20 de Junio de 1837
La reina Victoria ascendió al trono.
La niebla se arrastraba por las calles adoquinadas de Whitechapel como si buscara devorar los últimos vestigios de luz. Londres era una bestia vieja, enferma, cubierta de humo y secretos. Rei Arakawa lo sabía bien. Su abrigo largo goteaba bajo la lluvia nocturna, y el cigarrillo entre sus labios ardía como una estrella débil que se negaba a morir.
Había seguido aquella pista desde el continente, desde un monasterio en ruinas donde el aire aún olía a sangre seca y miedo. Una mujer. Piel blanca como la porcelana, ojos del color de un vino oscuro. La gente del lugar la llamaba La Condesa de los Susurros, y los cadáveres que dejaba a su paso parecían dormir, como si la muerte misma hubiera tenido piedad.
Pero Rei sabía que los vampiros no duermen. Solo esperan.
Sus botas resonaban sobre el pavimento mojado mientras cruzaba un callejón. A su alrededor, las siluetas de los edificios parecían inclinarse hacia él, observando. Un gato negro se cruzó en su camino y soltó un maullido ronco antes de perderse entre las sombras. Rei no se inmutó. Había cosas peores que gatos en esa ciudad.
—Londres… —murmuró, exhalando humo—. Siempre tan miserable.
Dentro del bolsillo interior de su abrigo, un crucifijo de hierro oxidado tintineó junto a un colgante de ónix. Era lo único que había conservado de su época como aprendiz en Kyoto. A veces, al tocarlo, sentía que su maestro aún le hablaba, diciéndole que no se involucrara con los muertos. Rei, como siempre, no había escuchado.
El sonido de una campana de iglesia lo hizo detenerse. La aguja del reloj marcaba la medianoche.
Desde la oscuridad de un balcón, una voz femenina lo llamó.
—Detective Arakawa…
Rei alzó la mirada. Allí estaba. La Condesa. Un vestido negro como el vacío, piel reluciente bajo la luna, y una sonrisa tan dulce que casi dolía verla.
—Sabía que vendrías. Hueles a fuego y arrepentimiento.
Rei dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota.
—Y tú hueles a cadáver. —Su mano descansó sobre la empuñadura de la espada—. Creo que eso nos hace una buena pareja.
La Condesa rió, un sonido tan hipnótico que los vidrios del callejón vibraron.
—¿Sabes qué me gusta de los japoneses? —susurró ella, descendiendo lentamente—. Siempre creen que el dolor es un camino hacia la redención.
—Y tú crees que la muerte es un arte —replicó Rei, desenvainando.
Por un instante, el tiempo pareció congelarse. La niebla se separó como si temiera a lo que estaba por venir. Cuando el acero cantó en el aire, el vampiro se lanzó hacia él con una gracia imposible, y Rei respondió con la precisión de un demonio que aprendió a rezar demasiado tarde.
La batalla fue breve, brutal, silenciosa. Un vals entre dos criaturas condenadas.
Al final, cuando la Condesa cayó al suelo y su cuerpo comenzó a desvanecerse en cenizas, Rei se inclinó y murmuró algo que solo ella alcanzó a oír.
—No todos los monstruos mueren en la oscuridad. Algunos la cargamos dentro.
Y cuando la primera luz del amanecer tiñó los techos de Londres, Rei ya había desaparecido, dejando solo un cigarrillo encendido en el borde del puente.
El amanecer llegó lento, desgarrando la niebla de Londres con una luz enferma y dorada. El viento arrastraba el olor a hierro y ceniza, y los ecos de una batalla que la ciudad preferiría olvidar.
Entre los restos del combate, un hombre de mediana edad, pintor de oficio, se detuvo en la esquina del callejón. Había seguido los rumores —una sombra oriental que cazaba monstruos, una dama que bebía la sangre de los inocentes, una noche en que la luna se tornó carmesí—. Pero lo que vio superó cualquier relato.
Frente a él, un hombre alto, vestido con abrigo rojo, de pie ante una mujer arrodillada y ensangrentada. No había odio en su mirada, sino un cansancio antiguo, una compasión demasiado humana para un ser que parecía no pertenecer a este mundo. Ella —la Duquesa— lloraba sangre. Él —Rei Arakawa— permanecía firme, bajo la luna llena, testigo y juez de su destino.
Esa imagen se grabó en el alma del pintor como fuego sobre pergamino.
Pasaron semanas. En su estudio, encerrado entre el olor a aceite y madera vieja, el hombre trabajó sin descanso. Los pinceles temblaban en su mano. No pintaba una simple escena: pintaba una verdad que el mundo no debía olvidar.
Lo llamó “El Salvaje Amanecer”

El cuadro mostraba al cazador y a la vampira en el instante eterno antes de la redención. Luz y sombra enfrentadas. Esperanza y tragedia. El inicio y el final del mito.
Décadas después, aquella pintura fue expuesta en una galería de arte en Westminster. Los visitantes la observaban con curiosidad, algunos con una devoción silenciosa que no comprendían. Los críticos decían que era una alegoría del bien contra el mal. Los románticos, que era la representación de un amor imposible entre dos malditos. Nadie, sin embargo, imaginaba que fue real.
Siglos más tarde, cuando el cuadro pasó a manos de coleccionistas y sobrevivió a guerras, incendios y olvido, los académicos discutían si aquel hombre del abrigo rojo existió alguna vez. Algunos aseguraban que fue una figura simbólica, otros un héroe inventado por el pueblo.
Pero lo cierto es que Rei Arakawa jamás murió.
Aún camina bajo las luces artificiales del siglo XXI, respirando el mismo aire que quienes lo recuerdan sin saberlo. Los vampiros cambiaron de rostro, los demonios se visten de hombres de negocios, y los monstruos ahora viven en las pantallas y los corazones.
Pero él sigue ahí.
Silencioso. Imperturbable.
El mismo hombre del retrato.
Y cada vez que alguien se detiene frente a El Salvaje Amanecer, un escalofrío recorre la sala, como si el aire se espesara.
Tal vez sea el recuerdo de aquella noche.
O tal vez —solo tal vez— sea Rei, observando desde la sombra, asegurándose de que el mundo siga respirando.
Diario de Rei Arakawa:
Shinjuku, Tokyo.
Medianoche.

La ciudad duerme con los ojos abiertos. Desde mi oficina puedo ver los letreros parpadeando como luciérnagas enfermas. El humo del cigarrillo se mezcla con el vapor del té frío. En la pared, colgado sobre un archivador viejo, está un cuadro enmarcado en madera gastada: El Salvaje Amanecer.
Lo encontré en una subasta, hace algunos años. No lo compré por vanidad. Ni siquiera por nostalgia. Solo quería ver si el pintor había logrado capturarla como era… aquella mujer.
Lo hizo.
Dicen que las leyendas sobreviven a los hombres. Pero a veces, los hombres sobreviven a sus propias leyendas.
He cambiado de idioma, de país, de nombre. He visto imperios caer y máquinas volar más alto que los dioses antiguos. He matado demonios con espadas, y otros con contratos y sonrisas.
Y aun así, el reflejo en el vidrio sigue siendo el mismo: un hombre que envejece en los ojos, pero no en el cuerpo. Un hombre que la historia convirtió en un mito.
Me dicen que soy una historia. Pero las historias no sienten el peso de una katana y siglos sobre la espalda.
Y sin embargo…
aquí estoy.
Rei Arakawa, detective privado.
Mitad hombre. Mitad Oni.
Y completamente cansado.