Nombre y Apellido: Lilith Boultury
Carita: Multiface
Edad: .....
Lilith Boultury nació en un barrio discreto, ni demasiado pobre ni demasiado rico, en una casa donde el silencio pesaba más que los gritos. Su infancia fue tranquila, casi extrañamente tranquila: no hubo grandes tragedias ni lujos, solo una madre que trabajó largas horas cosiendo y un padre ausente del que apenas quedaban un par de fotos y un apellido. Desde pequeña, Lilith se acostumbró a observar en silencio, a escuchar más de la cuenta ya notar cosas que nadie más parecía ver.
El primer indicio de que no era una niña común llegó a los siete años. Una noche de tormenta, mientras jugaba sola en su cuarto, vio cómo la luz de la lámpara titilaba cada vez que se enojaba, como si su rabia se mezclara con la electricidad. Cuando quiso calmarse, la luz se estabilizó. No lo contó a nadie. Lo tomó como un secreto íntimo, como un juego entre ella y algo invisible que la acompañaba.
Su abuela materna, una mujer de mirada dorada y manos ásperas, fue la primera en sospechar. Una tarde le tomó la muñeca y le dijo en voz baja:
"En tu sangre hay oro, niña. No de ese que se guarda en cajas fuertes, sino el que se enciende cuando nadie mira".
Fue la primera vez que Lilith escuchó el nombre de su linaje: brujas doradas, mujeres capaces de manipular la suerte, las emociones y el brillo oculto en las cosas. No lanzaban rayos ni levantaban tormentas, pero podían torcer un resultado, abrir caminos, desenredar nudos invisibles. El precio siempre era el mismo: parte de su propia energía, parte de su propia humanidad.
Los años pasaron sin sobresaltos. Lilith tuvo una adolescencia aparentemente normal: escuela, amistades fugaces, algún romance suave que no llegó a nada. Pero en secreto practicaba: hacía que los profesores “olvidaran” regañarla, que las peleas entre compañeros se desinflaran, que el dinero apareciera justo cuando su madre no sabía cómo pagar algo. A veces fracansaba y terminaba agotada, con un cansancio que ninguna siesta podía curar. Aprendí así que usar la magia no era un juego.
La calma se rompió al entrar en la adultez. Con diecinueve años, la enfermedad alcanzó a su madre de forma silenciosa y lenta. Medicinas, estudios, cuentas. La tranquilidad económica se convirtió en un agujero negro. Lilith, con trabajos mal pagados y horarios imposibles, veía cómo el dinero nunca alcanzaba. Intentó hacer “trucos” con su magia, atraer suerte, influir en decisiones. Funcionaba a medias, y cada pequeño milagro costaba días de debilidad, migrañas y pesadillas.
Una noche, después de discutir con un jefe abusivo en un trabajo miserable, caminó por una zona de la ciudad que no solía frecuentar. Luces de neón, risas forzadas, tacones sobre el pavimento. Vio mujeres apoyadas en las paredes, en las esquinas, arreglándose el maquillaje con una dignidad rota pero desafiante. Había tristeza allí, sí, pero también dinero rápido, supervivencia, poder sobre el deseo ajeno. Por primera vez, Lilith miró ese mundo sin prejuicios, solo con cálculo frío: “Necesito dinero, y lo necesito ahora”.
No fue una decisión impulsiva. Pasó días observando, hablando con algunas chicas, escuchando historias de violencia, engaños y también de solidaridad. Entendió los riesgos. Entendió que su cuerpo se convertiría en moneda. Pero también entendió algo más: ella no estaba indefensa. Tenía algo que los demás no tenían: su poder de bruja dorada.
Cuando finalmente dio el paso y empezó a trabajar como prostituta, no lo hizo desde la ingeniosidad. Bordó su propio ritual de protección: un hilo dorado atado en el tobillo, un perfume preparado con hierbas especiales y una pequeña marca invisible de luz sobre la puerta de cada habitación en la que entraba. Su magia no era de espectáculo; operaba en lo sutil. Hacía que los clientes más peligrosos sintieran un cansancio repentino y se fueran antes de tiempo. Hacía que la violencia se desinflara, que el miedo se confundiera, que la memoria de ciertas cosas se nublara.
Al principio nosotros sus hechos solo para protegerse y para ganar más. Podía leer el brillo del deseo ajeno y decir justo lo que el cliente quería oír. Podía crear un aura de fantasía perfecta, hacerse ver como un sueño imposible y cobrar más por ello. La culpa la visitaba por las noches, pero se acallaba cuando veía las medicinas de su madre pagadas, la nevera llena y las deudas disminuyendo.
Con el tiempo, sin embargo, Lilith empezó a notar a las otras mujeres. Veía en sus compañeras el mismo cansancio que sentía ella después de usar magia: una fatiga del alma. Algunas llegaban golpeadas, otras lloraban en silencio en el baño. Una en particular, llamada Mara, despertó su compasión. Tenía marcas antiguas en la piel y una mirada rota. Una madrugada, al verla temblear por culpa de un cliente violento, Lilith tomó una decisión que cambiaría su forma de usar la magia.
Esa noche se acercó a Mara, le tocó la frente y susurró unas palabras en un idioma que ni ella entendía del todo, heredado de la abuela. Concentró su energía en desanudar un poco del dolor atrapado. No curó las cicatrices, pero sí alivió algo. Mara durmió por primera vez sin pesadillas en meses. Al día siguiente, la miró con gratitud sin saber por qué. Lilith lo sintió claro: había usado sus poderes no solo para su beneficio, sino para aliviar a alguien más… ya a pesar del agotamiento brutal que la dejó en cama todo el día, se sintió extrañamente en paz.
A partir de entonces, empezó a ayudar en secreto. Doblaba la suerte de las que querían dejar la calle para encontrar otro trabajo. Enredaba la memoria de proxenetas que buscaban retenerlas. Ubicaba clientes menos peligrosos para las chicas más vulnerables. A veces solo les daba un poco de calma, quitándoles una parte del peso emocional de encima. Pero la magia, siempre caprichosa, seguía cobrando un precio: mareos, días de debilidad, una sensación de no pertenecer ni al mundo común ni al mundo oculto.
La contradicción se volvió al centro de su vida. Lilith era una mujer que vendía su cuerpo para vivir y, al mismo tiempo, una bruja dorada que jugaba con fuerzas invisibles para salvarse a sí misma ya otras. No era santa ni villana. Cobró caro a quienes podían pagarlo, aprovechó su poder para conseguir mejores clientes, más dinero, más control. Pero cada tanto, sin que nadie lo supiera, gastaba su energía en enderezar un destino ajeno, en cambiar una decisión clave, en soplar una brizna de luz en medio de la oscuridad.
A los 27, Lilith ya no era la muchacha que miraba desde la esquina. Se había convertido en un punto de referencia en la zona. Las otras mujeres acudían a ella no solo por consejos, sino por una especie de intuición: algo en su presencia hacía que el miedo se calmara. Había construido una reputación ambigua: para algunos, era la prostituta que “siempre tiene suerte”, para otros, una especie de amuleto viviente. A sus espaldas, algunos susurraban que estaba “vendida al diablo”; ella sonreía, sabiendo que la verdad era mucho más compleja.
A ella le gustaba ese mundo y lo mantenía.