳, 𝘶𝘯𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘢 𝘭𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘣𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘭á𝘴𝘵𝘪𝘮𝘢 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘯𝘪𝘵𝘢 𝘺 𝘴𝘦 𝘢𝘤𝘰𝘴𝘢𝘣𝘢 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘢𝘤𝘵𝘶𝘢𝘤𝘪ó𝘯 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣𝘭𝘢𝘴𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘰 𝘴𝘶𝘤𝘦𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘪𝘯𝘤𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘮𝘪𝘭 𝘰𝘤𝘩𝘰𝘤𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘦𝘵𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘺 𝘶𝘯𝘰, 𝘺 𝘶𝘯 𝘍𝘢𝘯𝘵𝘢𝘴𝘮𝘢 𝘦𝘯𝘧𝘶𝘳𝘦𝘤𝘪𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘭𝘢𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘵𝘢𝘮𝘣𝘪é𝘯, 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯í𝘢 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳 𝘭𝘢 𝘮𝘰𝘯𝘦𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘮𝘣𝘪𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘶𝘳𝘥𝘪𝘳 𝘭𝘢 𝘮á𝘴 𝘪𝘯𝘵𝘳𝘪𝘯𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘯𝘨𝘢𝘯𝘻𝘢𝘴.
𝘊𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘵𝘰𝘳𝘦𝘴, 𝘤𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘪𝘦𝘻𝘢𝘴 𝘥𝘦 𝘶𝘯 𝘵𝘢𝘣𝘭𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘮𝘰𝘷𝘦𝘳 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘴𝘦𝘳 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘨𝘢𝘯𝘢𝘳. ¿𝘊𝘶á𝘭 𝘦𝘳𝘢 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘦𝘮𝘪𝘰? 𝘌𝘴𝘰, 𝘮𝘦 𝘵𝘦𝘮𝘰, 𝘢ú𝘯 𝘯𝘰 𝘦𝘴𝘵á 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘤𝘭𝘢𝘳𝘰.
[𝑷𝒂𝒓í𝒔. 𝑭𝒊𝒏𝒂𝒍𝒆𝒔 𝒅𝒆 𝒎𝒂𝒓𝒛𝒐 𝒅𝒆 1871. ]
La función había sido agotadora, pero más agotador había sido el tener que lidiar después con los periodistas que sólo querían seguir chupando la sangre de la tragedia como viles y famélicas sanguijuelas. Desde entonces, Elettra huía de las reuniones sociales, de las miradas que mezclaban la pena con el desprecio y sobre todo, de las presiones. Pero aunque habían pasado casi seis semanas y poco a poco iba quedando eclipsada por el rapidísimo ascenso de Christine Daaé, la guerra no se libraba en los panfletos, sino en el interior de las paredes del fantástico templo dedicado a la ópera, la danza y la música.
Se había escabullido de André y Firmin y de su ferviente insistencia en que buscase algún tipo de “amigo especial”, ahora que el vizconde no era su prometido y el conde, poco a poco, dejaba de ser su amigo creyendo que así se había librado del trato acordado. En aquel ambiente festivo, tras soportar la misma retahíla de palabras vacuas y falsas disculpas, consiguió refugiarse en el único lugar del teatro al que nadie iba tras una función: la capilla.
El mismo día que Elettra perdió su honor, perdió también el amuleto que la protegía de todo mal y la devolvía al hogar cuando la hostilidad de la nación extranjera la abrazaba con exagerada fuerza: un antiguo florín convertido en una medalla con la efigie de San Marcos, patrono de Florencia. Ay, su Florencia...
El amor incondicional por su familia era lo que la mantenía allí, no anclada pero sí retenida. También lo hacía su orgullo, pues con muchísimo esfuerzo había conseguido su hueco a la diestra de la Sorelli, aunque los recientes acontecimientos se afanaban por apartarla del camino. Sin embargo, aunque rezaba, no sabía exactamente a quién lo hacía. Si a Dios, a su patrón, a San Judas Tadeo o al Fantasma cuyo secreto se había guardado para sí por propia voluntad (pero, si había de ser sincera, el Persa había insistido en que no desvelase lo ocurrido, por su propia seguridad).
