La puerta se abrió de golpe, sobresaltándola.
La pluma casi perforo el pergamino, y toda la caligrafía escrita con cariño y mimo pareció no servir de nada con aquel último rallajo.
Sandor entró sin pedir permiso, como de costumbre, pero con un gesto distinto, como si no estuviese de buen humor.
—Tenéis clase con el gnomo.
Y aquello fue lo único que dijo antes de acercarse a ella: sentada junto a la ventana, con las piernas recogidas y el pergamino sobre las rodillas. Ni siquiera lo miró.
—Podríais llamar…
—Y vos podríais estar ya fuera, no esperar a hacerme entrar —replicó él.
Serenna levantó la mirada, pero solo duró unos segundos.
—Lord Tyrion puede esperar.
Y es que, no es que quisiera llevarle la contraria o ponerle de mal humor. Es que necesitaba terminar aquel escrito, y para ello solo necesitaba un minuto más.
Pero Sandor no tenía el día para escuchar estupideces, ni para esperar más.
Se inclinó, la tomó del brazo, haciendo que la mitad de su antebrazo desapareciera bajo sus dedos.
—¡Soltadme, me estáis haciendo daño!
Él hizo caso omiso. La arrastró hasta la puerta, haciendo que el pergamino cayera al suelo. Únicamente la soltó cuando la vio fruncir el ceño con un quejido breve, aflojando los dedos. Quedó sobre su piel la marca rojiza de la mano, el dibujo de cada falange.
Ella se agachó, tomando el papel con un gesto de dolor. Él chasqueó la lengua, sabiendo perfectamente lo que era aquello, y lo que ella iba a pedirle. Otra vez.
—No me obliguéis a repetíroslo día sí, día también —gruñó.
—Entonces ayudadme.
Sandor alzó la vista, arqueando el labio.
—¿Ayudaros a qué? —masculló, como si la simple idea fuese estúpida.
—A verle —dijo. La voz rompiéndosele—. Entregadle esto por mí… —Le acercó el pergamino.
—No —lo apartó de su vista, de mala gana.
—¡Nadie lo sabrá! Dejadlo sobre su mesa, cuando nadie os vea.
—Yo lo sabré —reprochó.
—¿Y eso os atormentaría tanto? ¿Hacer algo bueno por una vez?
Él no contestó. Le tomó de nuevo el brazo, más despacio esta vez.
—Vamos.
—No me toquéis —forcejeó, intentando apartarse de él, de su agarre. Pero Sandor no se detuvo, ni la soltó.
—Entonces caminad.
Ella volvió a removerse contra él, haciendo que finalmente cediera, empujándola ligeramente hacia delante, para que caminara delante de él. Ella obedeció, ceño fruncido y mirada de odio apuntándoles. No era algo típico de ella, pero es que aquel día él se estaba comportando especialmente mal con ella.
Salió delante de él, con pasos cortos pero tensos. Sandor cerró la puerta tras ellos y empezó a escoltarla por el pasillo. Caminaron en silencio hasta llegar a la puerta del despacho de Tyrion. Cuando Sandor abrió, ella seguía mirando el suelo, con ese mismo gesto.
—Aquí la tenéis —gruñó al entrar, soltándola, empujándola al interior con un gesto brusco.
Tyrion levantó la vista del libro, arqueando una ceja.
—Veo que la Guardia Real amplía sus métodos educativos. Quizá debería tomar nota... —arrugó el ceño, extendiendo una sonrisa irónica—. Mi Lord padre estaría orgulloso: un guardián eficaz y una prisionera puntual. Aunque quizá podríais dejarla llegar entera a sus lecciones.
El Perro gruñó, apartando la mirada.
—Es toda una galantería la vuestra, Clegane. Hay hombres que ofrecen la mano; vos, en cambio… ofrecéis todo el brazo.
Serenna permaneció de pie junto a la puerta, con la piel aún dolorida y la carta escondida entre los pliegues del vestido.
—Pasad, mi Lady. No querréis quedaros ahí…
Una vez pasó, Sandor se retiró, dejándolos a solas.
Tyrion la observó un instante antes de hablar, con ese tono mitad cansado, mitad curioso que reservaba para los días en que la política quedaba fuera del aula.
—¿Qué habéis hecho esta vez?
Ella lo miró de reojo, sin moverse demasiado del sitio.
—Nada.
Se limitó a acercarse a la mesa y sentarse en silencio, los dedos entrelazados sobre el regazo. Tyrion apoyó los codos sobre el escritorio, observándola.
—¿Nada?...
Serenna rodó los ojos.
—Le pedí que hiciera algo por mí.
