I
—La heráldica de la familia Phantomhive se ve representada por el águila bicéfala extendiendo sus alas, protegiendo los secretos de la Corona y sirviendo a sus intereses fielmente.
—¿Guarda secretos como una llave?
—Así es, joven amo.
—El águila bicéfala… Es un ave con dos cabezas.
Sebastian esbozó una sonrisa.
—Exactamente. ¿Puede entender lo qué significa?
—Tener dos cabezas es tener dos cerebros. Dos mentes piensan mejor que una.
Sebastian asintió satisfecho con su respuesta, por lo que Jean se sintió contento.
Había leído esa frase en un libro y le había gustado.
Sin embargo, al ver su expresión arrogante, el mayordomo sonrió con diversión.
—No está respondiendo correctamente. Debe dar una respuesta clara.
Jean hizo un puchero y se cruzó de brazos, imitando la postura del conde Phantomhive.
—El significado es inteligencia. Ya lo había dicho. ¿No lo habías entendido?
—Lo entendí, joven amo. Solo quería asegurarme que usted lo hubiera hecho.
—No soy un tonto —dijo Jean con seriedad—, lo entendí.
Sebastian se acercó hacia él y le dio una suave palmadita en la cabeza, sonriéndole con gentileza.
—En absoluto es un tonto. De hecho, usted… —su mirada se entrecerró por unos segundos. Como si estuviera pensando en algo interesante sobre él—, tiene una inteligencia notable.
—Tengo dos cabezas —le contestó Jean alegremente.
Movió las piernas, que colgaban en el aire, dado que el sillón donde estaba sentado era muy grande para su tamaño.
—Soy un águila bicéfala.
Luego se llevó el pulgar a la boca.
Sebastian se lo apartó con suavidad.
—Sí, sin duda lo es.
Jean extendió los brazos para que el mayordomo lo cargara, entendiendo que la lección había terminado.
Sebastián lo alzó, cargándolo para salir de la biblioteca.
En el camino, Jean se distrajo mirando a través de la ventana.
Los pájaros volaban sobre el bosque que rodeaba la mansión Phantomhive.
Jean señaló a uno con el dedo, hipnotizado por sus alas extendidas, volando hacia más allá de su visión.
—Petirrojos —murmuró y saltó. —¡Petirrojos!
Sebastian miró hacia la ventana con una expresión que alternaba entre aburrimiento e interés.
—¿Puede reconocer qué clase de pájaros son? —musitó para sí, como si estuviera evaluando esta capacidad.
Jean lo escuchó y asintió con la cabeza.
—Lo vi en la bibliteca.
—Biblioteca —lo corrigió el mayordomo.
—Biblioteca —le respondió Jean—, biblioteca.
Sebastian sonrió cortés.
—Así es, joven amo. Continúe repitiendo las palabras que no puede pronunciar con claridad, para que pronto pueda mantener una conversación sin errores.
Jean asintió de nuevo. Pero no le estaba prestando atención.
Miraba el cielo y a las grandes nubes grises acercarse rápidamente.
—¡Chuascos! —exclamó.
—Chubascos —lo corrigió nuevamente el mayordomo con paciencia.
Minutos después, ambos llegaron al despacho del conde Phantomhive.
Sebastian golpeó la puerta dos veces, y al escuchar el «adelante» de su amo, ingresó junto a Jean.
—Conde —dijo el niño al verlo tras el escritorio. —Conde Phantomhive.
El susodicho levantó ambas cejas con incredulidad.
—Lo ha pronunciado correctamente.
—No solo eso —añadió Sebastian, acercándose. —Puede leer y hablar con fluidez.
El conde Phantomhive miró a Jean como si fuera extraño, luego volvió la vista hacia el mayordomo.
—Hoy reconoció petirrojos volando afuera porque, deduzco, lo vio en un libro —continuó contándole Sebastian—, durante la lección dijo una frase que, probablemente, ha leído o escuchado en algún lado. Sin duda, el joven amo tiene una memoria excelente.
—Debemos llamar a Sullivan —dijo el conde Phantomhive con gravedad. —Yo no sé mucho de bebés, pero esto no es normal.
—Tampoco sé mucho del tema —agregó Sebastian con una ceja alzada—, es la primera vez que cuido a un humano tan pequeño, y este, no parece ser uno ordinario.
Jean se había quedado callado, escuchando el intercambio entre los adultos con curiosidad.
El conde Phantomhive lo había estado observando con seriedad, posando ambos codos sobre la mesa, y apoyando el mentón sobre sus manos entrelazadas.
Parecía estar buscando algo en su rostro.
