Amanecer, 1180 a.C. – Cerca de Micenas

El sol apenas asoma sobre las colinas cuando Persefone despierta con el canto de los pájaros y el rumor lejano de los pastores moviendo su ganado. Se incorpora sobre el lecho de lino áspero, aún adormilada, y se envuelve en su peplo, atándolo con cuidado en la cintura. Sus dedos huelen a hierbas secas: la lavanda y la salvia que usó la noche anterior para proteger los sueños.

Antes de que el calor abrace la tierra, sale al patio interior, donde su madre ya está moliendo grano en el mortero de piedra. Persefone la ayuda en silencio, sus pensamientos vagando como las hojas secas en el viento. Hoy es día de mercado, y tal vez, si los dioses lo permiten, encontrará más raíces de mandrágora o una tela que brille como las alas de Íris.

Después del desayuno —pan plano y miel, un poco de queso—, Persefone toma una cesta y camina por el sendero que bordea los campos de cebada. Conoce bien a las abejas que zumban cerca de los almendros y a las mujeres que tejen junto al pozo, riendo con historias de amores robados y señales del Olimpo.

En un rincón del huerto, se detiene. Una mariposa se posa sobre su muñeca y ella la observa, casi esperando un mensaje divino. Algunas la llaman "la hija de la tierra", otras murmuran que tiene el don de hablar con los espíritus de las estaciones. Persefone solo sonríe.

Más tarde, mientras el sol cae y los hombres regresan con peces y vasijas llenas de aceite, ella se sienta a la sombra del olivo viejo y canta. Su voz se mezcla con los ecos del mundo antiguo, entre la realidad y el mito, entre la muchacha que recoge higos y la reina que un día bajará al inframundo.

Pero eso… aún está por venir.