Sin quitarse las zapatillas de ballet se sentó junto a la vidriera, sumida en la penumbra, atisbando las escasas luces procedentes del exterior; las farolas estaban encendidas, no debía tardar mucho en dar más de las diez de la noche. En la soledad de aquel espacio sacro, oyó un ruido; al principio lo achacó al propio metal que se dilataba. Luego recordó que siempre, absolutamente siempre, había ojos mirando, no importaba si eran del Persa, de Madame Giry o del propio Fantasma.
—𝐑𝐢𝐝𝐞𝐫𝐚𝐢 𝐚𝐧𝐜𝐡𝐞 𝐭𝐮 𝐝𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐦𝐢𝐚 𝐬𝐟𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐚? [¿ᵀᵘ́ ᵗᵃᵐᵇᶤᵉ́ᶰ ᵛᵃˢ ᵃ ʳᵉᶤ́ʳᵗᵉ ᵈᵉ ᵐᶤ ᵈᵉˢᵍʳᵃᶜᶤᵃˀ]—preguntó al aire, aunque no estaba segura de si quería obtener respuesta...ni de quién.
𝘌𝘯𝘵𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳á𝘴, 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘪𝘥𝘰 𝘭𝘦𝘤𝘵𝘰𝘳, 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘯𝘰 𝘦𝘴 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘢𝘯𝘵𝘦𝘴𝘢𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦 𝘰𝘤𝘶𝘳𝘳𝘪𝘳. 𝘗𝘶𝘦𝘴 𝘭𝘢 𝘴𝘢𝘯𝘨𝘳𝘦, 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘳𝘢𝘳, 𝘢𝘤𝘢𝘣ó 𝘭𝘭𝘦𝘨𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘢𝘭 𝘳í𝘰 𝘦𝘯 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘥𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢, 𝘥𝘦 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘷𝘰𝘻 𝘦𝘭𝘦𝘷𝘢𝘥𝘢 𝘺 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘥𝘢𝘴 𝘪𝘯𝘴𝘪𝘥𝘪𝘰𝘴𝘢𝘴. 𝘌𝘭 𝘊𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘧𝘢𝘵í𝘥𝘪𝘤𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰, 𝘵𝘶𝘷𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯𝘧𝘳𝘦𝘯𝘵𝘢𝘳𝘴𝘦 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘧𝘢𝘮𝘪𝘭𝘪𝘢 𝘤𝘢𝘳𝘨𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘳𝘢𝘣𝘪𝘢 𝘺 𝘰𝘥𝘪𝘰, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢 𝘭𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘨𝘳𝘢𝘤𝘪𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘵𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯. 𝘈𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘲𝘶𝘪𝘴𝘰 𝘢𝘧𝘳𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳 𝘭𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘰𝘣𝘭𝘦𝘮𝘢𝘴 𝘶𝘯𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘰, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘰 𝘯𝘰 𝘧𝘶𝘦 𝘱𝘰𝘴𝘪𝘣𝘭𝘦. 𝘌𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘢 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢 𝘴𝘦 𝘩𝘪𝘻𝘰 𝘦𝘤𝘰, 𝘧𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘥𝘦𝘴𝘢𝘧𝘰𝘳𝘵𝘶𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘫𝘦𝘧𝘦 𝘥𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘮𝘰𝘺𝘪𝘴𝘵𝘢𝘴, 𝘑𝘰𝘴𝘦𝘱𝘩 𝘉𝘶𝘲𝘶𝘦𝘵, 𝘲𝘶𝘦 “𝘮𝘶𝘳𝘪ó 𝘦𝘯𝘳𝘦𝘥𝘢𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘶𝘯𝘢 𝘤𝘶𝘦𝘳𝘥𝘢”. 