—¿Algo por vos? —Tyrion tuvo que aguantar la risa. Alzó ambas cejas, arrugó la frente y apretó los labios, conteniéndose. ¿A quién se le ocurría pedirle al Perro un favor?—. ¿Puedo preguntaros qué?
Ella negó, avergonzada.
Tyrion asintió, aceptándolo.
—Eso suele irritar a los hombres que no saben manejar lo que sienten —comentó Tyrion, sirviéndose una copa de vino.
—No creo que alguien como él pueda sentir nada —respondió ella, con cierta dureza.
—Os sorprenderíais —dijo él, con una media sonrisa.
La observó mientras tomaba un sorbo. Serenna bajó la mirada, intentando concentrarse en el libro abierto ante ella, pero Tyrion no la perdió de vista.
—Quizá elegisteis mal el día para pedirle que hiciera algo por vos.
Ella levantó la vista, desconcertada.
—¿Un mal día? Todos son malos días para él.
—Digamos que a algunos hombres no les sienta bien que se les recuerde cuántos inviernos llevan encima.
Serenna frunció el ceño.
—No lo entiendo.
Tyrion ladeó la cabeza, estudiándola con curiosidad.
—Vamos… pensad un poco… —dijo, apoyando la barbilla en una mano.
Ella frunció el ceño, concentrándose, intentando pensar, pero no había nada que le diera un sentido a lo que el enano le decía.
—Algunos hombres preferirían olvidar el día en que fueron traídos al mundo —murmuró Tyrion—. Otros simplemente beben hasta conseguirlo.
Serenna aguzó la mirada, como si se sorprendiera siquiera de que alguien como Sandor cumpliera años. Pero claro que lo hacía, como cualquier otro. Solo que él… no lo celebraba.
—¿Su… día del nombre? —preguntó susurrando.
—No todos los hombres celebran haber sobrevivido a sí mismos, mi lady… Y si tenéis buen juicio, no se lo mencionaréis.
Pero Serenna no era de aquellas personas que acataban bien un consejo. Eran más bien de las que los ignoraban. De las que decidían por sí mismas qué era mejor.
Y aunque Sandor se hubiera comportado como un idiota con ella aquel día, el poco cariño que le había cogido, no desparecía por eso.
Durante noches, cuando él la creía dormida y terminaba marchándose, ella encendía la vela del escritorio, esperando a que se derritiera para guardar la cera. Así lo hizo durante días, hasta que consiguió la suficiente y poco a poco, comenzó a darle forma.
Todo había ido bien hasta el día en el que él, como si pudiera ver a través de aquella puerta, supo que algo sucedía ahí dentro.
Sandor hizo lo propio de cada noche; esperar a que la respiración de la chica cambiara y entonces se marchaba a dormir. Pero aquella noche se preocupó lo suficiente de fijarse en si aquel detalle era algo que ella estaba preparando. Y entonces, descubrió que fingía. Que su respiración no era la misma que la de siempre. Que él, acostumbrado a esperar siempre el tiempo exacto, había caído en la trampa.
¿Pero qué era lo que ella hacía cuando él se marchaba? ¿Qué estaba tramando?
Sandor no era el único que parecía ver a través de las paredes de aquel lugar. Serenna pareció sentir su presencia tras la puerta, y rauda, corrió hacia la cama justo antes de que él irrumpiera en la habitación.
Su mirada cruzó la estancia con rabia, como si no pudiera soportar que lo creyera tan idiota como para emplear aquellos jueguecitos contra él.
El olor la inculpó casi de inmediato, y el humo que se deshacía poco a poco en el ambiente, ascendiendo despacio, terminó de señalarla.
Sandor caminó hasta el escritorio, inspeccionó la vela y vio que estaba consumida. ¿Por qué?
Se giró hacia la joven con el labio ya arqueado, y apenas con unas zancadas se acercó al dormitorio. La destapó y la tomó por la muñeca.
—¿Qué estabais haciendo? —su voz sonaba más a un gruñido, ahogado por el sueño y el enfado.
—Nada —replicó ella. Pero lo hizo demasiado rápido. Demasiado culpable…
El ceño de Sandor se hundió un poco más. Su mirada volvió apenas hacia la luz del fuego que aún quedaba en la chimenea. Volvió a mirarla y esta vez, sus ojos se fijaron en sus manos, en las marcas de cera en sus dedos, la piel brillante y salpicada. Tenía todas las yemas quemadas.
—¿Nada? —repitió con ironía áspera, con ira incluso. Como si el pensar que se estaba torturando, que se estaba haciendo daño, desatara toda su rabia—. Vuestros dedos cuentan otra historia.
Serenna intentó apartar la mano, pero él no la soltó. La sostuvo entre los suyos, grandes, ásperos, y con olor al hierro de su espada.
