Hay decisiones que no son nada fáciles de tomar. Hay decisiones que nos marcan de por vida. Decisiones que sabes que una vez que tomes ya no habrá marcha atrás. Decisiones que se han de tomar por un bien mayor. Decisiones que deciden quién eres y quién serás. Y decisiones que has de madurar durante días, sopesar pros y contras. Sopesar cuáles serán las ventajas y desventajas a corto y largo plazo.
Esa fue la clase de decisión que Violet tuvo que tomar llegado el momento. Hacía varios días que había vuelto de Kitee. Varios días desde que había vuelto a sucumbir a los encantos de Sebastian du Fort. Había vuelto a admitirse que lo amaba. Que estaba enamorada de él y que siempre lo había estado. Había olvidado aquellos horribles dos años en que había tenido que aprender a rehacerse a sí misma, aquellos dos años en que tuvo que aprender a vivir sin él y con la humillación que supone que te rompan el corazón en la Ciudad de las Luces y el Amor. Lo había olvidado todo por él, por volver a disfrutar de su sonrisa, de su risa, del roce de sus dedos… Habían acordado, o eso entendió Violet, que Bast volvería a Reino Unido, que volvería a casa… Eso le había dado esperanzas a la bruja. Le había hecho pensar que había realmente una segunda oportunidad para ellos, que no todo estaba perdido…
Pero él nunca regresó. Violet volvía a quedarse sola después de aquel fin de semana en aquel paraje recóndito de Finlandia. Había vuelto a abandonarla. Y ella era tan estúpida que se permitía el lujo de que le importase. Sentía dolor, sentía la humillación de una niña tonta a la que le acaban de volver a romper sus fantasías. Pero esta vez no iba a volver a pasar por lo mismo. Ni de coña. No quería volver a ser valiente y encarar sus sentimientos. No quería volver a recordar todo día tras día. No podía rendirle más días de luto. Y por eso, buscó la solución más fácil, protegerse. Buscó la opción más cobarde.
Pasó días enfrascada en libros y más libros. Algunos eran de su propia biblioteca personal, otros sacados del Ministerio de Magia, aunque no de forma demasiado legal. Y otros, se los había pedido a conocidos que trabajaban en Hogwarts y se ofrecieron a ayudarla, aunque no sabían bien cuál era el propósito de la bruja.
Fueron semanas en las que Violet no se permitía tener un solo segundo de silencio o de inactividad. No, porque entonces sentía de nuevo la vergüenza por haber sido tan ilusa.
Tras días husmeando en un libro y en otro, repasando hechizos, pociones, encantamientos, algo que pudiera serle de ayuda, al fin encontró algo que sí podría serle de ayuda. Algo que aliviaría el destrozo de su corazón.
Una poción. Una muy antigua, que estaba catalogada como complicada en el momento en que fue inventada, debido a que los ingredientes eran difíciles de encontrar en aquel momento de la historia. Pero en pleno siglo XXI, la mayoría de ellos podrían encontrarse fácilmente en el Callejón Diagón y los otros… fácilmente podría encontrarlos en su propio armario de ingredientes. Lo más complicado era la elaboración, pues pedía ser elaborada durante una noche de luna llena y dejarla reposar quince días… Pero Violet era paciente, y metódica. Sabía que aquella poción era el medio para un fin… Un fin que necesitaba sobre todas las cosas.
Pero esta poción requería un esfuerzo mental. Requería encontrar el desencadenante de toda la serie de recuerdos y sentimientos que se querían olvidar.
Así que, lo que Violet debía hacer era buscar el detonante, el momento en el que supo que se enamoró de Sebastian du Fort… Debía encontrar el momento en que se enamoró de él, para olvidarlo, modificarlo y que a partir de ahí todo lo demás cayese como piezas de dominó.
