Londres, The Prospect of Whitby
Sábado, 9:00 pm
El ambiente en la taberna era relajado, tranquilo, a pesar de ser fin de semana. Las voces de algunos clientes habituales no llegaban a generar siquiera una atmosfera incomoda, y los silencios solo eran rellenos por el tintineo de la cristalería mientras el barman limpiaba los vasos tras la barra para luego colocarlos correctamente en su lugar. La antigua jukebox no desentonaba en el local, era uno de esos garitos londinenses donde el tiempo parecía haberse quedado congelado en mitad de una peli de gangsters mal grabada en los años cincuenta.
It's nine o'clock on a Saturday -cantaba la voz de Billy Joel desde el altavoz- The regular crowd shuffles in. There's an old man sitting next to me. Making love to his tonic and gin
A nadie parecía molestarle la música, menos a un hombre sentado en la barra, quien arrugó el ceño con cierto disgusto mientras tomaba su vaso de whisky con dos de sus manos.
-Deja la botella -gruñó al camarero señalando la botella de whisky Statesman. El buen hombre volvió a apoyar la botella delante del huraño desconocido. Y tuvo la sensación de que parecía demasiado joven como para necesitar ahogar sus penas en alcohol un sábado por la tarde. Volvió a tomar el trapo para secar el vaso que había quedado en el escurridor metálico- ¿Has tenido un mal día, amigo?
El joven chistó como respuesta alzando sus cejas después. Su mano zurda tomó la botella y rellenó el vaso sin pronunciar palabra.
-Tan malo, ¿uh? -preguntó el camarero.
El hombre al otro lado de la barra dejó la botella con un golpecito sordo y curvó los labios en una mueca amarga.
-Peor… -fue todo lo que dijo antes de llevarse el vaso a los labios y dar cuenta de forma profusa del contenido de su vaso.
Londres, Sede del MI6.
Dos semanas después de Estambul.
Viernes, 9:00 a.m.
Había recorrido aquel pasillo un millón de veces, pero sin embargo parecía más largo aquella mañana. Cada paso del agente Reed Davies resonaba de forma inevitable, casi vibrando entre las paredes de cristal con un eco metálico, seco. Portaba, bien sujeto el informe bajo el brazo izquierdo, sin carpeta, sin etiquetas. No había nada más que escribir. No desde su punto de vista. En esas líneas… la verdad más descarnada.
Cuando al fin aquel pasillo llegó a su fin, Reed entró en el despacho. Parecía un día como cualquier otro: el aire olía a café rancio y a perfume caro. Pero no era un día normal. Ya no. No para Reed.
El director de su sección, el coronel Michael Ashcroft, estaba sentado tras el escritorio, y levantó la vista de su pantalla sin dejar de teclear. Lo miró con esa seriedad estricta que lo caracterizaba.
-Agente Reed -su voz sonaba como una línea plana, sin matices- Lamento lo Estambul. Todos sabíamos que podía haber bajas.
Reed sintió una punzada en el estómago, pero no respondió. Solo dejó el informe sobre la mesa, con tal precisión y contundencia que hizo temblar ligeramente la taza sobre el escritorio. En una expresión silenciosa de su frustración.
-Podría haberse evitado -dijo al fin, con un tono neutro, casi educado, pero claramente contenido- Teníamos margen para abortar.
-Esas decisiones vienen de arriba -replicó Ashcroft de forma cortante, devolviendo la vista a la pantalla de su ordenador- No siempre tenemos el lujo de cuestionarlas.
Reed lo contempló, sin pronunciar palabra, sin esbozar un sonido. Pero sintiendo la repentina tentación de soltar un puñetazo a Ashcroft en plena cara. El rostro de aquel hombre no mostraba culpa, ni siquiera cansancio. Solo eficiencia.
Durante un instante pensó en Palmer, en la llamada de radio cortada, en el eco de su respiración dentro del auricular. En el terror adherido a las ultimas silabas que pronunció en vida…
Y entonces comprendió que nada que él hiciera cambiaría las cosas. Así que tomó una decisión drástica y sin vuelta atrás. Y lo sabía. Pero esa decisión había sido tomada desde el mismo momento en que supo que no volvería a ver a Palmer, desde el momento en que cargó su ataúd a lo largo del cementerio de Highgate y vio su ataúd quedar enterrado tras la losa del nicho donde encontraría el reposo para toda la eternidad.
Se llevó la mano al bolsillo de su traje, alargó la mano y dejó caer sobre el escritorio de madera oscura su acreditación del MI6.
El plástico y la pinza golpearon la madera con un sonido breve, hueco. Y, a pesar del sonido sutil, parecía que no había marcha atrás en aquel gesto tan sencillo.
-Entonces, está claro que no soy el hombre adecuado para seguir obedeciendo.
Ashcroft levantó la vista, con cierta sorpresa.
-¿Qué cree que está haciendo, Davies?
-Lo que usted no puede -Reed dio un paso atrás- Asumir que la línea entre el deber y la cobardía se ha vuelto demasiado delgada. Desde ahora presento mi dimisión con efecto inmediato tras mis vacaciones… Dispongo de treinta dias a mi disposición y creo que es buen momento para darles utilidad.