Jean lo imitó, mirándolo fijamente.
Su ojo azul tenía cierto brillo que Jean no entendía.
—Escribiré una carta para Charles —musitó el conde Phantomhive, corriendo la mirada y enfocándola en la mesa. —Él tiene que estar aquí.
—Charles —murmuró Jean, moviéndose inquietamente. Tironeó la tela del dobladillo del mayordomo. —Charles Grey.
El conde Phantomhive volvió a mirarlo, perplejo.
—¿Puede pronunciar su nombre también? —murmuró muy por lo bajo.
—¿Quiere bajar? —entendió Sebastian, agachándose para dejarlo en el suelo. —Pórtese bien y no toque nada.
Jean se quedó quieto.
Pero por simples segundos.
Fue corriendo hacia el conde Phantomhive, y este lo miró como si no lo comprendiera.
Jean agarró la tela de su pantalón y lo tironeó como hizo antes con la ropa del mayordomo.
—¿Qué quieres? —le preguntó el conde Phantomhive. Mirando hacia su sirviente en busca de ayuda.
—Súbeme —le exigió Jean. —Súbeme.
—El joven amo quiere que lo cargue —le dijo el mayordomo como si no le hubiera quedado claro, sonriéndole con burla.
El conde Phantomhive le dirigió una mirada seca, y viendo hacia Jean, resopló con cansancio.
—Llévatelo de aquí, Sebastian. No tengo tiempo que perder. Tengo que escribirle a Sullivan y explicarle todo este… «Asunto».
Jean pataleó y le golpeó el muslo, para que volviera a posar su ojo azul sobre él de nuevo.
—¡Súbeme! —gimoteó. —¡Súbeme! ¡Súbeme!
—¡Silencio!
—¡Súbeme! —insistió Jean, volviendo a golpearlo.
El conde Phantomhive hizo una mueca, como si le hubiera dolido.
—¡Llévatelo de aquí! —le ordenó a Sebastian con impaciencia.
El conde Phantomhive agarró sus brazos para detenerlo, pues, Jean lo estaba golpeando, enfadado por no ser cargado por él.
—¡Qué molesto eres! —se quejó el conde Phantomhive con el ceño arrugado. —¡¿No puedes ser obediente e irte con Sebastian?!
Jean rompió en llanto, y abrazó su muslo con todas sus fuerzas.
—¡No! —gritó, llorando desconsoladamente. —¡No quiero!
—¡Tch!
El conde Phantomhive chasqueó la lengua.
Se lo veía irritado, y miraba a Jean como si quisiera que desapareciera.
Haciendo una mueca, soltó un resoplido de frustración y accedió, alzándolo para dejarlo en su regazo.
—¿Satisfecho? —le preguntó con molestia.
Jean no quería verlo enojado.
Escondió la cara en su pecho.
El conde Phantomhive olía agradable y era cálido.
Sentía como su pecho subía y bajaba, latía y suspiraba.
—¿No se supone que es inteligente? —refunfuñó el conde Phantomhive.
—Amo —dijo Sebastian como si estuviera resistiendo una risa. —Solo tiene dos años.
Jean sintió que pasaba una mano sobre su espalda, deteniéndose como si no estuviera seguro de lo que hacía.
—Es tan pequeño —musitó—, pero ya puede hablar con tanta claridad.
—¿Será por su naturaleza? —inquirió Sebastian.
—Es probable. Por eso Sullivan debe revisarlo.
—Si este niño manifiesta otro tipo de singularidades, ¿Qué hará?
Jean lo sintió tragar grueso.
Levantó la cabeza, ladeandose para mirar a Sebastian.
El mayordomo le devolvió la mirada con intriga.
—No lo sé aún —le contestó el conde Phantomhive—, enviarlo con alguien confiable… o enviarlo al orfanato ya no parece una buena idea.
—¿Qué es un orfanato? —se preguntó Jean.
Hasta ahora no se había metido en la conversación, y los adultos parecían ignorar su presencia en el despacho. Pero Jean entendió que hablaban de él, por lo que tuvo que preguntar.
El conde Phantomhive se sobresaltó en su asiento.
—Parece que debemos tener cuidado con lo que decimos frente a él —señaló Sebastian con tranquilidad.
—T-Te lo explicaré después —le restó importancia el conde Phantomhive, haciendo una seña con la mano libre. —Sebastian, llevalo con Mey Rin o Finnian. Que ellos lo cuiden.
—No quiero —dijo Jean, llevándose un dedo a la boca. —Quiero quedarme.
El conde Phantomhive volvió a suspirar e intentó sonreírle.
