La sala era vasta y vacía, un océano de sombras tejidas con hilos de destinos ya cortados. Átropos caminaba sola, sus pasos resonaban como ecos huecos en el silencio eterno.
Entre sus dedos, las tijeras centelleaban con un brillo frío, sediento. Cada hoja llevaba siglos de obediencia inquebrantable, de precisión despiadada. Era su deber, su propósito.
Su vida.
Sin embargo, en lo más profundo de su pecho inerte, algo germinaba, algo que no comprendía.
Se detuvo frente a un hilo dorado, suspendido entre los dedos invisibles del tiempo. Un hilo vivo, palpitante. Su mano se alzó, como siempre lo hacía. Era tan fácil cerrar las tijeras, tan sencillo olvidar.
Pero la duda, cruel y nueva, la mordió.
¿Podía la Muerte amar algo más que el corte de sus tijeras?
¿Podía temer perder más que ese frágil hilo que estaba destinada a romper?
¿Podía, incluso, sentir vergüenza por desear algo tan inútil como... como otra vida, una diferente a esta?
La hoja de las tijeras tembló.
Un susurro —¿compasión? ¿anhelo?— acarició su oído, y Átropos, la incansable, la infalible, dudó.
Por primera vez en la eternidad, no cerró las tijeras sin duda.. Dudó, un minuto que parecía eterno.
Y en esa grieta diminuta de su deber, en ese espacio minúsculo entre el corte y el destino, Átropos conoció el sabor amargo de sentir.
¿Pero soportaría el dolor de la decepción?
La sala era vasta y vacía, un océano de sombras tejidas con hilos de destinos ya cortados. Átropos caminaba sola, sus pasos resonaban como ecos huecos en el silencio eterno.
Entre sus dedos, las tijeras centelleaban con un brillo frío, sediento. Cada hoja llevaba siglos de obediencia inquebrantable, de precisión despiadada. Era su deber, su propósito.
Su vida.
Sin embargo, en lo más profundo de su pecho inerte, algo germinaba, algo que no comprendía.
Se detuvo frente a un hilo dorado, suspendido entre los dedos invisibles del tiempo. Un hilo vivo, palpitante. Su mano se alzó, como siempre lo hacía. Era tan fácil cerrar las tijeras, tan sencillo olvidar.
Pero la duda, cruel y nueva, la mordió.
¿Podía la Muerte amar algo más que el corte de sus tijeras?
¿Podía temer perder más que ese frágil hilo que estaba destinada a romper?
¿Podía, incluso, sentir vergüenza por desear algo tan inútil como... como otra vida, una diferente a esta?
La hoja de las tijeras tembló.
Un susurro —¿compasión? ¿anhelo?— acarició su oído, y Átropos, la incansable, la infalible, dudó.
Por primera vez en la eternidad, no cerró las tijeras sin duda.. Dudó, un minuto que parecía eterno.
Y en esa grieta diminuta de su deber, en ese espacio minúsculo entre el corte y el destino, Átropos conoció el sabor amargo de sentir.
¿Pero soportaría el dolor de la decepción?