𝘌𝘭 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘰, 𝘦𝘭 𝘧𝘢𝘭𝘭𝘪𝘥𝘰 𝘮𝘢𝘵𝘳𝘪𝘮𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘥𝘦 𝘊𝘩𝘢𝘨𝘯𝘺 𝘺 𝘭𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘧𝘭𝘰𝘳𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘢 𝘌𝘭𝘦𝘵𝘵𝘳𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪, 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘴𝘶𝘮𝘪𝘣𝘭𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦, 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘢𝘣𝘢𝘯𝘥𝘰𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘢 𝘭𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪 𝘱𝘰𝘳 𝘰𝘵𝘳𝘢 𝘮𝘶𝘫𝘦𝘳 𝘤𝘶𝘺𝘢 𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘪𝘥𝘢𝘥, 𝘱𝘰𝘳 𝘦𝘭 𝘮𝘰𝘮𝘦𝘯𝘵𝘰, 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘪𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘰𝘤𝘶𝘭𝘵𝘢𝘳 (𝘢𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘳𝘪𝘯𝘤ó𝘯 𝘥𝘦𝘭 𝘛𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 Ó𝘱𝘦𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘴𝘶𝘱𝘪𝘦𝘴𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘢𝘮𝘰𝘳í𝘰 𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘤𝘰𝘯 𝘊𝘩𝘳𝘪𝘴𝘵𝘪𝘯𝘦 𝘋𝘢𝘢é).
𝘈𝘴í 𝘵𝘳𝘢𝘯𝘴𝘤𝘶𝘳𝘳𝘦 𝘭𝘢 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘢 𝘱𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢. 𝘊𝘰𝘯 𝘶𝘯 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘦𝘨𝘰í𝘴𝘵𝘢, 𝘶𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘯𝘥𝘢𝘣𝘢 𝘮á𝘴 𝘱𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘧𝘢𝘭𝘥𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘦𝘴𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦𝘳 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦 𝘱𝘰𝘯𝘦𝘳 𝘰𝘳𝘥𝘦𝘯 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘤𝘢𝘴𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦𝘤í𝘢 𝘥𝘦𝘧𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳, 𝘶𝘯𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘢 𝘭𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘣𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘭á𝘴𝘵𝘪𝘮𝘢 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘯𝘪𝘵𝘢 𝘺 𝘴𝘦 𝘢𝘤𝘰𝘴𝘢𝘣𝘢 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘢𝘤𝘵𝘶𝘢𝘤𝘪ó𝘯 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣𝘭𝘢𝘴𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘰 𝘴𝘶𝘤𝘦𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘪𝘯𝘤𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘮𝘪𝘭 𝘰𝘤𝘩𝘰𝘤𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘦𝘵𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘺 𝘶𝘯𝘰, 𝘺 𝘶𝘯 𝘍𝘢𝘯𝘵𝘢𝘴𝘮𝘢 𝘦𝘯𝘧𝘶𝘳𝘦𝘤𝘪𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘭𝘢𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘵𝘢𝘮𝘣𝘪é𝘯, 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯í𝘢 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳 𝘭𝘢 𝘮𝘰𝘯𝘦𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘮𝘣𝘪𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘶𝘳𝘥𝘪𝘳 𝘭𝘢 𝘮á𝘴 𝘪𝘯𝘵𝘳𝘪𝘯𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘯𝘨𝘢𝘯𝘻𝘢𝘴.
𝘊𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘵𝘰𝘳𝘦𝘴, 𝘤𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘪𝘦𝘻𝘢𝘴 𝘥𝘦 𝘶𝘯 𝘵𝘢𝘣𝘭𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘮𝘰𝘷𝘦𝘳 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘴𝘦𝘳 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘨𝘢𝘯𝘢𝘳. ¿𝘊𝘶á𝘭 𝘦𝘳𝘢 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘦𝘮𝘪𝘰? 𝘌𝘴𝘰, 𝘮𝘦 𝘵𝘦𝘮𝘰, 𝘢ú𝘯 𝘯𝘰 𝘦𝘴𝘵á 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘤𝘭𝘢𝘳𝘰.