—Jugaré contigo después. Ahora, pórtate bien y ve con Sebastian.
Jean no quiso.
Pero aunque lloró y pataleó, Sebastian se lo llevó.
—¡Mire, joven amo! —le mostró Finnian—, ¡Una gardenia! ¿No le parece bonita?
Jean la tomó del tallo, mirándola con curiosidad.
—Parece que le gusta —dijo Mey Rin con una sonrisa.
Jean se la acercó a la nariz.
Olía bien.
Dulce como el azúcar.
Abrió la boca, dándole un mordiscón.
—¡¡No!!
Mey Rin se lo sacó de la boca con brusquedad.
—¡¡No haga eso!! —exclamó la sirvienta con rostro asustado. —¡Las flores no se comen!
Finnian se encargó de sacarle los pétalos blancos de la boca.
—¡Escupalos, joven amo! —le pidió desesperado el jardinero. —¡Si Sebastian se entera que ha comido flores nos matará!
Jean lo escupió en la mano que Finnian le ofrecía, pues, no tenían buen sabor.
—Está feo —dijo Jean.
Viendo las caras contorsionadas de los sirvientes, rió.
Finnian y Mey Rin, que en principio lo miraban con preocupación, se miraron entre sí, y luego rieron junto a él.
—Joven amo —suspiraron con una sonrisa. —No vuelva a hacer eso.
Finnian le acarició el cabello, y volvió a mostrarle otra gardenia.
Pero cuando Jean quiso tomarla, no se lo permitió.
—No vuelva a llevárselo a la boca —le dijo Mey Rin con seriedad, levantando un dedo en advertencia—, solo si es obediente podrá sostenerla de nuevo.
—No lo haré —contestó Jean, extendiendo la mano para agarrar la flor del tallo nuevamente aún cuando no se lo habían permitido.
Finnian se lo dio, y Jean la llevó para su pecho, escudriñándola detenidamente.
La flor era blanca, y sus pétalos suaves.
La giró entre sus dedos y jugó con ella así por un rato. Divirtiéndole las sombras que la luz creaba sobre su superficie.
—El joven amo es realmente bonito —suspiró Mey Rin, admirándolo mientras jugaba.
—Su cabello parece una gardenia —dijo Finnian con una gran sonrisa. La sirvienta rió con dulzura y asintió.
—¡Tienes razón! —le contestó ella. —Es blanco y delicado como una gardenia.
Jean detuvo su juego, mirando a ambos.
—No soy una gardenia —los corrigió con el ceño fruncido. —Soy un águila bicéfala.
Los sirvientes simplemente lo miraron con ternura.
Al caer la noche, Jean fue alimentado por Sebastian, y luego llevado a la cama.
—Léeme un cuento.
Sebastian alzó una ceja.
—¿Un cuento?
Jean asintió y señaló detrás suyo.
El mayordomo se giró, y se acercó hacia un escritorio. Allí había dos libros pequeños.
—Mey Rin siempre me lee cuentos.
—Hay dos —notó Sebastian—, ¿Cuál le gustaría?
El mayordomo se sentó en un banquito frente a la cama.
—Peter el conejo —pidió Jean, medio saltando bajo las sábanas.
Notando su entusiasmo, Sebastian le sonrió con gentileza, y empezó a leerle el cuento.
En algún punto del relato, Jean se durmió.
—Despierta, niño.
Jean abrió los ojos.
Todo estaba oscuro.
Solo por la ventana entraba un poco de luz.
—Levántate.
Jean corrió las sábanas y pisó el suelo.
Se sintió helado.
Miró por su habitación, y no vio a nadie.
¿Quién le hablaba?
Se acercó hacia la ventana y corrió las cortinas.
A lo alto, la luna iluminaba el cielo y su cara.
—¿Qué eres? —le preguntó la voz. —¿Un cazador o una presa?
Jean se volteó hacia la habitación.
Iluminado por la luz de la luna.
—Soy un águila bicéfala —le contestó Jean con altivez. —¿Quién eres tú?
La voz soltó una carcajada.
—¿Quién eres tú? —volvió a preguntar Jean.
Lo buscó por su habitación, pero no encontró a la persona que le hablaba.
—¿En dónde estás?
—No puedes verme —le dijo la voz—, pero estoy aquí.
—¿Quién eres?
—Soy un águila.
—Quiero ver tus alas —se entusiasmó Jean. —Quiero verlas. ¿Dónde estás?
—Las verás cuando seas un cazador.
—Soy un águila.
—¡No lo eres! —exclamó la voz con enfado. —¡Para ser un águila debes ser un cazador!
