Melinoë, diosa hecha de la luz más pura y la oscuridad más profunda, vagaba tranquilamente disfrutando del escándalo que su presencia generaba. Ladridos y llanto a su paso quedaban, confusión y miedo a cada simple paso de la espectral hija de Hades.

No lo podía evitar; vagar daba paz a su mente, la paz que les robaba a otros. Sin embargo, una emoción aún más fuerte llegó hasta ella. Una emoción cálida, tanto que casi la hizo temblar, despertando de su letargo de oscuridad y locura.

Se detuvo, poniendo atención a aquel llamado. Un llamado muy diferente a los que ella estaba acostumbrada. Aquella alma no gritaba con dolor y sus emociones no la llamaban con desesperación. La confusión se reflejó en el rostro cubierto por su velo divino.

Puso atención, dejándose guiar por aquella súplica. Escuchando con atención lo que aquella alma mortal le pedía. Entonces las palabras claras, como el agua del Estigia, llegaron a su mente. No era un llamado, ni era una súplica; era una plegaria, una dulce y devota plegaria, una plegaria a ella que llevaba dolor y locura.

Melinoë, hija del velo y el silencio, 

guardián de los que no encuentran paz,

si has de venir esta noche,

hazlo con ojos que comprendan, no que juzguen.

Si he de soñar,

que no sea solo el reflejo de mi miedo, 

sino su raíz…

para que, al despertar, 

sepa por qué aún tiemblo.

No me robes el juicio,

pero tampoco me dejes cuerdo si eso ha de condenarme.

Guía a los que me rondan,

esos que murieron con palabras sin decir,

y susurra por mí en el lenguaje que los vivos olvidaron.

Dame un suspiro de tu noche,

y a cambio,

te daré mi verdad más oculta.

Aquello había sido una oración, da devoción la fe mortal era aun mas poderosa que el miedo o el dolor, una plegaria con voz temblorosa, hecha no por cobardía, sino por sinceridad. No era un ruego por protección, ni una súplica para alejar el miedo. Era algo más raro. Más puro, algo que alimentaba diferente a cualquier dios.

Una mortal había llamado a la diosa de los fantasmas, las pesadillas y la locura, no para pedirle que se marchara, no para pedir misericordia, sino para pedir la verdad. Y eso sí que quebraba algo en la oscuridad que Melinoë llevaba consigo.

Ella apareció, como neblina que entra por la rendija de un sueño cerrado. Su silueta no impuso, pero tampoco pidió permiso. Cabello partido en blanco y negro, como el velo entre la vida y la muerte; ojos grises como el humo que queda cuando todo arde por dentro. Se inclinó con delicadeza sobre el cuerpo dormido.

La mortal, sin saberlo, le había ofrecido algo que los dioses rara vez reciben, confianza sin condiciones, fe ciega sin temor alguno y eso la conmovió.

Para muchos soy oscuridad, tormento y dolor... — Un suspiro escapó de sus labios, suave, apenas una brisa que movió las pesadillas en espera, conteniéndolas lejos de la joven que descansaba sobre su lecho.— Pero esta noche para ti seré luz, guía y consuelo...

Con suavidad estiro sus manos, traslucidas tocando, no solo su frente si no tambien su alma

¿Verdad? ¿Eso es lo que buscas… cuando podrías pedirme olvido? —susurró, su voz hecha de cenizas dulces y antiguas lágrimas. Ella la contempló con ternura melancólica. No humana, sino vieja, como quien a visto demasiadas vidas, demasiadas verdades y aun así no ha podido aprender a odiarlas. — Entonces te la daré… como solo yo sé darla. No será limpia. No será hermosa. Pero será tuya.

Y en su sueño, la mortal vio. Vio su propio reflejo sin máscaras, las cosas que había escondido de sí mismo. Vio memorias que había sellado con risa y orgullo. En el centro de todo estaba Melinoë, sentada iluminando la penumbra de aquel sueño con esa paz que le daba solo aquellos que la ganaban.

Esa noche no fue una pesadilla, fue un espejo, fue una confesión compartida. Y cuando el mortal despertó, con lágrimas saladas en las pestañas y una nueva calma donde antes había ruido… Melinoë ya no estaba.

Solo el leve perfume a incienso viejo. Y la certeza de que alguien lo había escuchado, no con oídos, sino con alma.