—¿En qué estabais pensando?
Pero ella por supuesto, no iba a responder. ¿Qué creía? ¿Qué pensaba que estaba haciendo? Con suerte, no lo había descubierto. Casi le venía hasta bien que pensara que estaba usando las velas para hacerse daño, en lugar de para…
Sandor dio un paso atrás, respirando pesadamente.
—Si seguís jugando con fuego, un día no habrá nadie para apagarlo —gruñó, dándose la vuelta antes de que pudiera verla titubear, antes de que la culpa lo alcanzara. Caminó hasta la puerta y la abrió de golpe.
—Apagad esa maldita vela. Y por los Siete. Dormíos.
Ella ni siquiera asintió, se lo quedó mirando casi con miedo. Un brillo extraño en la mirada, como si algo en la forma en la que había entrado allí y cómo la había agarrado, hubiera provocado que algo se rompiese en su interior.
Sandor se dio cuenta, por supuesto, pero ni él mismo entendía por qué estaba de aquel humor de perros. Nunca mejor dicho…
Tampoco se fiaba de ella, de esos ojos que lo miraban como un cervatillo indefenso. Así que, antes de irse, volvió al escritorio y se llevó la vela, lanzándole una última mirada de advertencia, pero también de decepción, incluso de… ¿desprecio?...
Serenna no supo por qué, pero aquello le provocó una punzada en el pecho, como si aquella mirada la hubiera golpeado realmente.
Cuando se marchó, su mirada descendió a su brazo, en el que aún tenía las marcas de sus dedos.
Una lágrima descendió de su mejilla, rompiéndose en las sábanas. Su mirada se desvió hacia el cajón de la mesita, allí donde había guardado lo que tanto había procurado ocultar. ¿De qué servía ahora?...
Serenna se quedó dormida. Al día siguiente, la luz del sol la despertó más temprano que otros días. Sandor había llegado antes, mucho antes que el resto de mañanas. Había corrido las cortinas y se había asegurado de que ella estuviera lista para su lección.
No habló, casi ni la miró.
Al parecer ella no era la única que no había conciliado fácilmente el sueño. Lo cierto es que parecía que él tampoco lo había hecho.
Ella lo entendió rápido, así que dejó que las doncellas la vistieran y prepararan y se marchó, esta vez sola. Clegane arrugó la nariz al verla al fondo del pasillo, quedándose en la puerta, esperando a que llegara.
Cuando lo hizo, él se apartó, dejándola pasar. Ella también guardó silencio, tampoco lo miró. Ambos parecieron acordar que ninguno existía sin haber siquiera hablado. Sandor entró con ella, quedándose en la puerta, como hacía antaño, cuando Tywin decidió encerrarla.
Sandor no dijo nada, y tan solo la miró por la noche. Sabía que ella no dormía, pero también sabía que era porque sería incapaz de hacerlo. Como él.
Se marchó horas más tarde, cuando el cansancio y el aburrimiento vencieron.
A la mañana siguiente, cuando Sandor llegó, ella ya se había marchado. Las doncellas estaban terminando de colocar las prendas limpias para cuando llegara, pero cuando él entró, se marcharon casi mecánicamente. Sandor se quedó solo, en silencio. La brisa meciendo las cortinas, el sol apuntando hacia su cama: vacía.
¿Vacía?...
No del todo…
Había algo en el centro de la cama, algo que llamó su atención.
Se acercó despacio, mirada aguzada, ceño fruncido. Hasta que estuvo lo suficientemente cerca, y algo en su interior pareció vibrar entonces.
Tomó despacio la figura y la alzó frente a sus ojos.
Era la figura de un perro tallada a mano, o mejor dicho, esculpida.
Con… cera…
Un lazo azul celeste decoraba el cuello del animal, como si fuese un collar. Y lo identificó al instante, era la misma tela del lazo que ella solía utilizar en su cabello.
Lo acercó a su rostro y respiró. El olor de la chica impregnó sus fosas nasales, provocándole un escalofrío.
Los labios de Sandor se separaron a la vez que su mirada se perdía. Ahora todo tenía sentido. Por eso había estado durante las noches levantándose cuando él se iba. Por eso las yemas de sus dedos se habían quemado. Por eso…
Tragó saliva, apretó los labios y se maldijo a sí mismo por cómo se había comportado con ella. Por lo tosco que había sido, por cómo la había tratado, el daño que le había hecho siendo tan sumamente tosco.
Su mirada se desvió hacia la puerta, con la figura aún entre sus dedos.
¿Era aquel, tal vez, el primer regalo que recibía en años?
¿O quizá… era el único?...
