Hoy, 24 de Diciembre, mi mundo se detuvo.
Creí que iba a ser un día más de preparativos, de maletas, de responsabilidades pendientes antes del viaje. Pensé que lo más importante de hoy sería pasar la Navidad juntos, lejos del trabajo, lejos del ruido… pero no. Hoy el universo decidió sorprenderme con algo que jamás imaginé recibir.
Woonie estaba nervioso. Yo también, aunque no lo sabía aún. Cuando puso aquella pequeña caja blanca en mis manos, percibí algo distinto en su mirada. Era amor, sí. Era ternura, también. Pero había algo más… algo enorme, algo que no cabía en palabras. Cuando la abrí, lo entendí todo: el test, la ecografía… nuestra vida en su forma más pura.
Voy a ser padre. Hay frases que uno cree que jamás dirá. Yo, que crecí acostumbrado a perder, a cargar con legados, a sostener el peso de historias rotas… ahora sostengo el comienzo de una nueva. Una que no nace de la obligación, ni del destino impuesto. Nace del amor. Del nuestro. Lloré. No lo niego. Lloré como un niño. Pero no de tristeza. Sino de gratitud. Pensé en mi madre. Pensé en mi padre. Pensé en todo lo que ya no está… y en todo lo que ahora llega.
Este bebé es más que una vida que viene al mundo. Es promesa. Es redención. Es hogar. Estoy asustado, claro. Un hombre que dice que no lo estaría, miente. Pero al mismo tiempo no recuerdo haberme sentido tan seguro de algo. Quiero cuidarlos. Quiero protegerlos. Quiero ser el padre que él merece. El hombre que mi pareja merece. Y sí, lo confieso: también pensé en boda. En familia. En nosotros, formalmente unidos. No porque “deba ser así”. Sino porque quiero. Porque el corazón me lo pide. Hoy, 24 de diciembre, no recibí un regalo. Recibí un milagro. Y su nombre… será nuestra historia.