En un prado rodeado de árboles, una larga mesa se extendía por la penumbra.
Un mantel tan oscuro como la noche la cubría con elegancia, y la vajilla, decorada con la misma sobriedad, se veía invadida por pétalos rojos como si una lluvia carmesí hubiera caído de imprevisto.
Jean levantó la vista hacia el cielo.
El follaje de los ábedules era espeso y dominaba el firmamento. Pero el viento movía las ramas con parsimonia, permitiéndole observar el fenómeno que se desarrollaba frente a sus ojos. Tan hermoso que le hizo contener el aliento.
—Una luna de sangre —musitó.
Por un momento, en sus ojos azules solo pudo reflejarse un intenso rojo.
—Es impresionante, ¿cierto?
La repentina voz hizo que Jean buscara con la vista a esta persona, a quien, naturalmente, ya había reconocido.
—Conde Phantomhive —saludó Jean con el ceño fruncido. El susodicho le sonrió con su habitual expresión meliflua.
—No pareces feliz de verme —le respondió Ciel.
—No es eso —replicó con suavidad, volviendo a mirar el cielo. —Estoy sorprendido de verlo.
Luego, negó con la cabeza y añadió:
—En realidad, no sé por qué estoy aquí.
—¿No lo sabes? —Ciel entrecerró los ojos, viéndose sumamente divertido por una cuestión que Jean ignoraba, mirándolo con sincera confusión.
Para intentar ubicarse en el espacio, Jean comenzó a prestarle atención a su entorno.
Además de ábedules, había grandes fresnos rodeándolos como una muralla de la naturaleza, cuyas raíces eran tan colosales que se hundían en la tierra como los brazos de un gigante, sosteniendo la mesa, y por consiguiente, a ellos, en su palma.
El aroma terroso y herbal de los árboles se mezcló con algo dulce y metálico.
—Tal vez, si «él» te lo dice lo entenderás —dijo Ciel crípticamente. Su expresión, volviéndose tan seria que le generó escalofríos.
—¿Él? —susurró Jean, comprendiendo de inmediato.
A su lado, como si hubiera estado ahí sentado desde siempre, su padre lo observaba. Vestía como su hermano, con unos ropajes oscuros y refinados, diferenciándose de Ciel por el parche en su ojo izquierdo.
—Estás aquí porque es tu momento de despegar. De volar del nido —comenzó su padre. Acercándole una copa con un vino tan rojo como el cielo, como los pétalos en la mesa y como la luna sobre ellos.
Levantó la mano, bajo la mirada ansiosa de Jean, y se retiró el anillo de zafiro del dedo pulgar.
—Sé el águila que estás destinado a ser —continuó. Tirando el anillo en la copa como si este no significara la legitimidad de su nombre. —Toma lo que es tuyo.
Jean vaciló, observando cómo el anillo de plata se hundía en el espeso rojo.
El líquido ondulante reflejaba el rostro dubitativo de un niño.
—¿Esto es mío?
Los gemelos Phantomhive asintieron en sincronía.
Jean acercó los dedos a la copa con titubeo.
—Nunca dudes —lo aconsejó su padre, con ese tono que siempre usaba en sus lecciones. —El cazador no vacila, captura y domina a su presa.
—Que tus ojos no se vean cegados por la presa que pretendes capturar —se sumó Ciel con una sonrisa arrogante, levantando una copa y bebiendo un sorbo.
Jean agarró la suya. En sus manos se sintió pesada, y el aroma metálico comenzó a sentirse pútrido.
—No quiero beberla. No tiene buen aspecto.
—Bébelo —le insistió su padre.
Sus ojos azules eran duros y fríos.
—Este es el peso de ser un Phantomhive.
—¿Estás listo para ello? —lo retó Ciel al otro lado de la mesa. Su sonrisa se volvió condescendiente. —No tienes que hacerlo aún, tú lo sabes, ¿verdad?
Jean apretó los labios.
Su deseo siempre había sido este.
¿Por qué dudar en tomar lo que es suyo?
—No lo quieres —dictaminó su padre.
—¡Lo quiero!
—¿Qué quieres?
Jean volvió a mirar la copa.
—No lo sé.