❝Para ser escuchado a veces un susurro es suficiente❞ 

 

La oscuridad del Inframundo era densa, pero no hostil, al contrario era como si esa oscuridad fuera un sinónimo de calma. Melinoë caminaba descalza sobre la piedra húmeda, la neblina espectral arremolinándose en torno a sus tobillos como si intentara arrastrarla, pero siempre sin tocarla, como si la misma niebla la reconociera como su señora. 

 

Durante sus ciento siente años de vida los susurros y voces que la acompañaban se habían vuelto en gritos sin sentido, ganando intensidad con forme ella ganaba edad. Melinoë había escuchado de todo un poco, los lamentos, los gritos, los susurros incesantes de las almas; un murmullo que nunca callaba, que la empujaba a la confusión, a la locura. Voces sin forma, exigencias incomprensibles que se estrellaban en su mente como un mar tempestuoso.

 

Pero esa noche, algo cambió. Se detuvo frente al lago de sombras que alimentaba el Estigia y cerró los ojos. Los ecos vinieron a ella, pero esta vez no huyó. Inspiró y en lugar de luchar contra las voces, se dejó llevar por ellas, hundiéndose en su flujo. Y entonces… la maraña caótica se desenredó.

Aquellas voces que se sobreponían una sobre la otra sin parar se fueron diluyendo, dejando palabras sueltas en su mente hasta ella logro comprender, la voz de un espíritu, una mujer acompañada de sus dos hijos, hablo.

 

—“No queremos gritar… solo queremos ser escuchados” —susurró la voz femenina, suave como una caricia de viento.

 

Melinoë abrió los ojos, sorprendida. No eran rugidos, no eran cadenas de dolor sin sentido. Eran palabras, peticiones, memorias, almas que buscaban guía, que reclamaban algo que habían perdido.

 

Otro espectro, un guerrero caído, se arrodilló ante ella en la orilla invisible del lago. Su voz resonó clara:

 

—“Diles que no fui un cobarde. Que no hui… que protegí hasta el final.”

 

La diosa sintió cómo su pecho se aligeraba. No era locura lo que había vivido todo ese tiempo, por lo menos no del todo, era lenguaje, era su don.

 

— Entiendo… —murmuró, con un temblor en su voz que mezclaba alivio y revelación.

 

Alrededor de ella, los espectros comenzaron a acercarse, no como una turba descontrolada, sino como un coro buscando dirección. Algunos pedían justicia, otros reposo, otros simplemente ser recordados. Y ella, por primera vez, no se hundió en sus demandas: los escuchó, uno por uno, con paciencia infinita.

La neblina se iluminó con un fulgor tenue, como si el mismo Inframundo reconociera su despertar. Melinoë sonrió apenas, y con un gesto de su mano, ofreció a las almas lo que llevaban siglos suplicando:

 

—Descansen. Yo seré sus voces. Sus verdades no quedarán enterradas.

 

Los lamentos se apagaron poco a poco, transformándose en un murmullo sereno, en un arrullo casi pacífico. Melinoë, a sus cien años, comprendió lo que era realmente ser hija de la oscuridad y de la vida. Ya no era una niña abrumada por las sombras; era su intérprete, su guardiana.

Por primera vez en su vida inmortal, el silencio que la rodeaba no fue aterrador. Fue hermoso.