Pronunciadas aquellas palabras, y sin dar opción a una réplica, Reed se dio la vuelta y salió del despacho sin mirar atrás.
De nuevo en el pasillo, el reflejo de su efigie en el cristal le devolvió una imagen que apenas reconocía a esas alturas: su traje era pulcro, su cabello estaba perfectamente peinado, pero su mirada estaba vacía, una sombra donde antes había propósito. El ascensor tardó en llegar, o tal vez era cosa de su percepción totalmente alterada. En el silencio, escuchó el tic-tac del reloj de pared de los despachos a mano derecha, como si contara los segundos hasta su desaparición oficial del sistema.
Cuando las puertas se abrieron, Reed exhaló sintiendo que era la primera vez en días que podía respirar de forma profunda. Ya no era un agente. Ya no era parte de nada.
Pero en esa soledad, en ese vacío que el MI6 dejaba tras de sí, algo en el interior de Reed quería comenzar a recomponerse.
Londres, Sastrería Ⓚingsman
Viernes, 9:30 a.m.
Los impecables zapatos Oxford del veterano agente subían tranquilamente por la escalera forrada con aquella alfombra que amortiguaba sus pisadas. A pesar de los años transcurridos desde que la sastrería Kingsman había sido reconstruida y reabierta, todo olía a madera nueva para Harry Hart. Por suerte para él, Kingsman todavia conservaba los planos originales de la sastrería, por lo que esta pudo ser reconstruida casi a imagen y semejanza de su predecesora. Deslizó su mano tranquilamente por el pasamanos mientras su mano contraria se aseguraba de llevar perfectamente abotonada la chaqueta del traje.
En ese momento su teléfono móvil vibró en el bolsillo interior de esta, casi como si aquel gesto suyo hubiera invocado aquello. Sus cejas se arquearon con sorpresa tras las gafas de cristales dispares, uno de ellos ocultando la terrible cicatriz de su ojo izquierdo. Statesman estaba trabajando en una prótesis adecuada para él, pero mientras tanto… Aquellas gafas eran un excelente complemento.
Con un movimiento medido sacó el teléfono del bolsillo y comprobó el identificador.
“Ashcroft”
Deslizó el botón para contestar la llamada y, mientras subía las escaleras se llevó el dispositivo al oído.
-Ashcroft, viejo amigo. Es bueno volver a oírte -respondió Harry.
Su viejo amigo pareció dejar ir una corta risa al otro lado de la linea.
-Dímelo a mí, Harry… Me alegra escucharte de nuevo… Han sido unos años complicados para Kingsman, ¿eh? -comentó el directivo de inteligencia británica.
-Y que lo digas… -asintió Harry llegando a la primera planta del edificio y paseando lentamente por el pasillo de paredes de madera- ¿Qué puedo hacer por ti?
Ashcroft no era de los que llamaban para preguntar cómo habían ido las vacaciones, ni para felicitar las navidades… De hecho hacía más de veintidós años que no sabia nada de él, desde que dejara voluntariamente Kingsman para entrar en el MI6. Asi que debía de ser importante…
-¿Aun estáis reconstruyendo la agencia? -preguntó Ashcroft quien, obviamente había sido informado de los acontecimientos relativos a Kingsman los últimos años.
Harry se detuvo en mitad del pasillo.
-Nos cuesta encontrar agentes, los reclutamientos están siendo exhaustivos…-dijo, pensando por un momento, en que todo aquello seria mucho más facil si Merlín estuviera allí- Y no todo el mundo vale…
Al otro lado de la linea escuchó como Ashcroft se levantaba de la silla y daba una calada a su puro habano.
-Tengo al chico perfecto para vosotros…
❖ ❖ ❖
Después de la llamada, Harry cerró la puerta con el mismo gesto medido con el que apuntaría con su arma.
-Acabo de recibir una llamada -informó rodeando la larga mesa repleta de sillas vacías- De Edward Ashcroft.
Arthur levantó una ceja, en un movimiento tan medido como sorprendido por aquella información.
-Pensé que el señor Ashcroft se había retirado de nuestras filas hace más de dos décadas.
-Efectivamente, asi es. Pero parece que no ha perdido la costumbre de meterse donde no lo llaman.
Harry se acercó a la mesa y le tendió su teléfono móvil a Arthur. En la pantalla podía verse una foto: El agente Reed Davies caminaba hacia su coche con gesto decidido en el parking de la sede del MI6.
Arthur miró la imagen unos segundos.
-¿Quién es?
En ese momento, Harry volvió a echar de menos a Merlín, seguro que su viejo amigo ya tendría una presentación preparada para la pantalla de la sala de reuniones después de haber realizado una exhaustiva investigación.
-Reed Grayson Davies. Actualmente, ex agente del MI6 desde hace poco más de media hora. Recomendado por Ashcroft. Según él, “el tipo de hombre que aún se pregunta si el deber y la moral deberían ir de la mano”.
Arthur tomó un sorbo de whisky y sonrió con esa mezcla de ironía y prudencia que solo él dominaba.