Así que, el día después de la luna, Violet pasó el día sentada en su sofá elaborando una lista de los posibles momentos en que pudo haberse dado cuenta de aquello. Colocándolos en el pensadero de su padre y revisándolos una y otra vez. Fue un día doloroso, tuvo que volver a revivir el París de diez años atrás. Volvió a verlos a ambos pidiendo a la vez aquellos “tres cuartos de una jarra de hidromiel de barrica, ni más ni menos”. Tuvo que volver a verlos pasar las horas en aquella habitación de hotel, paseando por las calles, caminando por los Campos Elíseos… Repasando una y otra vez cada uno de los momentos con él… Repasando sus expresiones faciales, rememorando lo que había sentido en cada momento y pudiendo verlo en el brillo de los ojos de la Violet de apenas dieciocho años. Una Violet que seguía buscando el amor a pesar de que su anterior pareja la hubiera abandonado para unirse a los secuaces de Lord Voldemort… Una Violet a la que todavía no le habían roto el corazón cien veces.
Y al final, tras todo un día entero metida en aquel pensadero, al final encontró el momento…
Bast la había seguido hasta la terraza de la habitación del hotel y se había acomodado en la barandilla como siempre solía hacer. Solo que esta vez la miraba a ella, solo a ella. Nada de mirarla de reojo, nada de sonreír de medio lado y apartar la mirada rápidamente al ser descubierto. Solo la miraba como si acabase de ver al ser más maravilloso sobre la tierra. Y Violet, nuestra Violet, no la del recuerdo, sintió que se le revolvía el estómago.
Pero la otra Violet, la recién salida de la adolescencia lo miraba embelesada y en sus ojos podía leerse su debate interno entre lanzarse a sus brazos y besarlo o salir corriendo de allí, pues si se quedaba sabía lo que había para ella, y para él…
Y fue en ese preciso momento en que Violet se había dado cuenta de que estaba enamorada de Sebastian du Fort. En el momento en que se dio cuenta de que estaba tan enamorada de él que prefería romperle el corazón antes que causar algo peor para él… Aquel día decidió abandonar París, sí… Pero solo para protegerle de ella… Para guardar aquellos recuerdos siempre consigo…
Cuando volvió al mundo real y guardó el pensadero, se quedó varios minutos mirando a través del ventanal del salón. Miraba cómo amanecía por encima de los árboles que conformaban el bosque que rodeaba los terrenos de los Barrow. Y una parte de ella pensó que necesitaba un cambio radical en su vida. Que, si borraba a Bast de sus recuerdos, también necesitaba hacer borrón y cuenta nueva con otros aspectos de su vida. Quizás había llegado el momento de salir de aquella enorme mansión en la que siempre estaba completamente sola…
Quince días después tras haber guardado bajo llave, y con un encantamiento de sellado, tomó la decisión de esconder todo lo que tuviera que ver con Bast: sus diarios, sus fotos, su ropa, la ropa que él le compró en Kitee, cartas, lo que fuera… Se deshizo de las ruinas del mirador que había construido en su jardín, ese que había construido como réplica exacta de uno de los lugares favoritos de la pareja en París… De esta forma, Bast nunca habría existido en sus recuerdos más que como alguien a quien conoció en París diez años atrás. Incluso se convenció a sí misma de que el fin de semana que pasó en Kitee realmente estuvo enferma y en cama, tal y como les había hecho creer a sus superiores en el Ministerio de Magia…
Estaba de pie en el estudio de su padre sosteniendo la copa donde la poción de color plateado reposaba. La sostenía entre sus dedos con la mirada centrada en el elixir dispuesta a decir adiós a quizás la parte más importante de su vida. Dispuesta a decir adiós a tantas cosas. A momentos felices, tristes, a lágrimas.
-Esto es un adiós, Bast…- pronunció con voz queda notando un nudo en su garganta y ese sabor amargo en la boca de su estómago y una lágrima resbalando por su mejilla antes de llevarse la copa a los labios. Bebió todo el elixir y dejó que hiciera su efecto. La poción calentó cada centímetro de su cuerpo un par de segundos y luego… Nada.
Absolutamente nada. No más nudo en su garganta, no más vértigo en el estómago… Se llevó una mano a su mejilla extrañada por el hecho de sentir aquella lágrima. ¿Por qué lloraba? No lo recordaba. Quizás no fuera tan importante…
Dejó la copa sobre el escritorio y salió del estudio. Necesitaba divertirse, despejarse. Llevaba todo el día metida en aquella casa y necesitaba que le diera el aire. Y sabía perfectamente dónde quería estar. Así que se puso su chaqueta y se desapareció para aparecer en Hogsmeade, delante de la puerta de las Tres Escobas. Aquel era el principio del resto de su vida.
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