[𝑷𝒂𝒓í𝒔. 𝑭𝒊𝒏𝒂𝒍𝒆𝒔 𝒅𝒆 𝒎𝒂𝒓𝒛𝒐 𝒅𝒆 1871. ]
La función había sido agotadora, pero más agotador había sido el tener que lidiar después con los periodistas que sólo querían seguir chupando la sangre de la tragedia como viles y famélicas sanguijuelas. Desde entonces, Elettra huía de las reuniones sociales, de las miradas que mezclaban la pena con el desprecio y sobre todo, de las presiones. Pero aunque habían pasado casi seis semanas y poco a poco iba quedando eclipsada por el rapidísimo ascenso de Christine Daaé, la guerra no se libraba en los panfletos, sino en el interior de las paredes del fantástico templo dedicado a la ópera, la danza y la música.
Se había escabullido de André y Firmin y de su ferviente insistencia en que buscase algún tipo de “amigo especial”, ahora que el vizconde no era su prometido y el conde, poco a poco, dejaba de ser su amigo creyendo que así se había librado del trato acordado. En aquel ambiente festivo, tras soportar la misma retahíla de palabras vacuas y falsas disculpas, consiguió refugiarse en el único lugar del teatro al que nadie iba tras una función: la capilla.
El mismo día que Elettra perdió su honor, perdió también el amuleto que la protegía de todo mal y la devolvía al hogar cuando la hostilidad de la nación extranjera la abrazaba con exagerada fuerza: un antiguo florín convertido en una medalla con la efigie de San Marcos, patrono de Florencia. Ay, su Florencia...
El amor incondicional por su familia era lo que la mantenía allí, no anclada pero sí retenida. También lo hacía su orgullo, pues con muchísimo esfuerzo había conseguido su hueco a la diestra de la Sorelli, aunque los recientes acontecimientos se afanaban por apartarla del camino. Sin embargo, aunque rezaba, no sabía exactamente a quién lo hacía. Si a Dios, a su patrón, a San Judas Tadeo o al Fantasma cuyo secreto se había guardado para sí por propia voluntad (pero, si había de ser sincera, el Persa había insistido en que no desvelase lo ocurrido, por su propia seguridad).
Sin quitarse las zapatillas de ballet se sentó junto a la vidriera, sumida en la penumbra, atisbando las escasas luces procedentes del exterior; las farolas estaban encendidas, no debía tardar mucho en dar más de las diez de la noche. En la soledad de aquel espacio sacro, oyó un ruido; al principio lo achacó al propio metal que se dilataba. Luego recordó que siempre, absolutamente siempre, había ojos mirando, no importaba si eran del Persa, de Madame Giry o del propio Fantasma.
—𝐑𝐢𝐝𝐞𝐫𝐚𝐢 𝐚𝐧𝐜𝐡𝐞 𝐭𝐮 𝐝𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐦𝐢𝐚 𝐬𝐟𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐚? [¿ᵀᵘ́ ᵗᵃᵐᵇᶤᵉ́ᶰ ᵛᵃˢ ᵃ ʳᵉᶤ́ʳᵗᵉ ᵈᵉ ᵐᶤ ᵈᵉˢᵍʳᵃᶜᶤᵃˀ]—preguntó al aire, aunque no estaba segura de si quería obtener respuesta...ni de quién.