A Jean le molestó profundamente que esta voz lo negara.
¡Él era un águila bicéfala!
¡Tenía dos cabezas!
—¡Soy un cazador! —le gritó Jean, apretando los puños, dando un patadón en el suelo y gimoteando. —¡Soy un águila!
—Demuéstralo.
Jean frunció el ceño.
Sin entenderlo.
—Debes demostrarme que eres un águila siendo un cazador.
—¿Cómo se hace eso?
—Traeme a tu presa. Solo así serás un águila.
II
Al día siguiente, Sebastian lo despertó suavemente.
—Buenos días, joven amo.
Jean se talló los ojos, y miró al mayordomo con extrañeza.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está quién? —inquirió Sebastian confuso.
—El águila.
Sebastian relajó su semblante, y volvió a sonreírle.
—Aquí no hay ningún águila, a excepción de usted.
El mayordomo corrió las sábanas, ayudándolo a salir de la cama.
—Hay otro. Lo escuché —le contestó Jean con seguridad.
—Lo habrá soñado. A veces, las personas soñamos sobre acontecimientos que no suceden en la realidad.
No comprendió del todo lo que Sebastian dijo, pero entendió que negaba sus palabras.
—Lo escuché —se repitió Jean, obstinado. —La voz de un hombre que dijo ser un águila.
Sebastian comenzó a vestirlo.
Su expresión era seria, y miraba a Jean con esos ojos granate que lo hacían sentirse incómodo.
—¿Lo escuchó aquí?
Jean asintió.
—Ya veo… Deje los pies quietos. Así puedo colocarle sus zapatos —lo instruyó firmemente.
Luego, cambió de tema, sonriéndole con su habitual gentileza mientras acomodaba un moño por su cuello.
—Hoy vendrán Lady Elizabeth y Lady Midford.
—Lady Eli… Beth.
—Lady Elizabeth —lo corrigió Sebastian con suavidad. —Es la prometida del conde Phantomhive.
Jean ladeó la cabeza.
No entendía qué era una prometida. Pero tampoco le interesó preguntar.
Sintió hambre, olvidándose del águila de anoche.
—Quiero comer crema —dijo en cambio, y se llevó un dedo a la boca. —¿Me lo darás?
Sebastian se lo apartó.
—Lo tendrá si se porta bien.
Jean se levantó de la cama, e interesándose por un tren de juguete, corrió a buscarlo.
Sebastian se enderezó, y miró por la habitación con el mismo rostro serio de antes.
—Con que un águila lo visitó —murmuró.
—Ese tipo no quiere aceptar que sus frutas estaban podridas. Exigió hablar contigo y amenazó con dejar de traer mercadería.
—Ya veo —dijo Sebastian.
Le sostenía la mano, y hablaba con el cocinero en el pasillo.
—Iré a encargarme de ello. Por favor, cuida del joven amo.
—¡Claro! —le respondió Bard, señalándose a sí mismo con el pulgar con una gran sonrisa. —¡Puedo cuidarlo bien! ¡Tú ve y encargate de ese idiota!
—Modera tu lenguaje —siseó Sebastian.
—A-Ah —se rascó la nuca el cocinero. —Lo siento.
Sebastian se fue, dejando a Jean con Bard.
—Haz de cuenta que no lo escuchaste —le pidió, acariciándole la cabeza.
Jean asintió.
No le había dado importancia.
Solo quería comer.
—Quiero crema —le pidió al cocinero. —Con fruta.
—¡Oh, claro! —asintió Bard sonriente. —Es hora de su desayuno.
Jean extendió sus brazos hacia el adulto.
—Llevame —le exigió.
A diferencia de Sebastian, que a veces lo regañaba por pedir ser cargado, Bard lo alzó en sus brazos y le sonrió dientudo.
Cuando llegaron al comedor, Jean notó que, además del conde Phantomhive, había otras dos personas más.
—Lady Elizabeth, Lady Midford —dijo el cocinero, haciendo una reverencia con la cabeza.
Jean las miró con curiosidad.
—Lady Elizabeth —repitió, esta vez sin equivocarse—, Lady Midford.
Las susodichas mostraron una cara asombrada.
—¿Ese… bebé acaba de hablar? —se dijo incrédula la mujer sin arrugas.
—Te lo dije, Lizzy —se jactó el conde Phantomhive, notándose… ¿Satisfecho, contento? Jean no entendía su expresión. —Habla y lee con fluidez.
—¿Estás seguro que tiene dos años? —le preguntó la mujer con arrugas. —Es normal que a esta edad empiecen a hablar, pero no de esta forma tan… clara.
