Testigo de la Peste Negra
-1347 - 1353-
Las sombras se cernían sobre las calles de Europa mientras la muerte se arrastraba en cada rincón. Desde el momento en que llegué a Génova, supe que lo que presenciaba no era un castigo divino ni una conspiración de enemigos invisibles. No, la peste era algo tangible, voraz e imparable. Había seguido su rastro desde las estepas mongolas, donde ya susurraban historias de muerte entre los comerciantes que cruzaban las rutas de seda. La vi propagarse con brutalidad, saltando de los puertos a las ciudades, desbordando hospitales y llenando las calles de desesperación. Pero nada me había preparado para enfrentar su devastación de cerca.
He caminado entre los humanos por más de tres mil años. He sido testigo de guerras, de imperios que se alzaron y cayeron, de hambrunas y plagas antiguas. Sabía de la peste de Justiniano, había escuchado relatos sobre su brutalidad, pero nunca había estado presente para ver cómo la carne se pudría en los cuerpos vivos, cómo las calles se convertían en cementerios a cielo abierto y cómo el miedo devoraba a los sobrevivientes antes que la enfermedad misma.
Mi condición me protegía de la infección, pero no del horror. Vi a niños aferrarse a las manos de sus madres muertas, a sacerdotes ofrecer la extremaunción a hombres que ya no podían escucharlos, a familias quemando sus hogares en un intento desesperado por erradicar el mal.
Me infiltré como ayudante de los médicos intentaban contener lo incontenible. No por heroísmo, sino porque necesitaba observar de cerca. Atendía a los moribundos, les ofrecía agua para calmar sus labios resecos, cambiaba sus vendas impregnadas de pus negra, y susurraba palabras de consuelo que apenas podían oír entre los delirios de fiebre y dolor. Me quedaba junto a los que nadie quería tocar, a los que eran abandonados en las calles cuando sus familias huían de ellos. Yo estuve alli con los que pude, ofreciendo un susurro de consuelo, una caricia en la frente de los febriles, una última mirada a aquellos que cerraban los ojos para no volver a abrirlos.
Fue así como escuché hablar de Guy de Chauliac. En Aviñón, mientras llevaba enfermos a recibir atención, su nombre resonaba entre los que aún creían en la medicina. Muchos habían huido, abandonando a sus pacientes a la merced de la peste, pero él había permanecido. No por necedad, sino por convicción. Su valentía me pareció absurda y admirable a la vez. En una era en la que la supervivencia dependía del miedo, él eligió enfrentarlo.
Durante semanas, lo observé trabajar incansablemente. A pesar de las llagas que crecían en la piel de sus pacientes y la pestilencia de la enfermedad, él continuaba explorando formas de aliviar el sufrimiento. Lo tratar heridas infectadas con una calma inquebrantable, aplicar remedios rudimentarios y registrar meticulosamente los síntomas de cada enfermo. Vi en él un espíritu distinto, una devoción genuina que no buscaba recompensa ni reconocimiento. Me sorprendía su determinación, su capacidad para soportar la desesperanza que devoraba a otros.
Y cuando el destino lo alcanzó y su propio cuerpo se vio marcado por la enfermedad , vi en su rostro la aceptación, pero también la frustración de aquel que aún tiene más por hacer. Y eso fue lo que más me atormentó, me sentí enfrentada a algo que nunca había experimentado con tal intensidad: impotencia.
Podía salvarlo. Sabía que tenía el poder. Los conjuros que había perfeccionado a lo largo de siglos podían purificar la peste de su carne, restaurar sus fuerzas, devolverle la vida que la enfermedad le estaba arrebatando día a día. Y, sin embargo, no podía hacerlo. No debía hacerlo. Mi gente había impuesto una regla clara para los exploradores: no interferir.
Sentí la impotencia calando en mí como nunca antes. Me decía a mí misma que su destino no debía ser alterado, que la historia debía seguir su curso sin mi influencia. Pero cada vez que lo veía retorcerse de fiebre en su lecho, cada vez que escuchaba su respiración entrecortada y veía la sombra de la muerte posarse sobre él, algo dentro de mí se quebraba un poco más.