-Ah, un idealista. El tipo de candidato que nos da dolores de cabeza.
Harry respondió con un leve gesto, sin sonreír.
-Es posible. Pero ya conoces a Ashcroft. No suele equivocarse con la gente. Dice que el agente Davies perdió un compañero por seguir órdenes absurdas y que ha dejado el MI6 por principios.
-Principios -repitió Arthur, casi saboreando la palabra- Un lujo que rara vez sobrevive en nuestro negocio.
Dejó el vaso sobre la mesa con un leve golpe seco.
-¿Qué pretende que hagamos con él?
Harry se acomodó el nudo de la corbata.
-Observarlo. Evaluarlo. Ver si lo que le queda de convicción puede servirnos, o si lo quebró del todo. Necesitamos agentes, Arthur.
Arthur asintió lentamente.
-¿Quién llevará la evaluación?
-Llama a Ginevra. -Harry no dudó- Tiene buen ojo para distinguir a los soldados de los hombres con propósito.
Arthur sonrió apenas, complacido.
-Muy bien. Dígale a la agente Ginevra que actúe con discreción. Si ese tal Reed es tan íntegro como dice Ashcroft, no se dejará convencer fácilmente.
-La integridad se puede poner a prueba, Arthur.
-Y quebrarse. -Arthur lo interrumpió con calma- Asegúrese de que, si lo reclutamos, aún sepa en qué lado de la moral quiere pelear.
Harry inclinó la cabeza, cortés.
-Por supuesto.
Londres, The Prospect of Whitby
Sábado, 9:02 pm
La puerta se abrió de forma silenciosa, dejando entrar una ráfaga de aire frío y el sonido de la lluvia cayendo en el exterior, y se cerró con un sonido amortiguado.
Nadie prestó atención -salvo el camarero, que levantó la vista lo justo para ver entrar a una mujer joven, rubia y vestida con un elegante abrigo beige y guantes oscuros. Su cabello recogido en un moño bajo dejaba escapar algunos mechones rubios que enmarcaban un rostro sereno, demasiado sereno para aquel lugar.
Ginevra se quitó los guantes con una calma medida, y caminó hacia la barra. No parecía buscar a nadie, pero sus ojos azules y atentos se movían con precisión quirúrgica entre cada rostro, cada movimiento, cada silencio.
Cuando se sentó, lo hizo dos taburetes más allá del que ocupaba Reed, con la naturalidad de quien había hecho aquello más de mil veces.
-Un gin tonic -pidió al camarero con voz suave, educada y en sus labios una media sonrisa. Su acento era británico, pulido, el tipo de voz que parecía no alzarse nunca, pero que obligaba a escucharla.
Reed ni siquiera la miró. Llenó su vaso de nuevo, mientras Billy Joel seguía cantando desde la jukebox.
Ginevra giró levemente la cabeza hacia él, como quien observa sin querer hacerlo demasiado evidente.
-Curioso lugar para beber solo -comentó, como si hablara consigo misma.
Reed alzó una ceja sin apartar la vista del vaso.
-Curioso día para venir a hablar con un desconocido.
Ella dejó escapar una sonrisa breve, casi imperceptible.
-¿Y cómo sabe que he venido a hablar con usted?
-Porque no encaja aquí -replicó el ex – agente, alzando la mirada por primera vez. Sus ojos claros la recorrieron sin disimulo, pero no con interés, sino de forma medida y calculada- Su abrigo no es habitual en este barrio, y su perfume tampoco.
Ginevra sostuvo su mirada con serenidad, apoyando tranquilamente sus manos en la barra.
-Entonces, ¿qué clase de mujer cree que soy?
Reed terminó su whisky y dejó el vaso con un golpe seco.
-Del tipo que entra en un bar con un propósito. Nadie se viste así para escuchar a Billy Joel.
El camarero colocó el gin tonic frente a ella, y Ginevra lo agradeció con un gesto leve.
Luego bajó la voz, apenas audible entre las notas de Piano Man.
-Tal vez solo vine a comprobar si sigue creyendo que el mundo puede arreglarse con una pistola y una orden.
Reed frunció el ceño, el nombre de su pasado flotando sin pronunciarse.
-No sé quién es usted, pero no tiene pinta de periodista.
-No. Claro que no lo soy.
Ginevra tomó un trago de su vaso, pero sin apartar los ojos de Reed.
-Digamos que represento a… otra clase de servicio. Uno donde la moral no se mide en banderas.
El silencio se volvió más denso, cargado. Reed lo sostuvo un segundo antes de hablar:
-¿Qué es lo que quiere de mi…?
Ella dejó el vaso sobre la barra, sacó una pequeña tarjeta y la deslizó hacia él con la yema de los dedos.
Solo un número grabado y un emblema dorado: una K estilizada.
-Una oportunidad -respondió.
Se levantó, volvió a ponerse los guantes, y antes de irse añadió.
-Llámeme si alguna vez decide volver a creer en algo.
La puerta se cerró tras ella con un suave tintineo. Reed miró la tarjeta unos segundos, sin tocarla. Luego llenó de nuevo el vaso. Pero esta vez no bebió.