Los adultos continuaron hablando sobre él.
Pero a Jean no le importó. Miró la mesa llena de comida, tomando un trozo de pastel con la mano… Que pronto debió soltar al ser regañado.
Bard lo alimentó. Limpiándole la boca de las suciedades que dejaban sus torpes modales.
—Jean —lo llamó la mujer llamada Lizzy, o Elizabeth, los adultos la llamaban de las dos formas.
Se acercó a él y sonrió, dándole un gentil toque en la mejilla.
Jean la miró, y solo eso bastó para que Lizzy riera encantada.
—¡Qué adorable eres!
—Ciel —dijo Lady Midford. Su cara era fría, y miraba al conde Phantomhive mientras sostenía una taza de té. —Aún no nos has dicho quién es este niño.
El conde Phantomhive se llevó un trozo de fruta a la boca, masticando lentamente y eligiendo mirar su plato fijamente.
—¿Quién es este niño tan lindo e inteligente, Ciel? —se unió Lady Elizabeth, queriendo saber lo mismo que su madre pero luciendo más alegre.
—Soy un águila —contestó Jean, levantando un pedacito de frutilla como si fuera un premio—, un águila bicéfala.
Bard le bajó el brazo y le quitó la fruta de la mano, limpiándole los dedos pegajosos con una servilleta.
—¿Qué? —frunció el ceño Lady Midford.
—Está encaprichado con eso —explicó Ciel. —No lo tomes en cuenta.
—¿Que no lo tome en cuenta? —repitió Lady Midford, sonando enojada. —El águila bicéfala es el símbolo de la familia Phantomhive.
El conde Phantomhive no dijo nada, mirando a la mujer arrugada como si no estuviera seguro de qué decir.
De repente, las puertas del comedor se abrieron, y quien ingresó fue…
—Charles Grey —dijo Jean, extendiendo los brazos hacia él con desespero. —¡Charles Grey!
—Conde Grey —saludó el conde Phantomhive con una sonrisa aliviada. —Finalmente está aquí.
Jean se removió sobre el regazo del cocinero.
Bard intentó calmarlo, pero al final lo dejó bajar, así, Jean pudo correr hacia las piernas de Charles Grey. Saltando y agarrándolo de la ropa con fuerza.
—¡Súbeme! —le exigió.
Charles Grey lo observó estupefacto.
Lo alzó e incluso, lo lanzó unos centímetros al aire como solía hacerlo cada vez que lo veía.
Jean soltó una carcajada.
—¡De nuevo! —pidió.
Charles Grey lo miró de nuevo como si no pudiera reconocerlo.
—¿Habla? —murmuró.
—Tenemos que hablar —dijo el conde Phantomhive, levantándose del asiento.
Miró hacia las Midford.
—Lamento tener que retirarme, pero—
—Ciel —lo interrumpió Lady Midford—, ¿no me responderás? ¿Quién es este niño?
—Bueno… Este niño es… —el conde Phantomhive miró hacia Charles Grey, y este, le devolvió la mirada como si lo entendiera.
—Es mi primo —respondió Charles Grey con tranquilidad.
—¿Su primo? —alzó una ceja Lady Midford. —¿Podría saber por qué se encuentra aquí?
—Yo le daré tutoría —contestó el conde Phantomhive, alternando su mirada entre Charles Grey, y la mujer.
—¿De qué estás hablando? —inquirió Lady Midford, pareciendo enfadada. —¿Cómo puedes darle tutoría a un niño de dos años?
Charles Grey alejó a Jean con cuidado.
—Yo puedo responder eso.
Jean no quiso, agarrándose de sus hombros con fuerza.
—Iré a verte luego —le susurró para calmarlo.
Jean negó con la cabeza, gimoteando.
Bard lo agarró, y lo sacó del comedor a la fuerza.
—Usted no debe estar allí —le dijo el cocinero—, los adultos discutirán.
Bard lo llevó al jardín junto a los demás sirvientes.
Jugando con ellos, Jean se distrajo rápidamente del asunto del comedor.
El sol se sentía bien, y el viento soplaba como una caricia, trayendo el perfume dulce de las flores.
Se detuvieron bajo una manta, diciéndole a Jean que debían descansar antes de retomar el juego de correr y saltar por el césped.
—¡Ah! —soltó el cocinero, sentado a su lado cruzado de piernas. —¡Qué hermoso día!
—Parecía que llovería —añadió Mey Rin—, ¡Que bueno que esas nubes de lluvia se fueron para otro lado!