{Rol cerrado con [FANTOME] }
𝘌𝘯𝘵𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳á𝘴, 𝘲𝘶𝘦𝘳𝘪𝘥𝘰 𝘭𝘦𝘤𝘵𝘰𝘳, 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘯𝘰 𝘦𝘴 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘢𝘯𝘵𝘦𝘴𝘢𝘭𝘢 𝘥𝘦 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦 𝘰𝘤𝘶𝘳𝘳𝘪𝘳. 𝘗𝘶𝘦𝘴 𝘭𝘢 𝘴𝘢𝘯𝘨𝘳𝘦, 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘦𝘳𝘢 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘱𝘦𝘳𝘢𝘳, 𝘢𝘤𝘢𝘣ó 𝘭𝘭𝘦𝘨𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘢𝘭 𝘳í𝘰 𝘦𝘯 𝘧𝘰𝘳𝘮𝘢 𝘥𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢, 𝘥𝘦 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳𝘦𝘴 𝘦𝘯 𝘷𝘰𝘻 𝘦𝘭𝘦𝘷𝘢𝘥𝘢 𝘺 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘥𝘢𝘴 𝘪𝘯𝘴𝘪𝘥𝘪𝘰𝘴𝘢𝘴. 𝘌𝘭 𝘊𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘧𝘢𝘵í𝘥𝘪𝘤𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰, 𝘵𝘶𝘷𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯𝘧𝘳𝘦𝘯𝘵𝘢𝘳𝘴𝘦 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘢 𝘧𝘢𝘮𝘪𝘭𝘪𝘢 𝘤𝘢𝘳𝘨𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘳𝘢𝘣𝘪𝘢 𝘺 𝘰𝘥𝘪𝘰, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢 𝘭𝘢𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘨𝘳𝘢𝘤𝘪𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘵𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘤𝘪𝘦𝘳𝘰𝘯. 𝘈𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘲𝘶𝘪𝘴𝘰 𝘢𝘧𝘳𝘰𝘯𝘵𝘢𝘳 𝘭𝘰𝘴 𝘱𝘳𝘰𝘣𝘭𝘦𝘮𝘢𝘴 𝘶𝘯𝘰 𝘢 𝘶𝘯𝘰, 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘰 𝘯𝘰 𝘧𝘶𝘦 𝘱𝘰𝘴𝘪𝘣𝘭𝘦. 𝘌𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳 𝘳𝘶𝘮𝘰𝘳 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘢 𝘱𝘳𝘦𝘯𝘴𝘢 𝘴𝘦 𝘩𝘪𝘻𝘰 𝘦𝘤𝘰, 𝘧𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘥𝘦𝘴𝘢𝘧𝘰𝘳𝘵𝘶𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘪𝘯𝘤𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘫𝘦𝘧𝘦 𝘥𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘮𝘰𝘺𝘪𝘴𝘵𝘢𝘴, 𝘑𝘰𝘴𝘦𝘱𝘩 𝘉𝘶𝘲𝘶𝘦𝘵, 𝘲𝘶𝘦 “𝘮𝘶𝘳𝘪ó 𝘦𝘯𝘳𝘦𝘥𝘢𝘥𝘰 𝘦𝘯 𝘶𝘯𝘢 𝘤𝘶𝘦𝘳𝘥𝘢”. 𝘌𝘭 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘰, 𝘦𝘭 𝘧𝘢𝘭𝘭𝘪𝘥𝘰 𝘮𝘢𝘵𝘳𝘪𝘮𝘰𝘯𝘪𝘰 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘥𝘦 𝘊𝘩𝘢𝘨𝘯𝘺 𝘺 𝘭𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘧𝘭𝘰𝘳𝘦𝘯𝘵𝘪𝘯𝘢 𝘌𝘭𝘦𝘵𝘵𝘳𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪, 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘱𝘳𝘦𝘴𝘶𝘮𝘪𝘣𝘭𝘦𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦, 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘢𝘣𝘢𝘯𝘥𝘰𝘯𝘢𝘥𝘰 𝘢 𝘭𝘢 𝘋𝘢𝘯𝘵𝘦𝘭𝘭𝘪 𝘱𝘰𝘳 𝘰𝘵𝘳𝘢 𝘮𝘶𝘫𝘦𝘳 𝘤𝘶𝘺𝘢 𝘪𝘥𝘦𝘯𝘵𝘪𝘥𝘢𝘥, 𝘱𝘰𝘳 𝘦𝘭 𝘮𝘰𝘮𝘦𝘯𝘵𝘰, 𝘴𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘪𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘰𝘤𝘶𝘭𝘵𝘢𝘳 (𝘢𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘳𝘪𝘯𝘤ó𝘯 𝘥𝘦𝘭 𝘛𝘦𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 Ó𝘱𝘦𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘴𝘶𝘱𝘪𝘦𝘴𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘢𝘮𝘰𝘳í𝘰 𝘥𝘦 𝘙𝘢𝘰𝘶𝘭 𝘤𝘰𝘯 𝘊𝘩𝘳𝘪𝘴𝘵𝘪𝘯𝘦 𝘋𝘢𝘢é).