¿Qué sentido tenía mis miles de años observando y aprendiendo si no podía hacer nada por aquellos a quienes había aprendido a valorar? ¿De qué servía todo el conocimiento y poder que poseía si debía dejar morir a alguien como él?
Noche tras noche, mientras lo veía debatirse entre la vida y la muerte, mi corazón se llenaba de preguntas que nunca antes me había permitido formular.
Lo veía luchar, con su piel marchita por la fiebre y la carne ennegrecida por la infección. Aun cuando su propia muerte era inminente, no dejaba de intentar buscar una cura, de escribir, de pensar. Había conocido humanos con grandes ambiciones, guerreros que enfrentaban ejércitos y reyes que reclamaban tierras, pero nunca había visto a uno desafiar la muerte con tal fervor.
Finalmente, tomé mi decisión.
Bajo el amparo de la noche, me deslicé en sus aposentos. Su respiración era débil, su cuerpo apenas un cascarón aferrado a la vida. Con mi cetro en mano, pronuncié las palabras del conjuro, dejando que la magia fluyera con delicadeza, removiendo la enfermedad poco a poco. No podía curarlo en una sola noche, debía ser sutil. Si despertaba sano de un día para otro, generaría sospechas. Trabajé con paciencia, noche tras noche, sanando su cuerpo poco a poco, permitiendo que su recuperación pareciera natural.
Cuando finalmente despertó con fuerzas renovadas, lo escuché atribuir su sanación a la fe, a su resistencia, a sus métodos médicos. Sonré para mí misma. Que así fuera. Nadie sabría la verdad, nadie lo podría descubrir. Pero yo lo sabía, y con ello cargué un peso nuevo: No podía cambiar el destino de la humanidad, pero podía cambiar el destino de un hombre y este tal vez si podria hacerlo para generaciones futuras.
A medida que los años pasaban, la peste finalmente comenzó a ceder, aunque su huella imborrable perduró en cada rincón del continente. En 1353, el eco de la muerte parecía disiparse lentamente, pero el aire seguía cargado de desesperanza y ruinas. Las calles, antes vibrantes de vida, ahora eran sombras vacías. Las ciudades desmoronadas aún sufrían el peso de la tragedia: hombres y mujeres que sucumbieron sin dejar rastro, familias enteras arrasadas, y pueblos convertidos en desiertos. Las tumbas se apilaban como si la tierra misma reclamara la memoria de la humanidad. Sin embargo, entre las ruinas, algo comenzaba a brotar. Las primeras señales de un renacer, aunque tímidas, emergían en las mentes de aquellos que habían sobrevivido.
Y en medio de todo esto, Guy de Chauliac se alzó como un símbolo de esperanza. Aunque la peste lo había dejado marcado, su dedicación a los enfermos no había sido en vano. Había logrado sobrevivir a la enfermedad, y con ello, su figura cobró aún más fuerza. Las ideas que él promovió, las técnicas que introdujo, comenzaron a cimentar las bases de una nueva era en la medicina.
Al ver su contribución, algo dentro de mí se alivió. había cambiado la historia para siempre. Mi acción, aunque secreta, había permitido que un hombre como él pudiera continuar su lucha, guiando a otros con su saber. Las bases de una medicina más humana estaban tomando forma, y eso, aunque modesto, me mostraban que el haber roto las reglas habia valido la pena.
Así, en una madrugada fría, sin anunciarme a nadie, me adentré en el océano, dejando atrás las ciudades desmoronadas, los recuerdos de los moribundos y la silenciosa lucha que había librado a lo largo de siglos.
Al mirar hacia el horizonte, sentí una paz inesperada. Las tierras de Europa, tan marcadas por la tragedia, quedaban atrás, y frente a mí se abría un camino lleno de posibilidades. Sabía que, algo en mi habia cambiado esta vez...