—A mi me gusta la lluvia —dijo Finnian, y luego, miró hacia Jean y sonrió. —¿Qué opina usted?
Jean estaba sentado como el resto.
Pero no estaba escuchando la conversación.
Se había quedado quieto, sus ojos azules fijos en un arbusto.
—¿Qué está mirando? —inquirió Finnian, siguiendo su mirada.
Los demás hicieron lo mismo.
El arbusto parecía moverse, como si algo o alguien estuviera allí metido.
—¿Es el viento? —murmuró Bard alerta.
—Tal vez… o tal vez es un animal salvaje —sugirió Mey Rin de la misma forma.
—Puede ser un conejo —dijo Finnian más relajado—, he visto a algunos merodeando cerca.
—¡Conejo! —exclamó Jean, levantándose y corriendo hacia el arbusto con emoción. —¡Peter!
—¡Joven amo! —dijeron los tres sirvientes al unísono, yendo tras él con rapidez.
Jean se metió por el denso follaje, buscando al conejo Peter.
Extendió las manos, buscando agarrarlo y arrastrándose con desespero entre las hojas.
Las ramas picaron su piel de manera desagradable, hasta que sintió sujetar algo peludo y suave.
Jean lo tiró para su lado con todas sus fuerzas.
A su vez, sintió dos manos agarrar sus piernas y llevarlo de regreso al jardín de un tirón.
—¡Joven amo! —dijeron los sirvientes, jadeantes y asustados. —¡No se meta por ahí! ¡Puede ser peligroso!
Cuando lo sacaron del arbusto, Jean se aferraba a un conejo para que no se le escapara.
El animalito era pequeño y peludo.
—¡Mira, era un conejo! —señaló Finnian, acercándose a darle una caricia.
El animalito temblaba de miedo. Jean sentía sus fuertes latidos contra su pecho.
Lo acarició con delicadeza en la cabeza, apreciando su pelaje suave.
—Es lindo —lo apreció Mey Rin.
—Joven amo —dijo Bard razonablemente—, debe soltarlo.
—¡No! —se corrió Jean, dándoles la espalda y abrazándolo con más fuerza. —¡No quiero!
En algún punto, mientras los sirvientes intentaban convencer a Jean para que soltara al conejo, Lady Elizabeth apareció.
—No creo que sea malo que lo tenga —intercedió Lady Elizabeth con una sonrisa. —Podría ser su mascota.
—Lady Elizabeth, pero el amo—
Pero Mey Rin fue interrumpida.
—Yo hablaré con Ciel —le contestó con una firmeza amable. —No creo que le haga ningún daño jugar con este pequeño conejo.
Lady Elizabeth se agachó frente a Jean, dándole una suave caricia en la cabeza.
—Serás amable con él, ¿verdad?
Jean asintió efusivamente.
Así, los sirvientes y Lady Elizabeth lo ayudaron a llevarlo hacia su habitación.
El conejo era muy pequeño, pero para Jean era difícil sostenerlo en sus cortos brazos sin cansarse.
Cuando lo soltaron, el conejo salió corriendo a esconderse.
Jean quiso correr a buscarlo, pero Lizzy lo detuvo.
—Está asustado —le explicó con dulzura. —Debes dejar que se acostumbre a su nuevo hogar. Vamos, busquemos alimento para Peter. Así se sentirá a gusto y feliz de estar aquí.
Jean lo llamaba así, como el conejo del cuento que Mey Rin y Sebastian le habían leído.
Por lo que Elizabeth comenzó a llamarlo de la misma forma.
Al caer la noche, Jean cenó en el comedor.
Lady Elizabeth lo alimentó bajo la mirada desaprobatoria de Lady Midford, que miraba a Jean como si estuviera enfadada con él.
Sebastian le había dicho que no debía molestarse. Pues, los sirvientes eran los que siempre lo alimentaban. Pero Lady Elizabeth había insistido, y nadie había podido hacerla cambiar de opinión.
A Jean ella le gustaba.
Era agradable, cálida, y lo abrazaba mucho.
Lady Elizabeth se encargó de llevarlo a la cama, arroparlo y leerle el cuento de Peter el conejo.
—No te preocupes —le aseguró, cuando Jean le preguntó sobre su conejo. —Saldrá de su escondite pronto, cuando tenga hambre.
Le habían dejado trozos de zanahoria en un rincón, para que comiera cuando saliera de su escondite, y le habían hecho una cama con heno, como el conejo del cuento.
—Descansa —se despidió Lady Elizabeth, dándole un suave beso en la frente—, ten dulces sueños.
Jean cerró los ojos.