𝘈𝘴í 𝘵𝘳𝘢𝘯𝘴𝘤𝘶𝘳𝘳𝘦 𝘭𝘢 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘢 𝘱𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢. 𝘊𝘰𝘯 𝘶𝘯 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘦𝘨𝘰í𝘴𝘵𝘢, 𝘶𝘯 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘯𝘥𝘢𝘣𝘢 𝘮á𝘴 𝘱𝘦𝘯𝘥𝘪𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘧𝘢𝘭𝘥𝘢𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘦𝘴𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦𝘳 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦 𝘱𝘰𝘯𝘦𝘳 𝘰𝘳𝘥𝘦𝘯 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘤𝘢𝘴𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦𝘤í𝘢 𝘥𝘦𝘧𝘦𝘯𝘥𝘦𝘳, 𝘶𝘯𝘢 𝘣𝘢𝘪𝘭𝘢𝘳𝘪𝘯𝘢 𝘢 𝘭𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘣𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘭á𝘴𝘵𝘪𝘮𝘢 𝘪𝘯𝘧𝘪𝘯𝘪𝘵𝘢 𝘺 𝘴𝘦 𝘢𝘤𝘰𝘴𝘢𝘣𝘢 𝘵𝘳𝘢𝘴 𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘢𝘤𝘵𝘶𝘢𝘤𝘪ó𝘯 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣𝘭𝘢𝘴𝘦 𝘥𝘦 𝘭𝘰 𝘴𝘶𝘤𝘦𝘥𝘪𝘥𝘰 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘪𝘯𝘤𝘦 𝘥𝘦 𝘧𝘦𝘣𝘳𝘦𝘳𝘰 𝘥𝘦 𝘮𝘪𝘭 𝘰𝘤𝘩𝘰𝘤𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰𝘴 𝘴𝘦𝘵𝘦𝘯𝘵𝘢 𝘺 𝘶𝘯𝘰, 𝘺 𝘶𝘯 𝘍𝘢𝘯𝘵𝘢𝘴𝘮𝘢 𝘦𝘯𝘧𝘶𝘳𝘦𝘤𝘪𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘭𝘦 𝘩𝘢𝘣í𝘢 𝘥𝘦𝘤𝘭𝘢𝘳𝘢𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘨𝘶𝘦𝘳𝘳𝘢 𝘯𝘰 𝘴ó𝘭𝘰 𝘢𝘭 𝘷𝘪𝘻𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦, 𝘴𝘪𝘯𝘰 𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘵𝘢𝘮𝘣𝘪é𝘯, 𝘺 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯í𝘢 𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘱𝘰𝘥𝘦𝘳 𝘭𝘢 𝘮𝘰𝘯𝘦𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘤𝘢𝘮𝘣𝘪𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘶𝘳𝘥𝘪𝘳 𝘭𝘢 𝘮á𝘴 𝘪𝘯𝘵𝘳𝘪𝘯𝘤𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘯𝘨𝘢𝘯𝘻𝘢𝘴.