Sintiéndose contento con el afecto, se durmió.
Un ruido hizo que despertara.
Abrió los ojos, encontrándose con la oscuridad.
—Levantate, niño.
Era la voz del águila nuevamente.
Jean se levantó.
La luz de la luna se posó sobre la esquina donde se hallaban los trozos de zanahoria y la cama de heno.
El ruido provenía de allí. Donde estaba el conejo, inclinado hacia el suelo, masticando la verdura con avidez.
—Quédate quieto —le ordenó el águila con severidad—, lo espantaras.
Jean quería ir hacia el conejo para darle una caricia.
Su pelaje era esponjoso y suave.
—Un cazador se mueve con sigilo —siguió diciendo el águila—, acércate lentamente.
Jean obedeció porque quería ir hacia el conejo.
Dio un paso hacia delante, tan lento que apenas pudo escucharse el susurro de su media contra el suelo.
El conejo levantó la cabeza, y sus largas orejas se movieron curiosas.
Jean se quedó quieto hasta que el conejo volvió a comer.
—Continúa —dijo el águila.
Jean dio otro paso.
Acercándose hasta el conejo.
De repente, se lanzó.
Agarrándolo del pecho en una especie de abrazo para que no se le escapara, como había hecho más temprano en el jardín.
—Muy bien —sonó satisfecho el águila—, no lo sueltes.
Jean estaba encima suyo, aplastándolo contra el suelo mientras el conejo se removía desesperado por huir.
—¡Mantente así! —lo alentó el águila. —¡Apretalo más fuerte!
Jean ejerció más fuerza, sintiendo los latidos del conejo acelerarse junto a sus quejidos.
Sus ojos negros parpadearon sin control y sus patas arañaron el piso con desesperación.
Pero Jean lo abrazó contra el suelo firmemente.
Un rato después, el conejo se quedó quieto.
—No lo sueltes —le advirtió el águila. —Tu presa está fingiendo.
—¿Fingiendo?
—Fingirá estar muerta para que la dejes ir. Pero tú no debes hacerlo.
Jean asintió.
—No quiero que Peter se vaya.
—¿Peter? ¡Hmph! Ponerle nombre es inútil.
—No es inútil.
—¿Eres un cazador o una presa?
—Soy un águila.
—Entonces actúa como tal, niño. Has traído a tu presa, la tienes dominada, subyugada bajo tus garras.
—Me duelen los brazos —se quejó Jean.
Estar en esta posición lo estaba cansando.
—Un águila no retrocede —le explicó la voz con seriedad. —Una vez que ha capturado a su presa la estruja entre sus garras hasta que su vida expira.
—No te entiendo.
—Yo te enseñaré. Tú solo debes hacer lo que te digo.
—Como las lecciones de Sebastian —comparó Jean.
El águila se quedó en silencio.
—Acerca tu oreja al pecho de tu presa.
Jean hizo lo que le dijo.
—¿Qué escuchas?
—Un ruido fuerte.
—Ese es su corazón. Quiere decir que todavía continúa con vida.
—Corazón —murmuró Jean.
Podía sentir como el suyo latía fuertemente en su pecho.
El conejo movió un poco la cabeza y las orejas, pero se quedó quieto bajo sus brazos y el peso de su cuerpo.
—Levántate con mucho cuidado. Apoya tu rodilla contra su pecho, y con tus manos, rodea su cuello.
El conejo permaneció quieto incluso cuando Jean siguió las indicaciones del águila.
—No —instó el águila. —Apoya todo tu peso contra él. Usa tu rodilla como si fuera un yunque.
Jean solo entendió la primera parte.
Debía soltarse y dejar que su rodilla aplastara el pecho de Peter.
Cuando lo hizo, el conejo empezó a removerse como loco y a soltar quejidos agudos. Pero no pudo escapar de su agarre. Jean tenía las manos sobre su cuello, sujetándolo con vigor.
—Aprieta con más fuerza.
Jean apretó.
Sintió su pelo cosquillearle los dedos.
El latido de su piel.
Las manos mojadas por su propio sudor.
El conejo siguió moviéndose, llegando a arañar sobre su pijama azul.
Jean lo soltó por el dolor, quejándose con un sollozo.
Sin embargo, el conejo ya no se movió.
El águila rió complacida.
—Parece que hay algo de cazador en ti.
Al obtener la aprobación del águila, Jean se talló los ojos, y acercó el oído al pecho de Peter de nuevo.
—No escucho nada —musitó.
—Eso es porque has cazado a tu presa.
Jean asintió, y acarició el pelaje de Peter.
Tan suave y esponjoso.