𝘊𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘤𝘵𝘰𝘳𝘦𝘴, 𝘤𝘶𝘢𝘵𝘳𝘰 𝘱𝘪𝘦𝘻𝘢𝘴 𝘥𝘦 𝘶𝘯 𝘵𝘢𝘣𝘭𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘦𝘭 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘮𝘰𝘷𝘦𝘳 𝘱𝘰𝘥í𝘢 𝘴𝘦𝘳 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘦𝘯 𝘨𝘢𝘯𝘢𝘳. ¿𝘊𝘶á𝘭 𝘦𝘳𝘢 𝘦𝘭 𝘱𝘳𝘦𝘮𝘪𝘰? 𝘌𝘴𝘰, 𝘮𝘦 𝘵𝘦𝘮𝘰, 𝘢ú𝘯 𝘯𝘰 𝘦𝘴𝘵á 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘤𝘭𝘢𝘳𝘰.
[𝑷𝒂𝒓í𝒔. 𝑭𝒊𝒏𝒂𝒍𝒆𝒔 𝒅𝒆 𝒎𝒂𝒓𝒛𝒐 𝒅𝒆 1871. ]
La función había sido agotadora, pero más agotador había sido el tener que lidiar después con los periodistas que sólo querían seguir chupando la sangre de la tragedia como viles y famélicas sanguijuelas. Desde entonces, Elettra huía de las reuniones sociales, de las miradas que mezclaban la pena con el desprecio y sobre todo, de las presiones. Pero aunque habían pasado casi seis semanas y poco a poco iba quedando eclipsada por el rapidísimo ascenso de Christine Daaé, la guerra no se libraba en los panfletos, sino en el interior de las paredes del fantástico templo dedicado a la ópera, la danza y la música.
Se había escabullido de André y Firmin y de su ferviente insistencia en que buscase algún tipo de “amigo especial”, ahora que el vizconde no era su prometido y el conde, poco a poco, dejaba de ser su amigo creyendo que así se había librado del trato acordado. En aquel ambiente festivo, tras soportar la misma retahíla de palabras vacuas y falsas disculpas, consiguió refugiarse en el único lugar del teatro al que nadie iba tras una función: la capilla.
El mismo día que Elettra perdió su honor, perdió también el amuleto que la protegía de todo mal y la devolvía al hogar cuando la hostilidad de la nación extranjera la abrazaba con exagerada fuerza: un antiguo florín convertido en una medalla con la efigie de San Marcos, patrono de Florencia. Ay, su Florencia...
El amor incondicional por su familia era lo que la mantenía allí, no anclada pero sí retenida. También lo hacía su orgullo, pues con muchísimo esfuerzo había conseguido su hueco a la diestra de la Sorelli, aunque los recientes acontecimientos se afanaban por apartarla del camino. Sin embargo, aunque rezaba, no sabía exactamente a quién lo hacía. Si a Dios, a su patrón, a San Judas Tadeo o al Fantasma cuyo secreto se había guardado para sí por propia voluntad (pero, si había de ser sincera, el Persa había insistido en que no desvelase lo ocurrido, por su propia seguridad).
Sin quitarse las zapatillas de ballet se sentó junto a la vidriera, sumida en la penumbra, atisbando las escasas luces procedentes del exterior; las farolas estaban encendidas, no debía tardar mucho en dar más de las diez de la noche. En la soledad de aquel espacio sacro, oyó un ruido; al principio lo achacó al propio metal que se dilataba. Luego recordó que siempre, absolutamente siempre, había ojos mirando, no importaba si eran del Persa, de Madame Giry o del propio Fantasma.
—𝐑𝐢𝐝𝐞𝐫𝐚𝐢 𝐚𝐧𝐜𝐡𝐞 𝐭𝐮 𝐝𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐦𝐢𝐚 𝐬𝐟𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐚? [¿ᵀᵘ́ ᵗᵃᵐᵇᶤᵉ́ᶰ ᵛᵃˢ ᵃ ʳᵉᶤ́ʳᵗᵉ ᵈᵉ ᵐᶤ ᵈᵉˢᵍʳᵃᶜᶤᵃˀ]—preguntó al aire, aunque no estaba segura de si quería obtener respuesta...ni de quién.
Tipo
Grupal
Líneas
Cualquier línea
Estado
Terminado