—Ve a buscar algo afilado —ordenó el águila.
—No —le respondió Jean. Mirando al conejo y notando su quietud con confusión.
—Si no lo traes jamás serás un águila de verdad.
—Ya soy un águila.
—Tú eres un aguilucho —se burló la voz. Incluso, se carcajeó. —Si no fuera por mí, no habrías sido capaz de matar a esta minúscula presa.
Jean arrugó la cara en frustración.
¡Le molestaba que el águila se riera de él!
—¡Cállate, cállate, cállate!
—Pero está bien —dijo el águila, abruptamente conciliador—, aunque has traído una presa pequeña, me has demostrado que la sangre del cazador corre por tus venas. Ahora levántate, niño.
Jean se levantó con torpeza, e inmediatamente, gimoteó.
—¡Me duelen las piernas!
Estar tanto tiempo en una misma posición había hecho que sus extremidades se sintieran dolorosas.
—Trae esa espada —le indicó el águila—, aquella cerca de aquel baúl.
Jean vio hacia donde decía la voz.
El baúl era donde guardaba algunos de sus juguetes. La espada de madera estaba tirada a un lado, abandonada luego de que Jean se aburriera de jugar con ella.
—No quiero —respondió Jean, frunciendo los labios. —Me duelen los brazos y las piernas.
—¡Tráela, aguilucho!
El águila había gritado tan fuerte que lo sobresaltó.
—¡Si quieres ser un águila tendrás que pasar mi prueba!
Jean fue a buscar la espada por temor a enfadarlo.
—Hmph —rezongó el águila—, su punta servirá.
Jean observó la punta de la espada, sin comprender qué quiso decir.
—Escucha bien —retomó el águila con seriedad—, la tarea del cazador no acaba al capturar a su presa, ni mucho menos al matarla.
El águila hizo una pausa, y añadió con solemnidad:
—El cazador consume su sangre y su carne hasta dejarla hecha un saco de piel y huesos.
Jean vio hacia el cuerpo tirado de Peter.
Estaba quieto, con los ojos abiertos como dos platos, sus patas duras como una piedra.
Jean hizo una mueca.
—No quiero comerlo.
El águila lo ignoró.
—Acércate al conejo y actúa como el depredador que eres.
Su voz fue dura y fría.
—Soy un águila —repitió Jean, frustrado con que le dijeran lo contrario.
—Demuestramelo.
Jean miró la espada.
Luego al conejo.
En unos pasillos cercanos se encontraban amo y mayordomo.
—¿Cree que Lady Midford ha quedado satisfecha con su explicación?
Ciel suspiró con cansancio, y negó con la cabeza.
—De todas formas no importa. Ese niño no se quedará aquí por mucho tiempo.
—¿Sigue creyendo que «ese ser» vendrá a buscarlo?
Ciel se encogió de hombros, y miró a Sebastian con hastío.
—¿Dónde está?
—Lady Elizabeth se encargó de llevarlo a dormir.
—Vamos a verlo.
La expresión de Ciel se volvió sombría.
—Debemos comprobarlo.
Sebastian asintió con la misma gravedad, y juntos se dirigieron hacia el dormitorio del niño.
Cuando abrieron la puerta, lo primero que notaron fue una penumbra iluminada escasamente por la luna.
—¿Joven amo? —preguntó Sebastian tentativamente.
Un chasquido húmedo inundó la habitación.
—Sebastian —le respondió Jean, jadeante. —Soy un águila.
Ciel entró para encender la luz.
Las lámparas eléctricas habían sido instaladas en la mansión recientemente. Iluminaron cada rincón de la habitación con claridad.
Ciel retrocedió un paso.
Horrorizado.
Jean sostenía una espada de madera ensangrentada.
Su pijama azul estaba bañado en sangre, su cara tenía pegados pedazos de piel y pelo.
Sus labios se veían rojos, el rastro carmesí bajaba de su boca hasta el mentón, goteando hasta el suelo grotescamente.
En el suelo se hallaba el cadáver de un conejo, apuñalado hasta el punto de verse irreconocible.
—Soy un cazador —siguió diciendo Jean.
Clavó la espada en un ojo del animalito.
La sangre salpicó su tierno rostro y su pijama, de por sí, completamente rojo.
—El águila me lo enseñó.
—S-Sebastian —titubeó Ciel. —¿Es él?
El demonio asintió, llevándose una mano al mentón.
—Tenía sospechas, pero no podía afirmarlo con seguridad.
Ciel tragó grueso.
Ese ser estaba aquí, y había venido a por a Jean.
 
  
  
  
  
 