¿Qué día era hoy? Ah, cierto… lunes.
El cielo estaba despejado de aquella noche se lo recordaba de forma sutil. Era lunes. Ese mismo día se encontraba sola, batallando contra un caos interno que se le había ido acumulando sin tregua. Ese día, decidió subir al techo de su casa. ¿Por qué? La respuesta era sencilla. Se sentía abrumada. Era una sensación que conocía bien. Cuando aún vivía con sus padres, solía refugiarse en el jardín y recostarse junto a la fuente de piedra. El leve chispeo del agua la mantenía en una especie de vigilia lúcida, anclándola a la realidad mientras observaba el cielo estrellado y se preguntaba si todo aquello que sentía pasaría algún día. Si alguna vez dejaría de sentirse como un cartucho ardiendo por dentro, consumido desde su interior.
Esta vez no había fuente, pero sí un techo, una luna brillante y el silencio reconfortante de la noche. Había tomado prestada la escalera del vecino que estaba de viaje, convenciéndose a sí misma de que era un pequeño favor compartido entre almas desconocidas. Subió con cuidado, y una vez arriba, se acostó boca arriba sobre las tejas, estirando los brazos y las piernas. Respiró profundo. El aire nocturno estaba fresco, limpio, casi sanador. Cerró los ojos un momento, pero los recuerdos no tardaron en colarse por las rendijas del silencio.
Pensó en Elian.
Se preguntó qué habría sido de su vida si él no hubiera muerto aquel día. Si ella no hubiese corrido hacia el bosque, si no hubiese sentido la necesidad de huir de esa presencia oscura que la arrastró hacia lo desconocido. ¿Y si se hubiera quedado? ¿Y si hubiese hecho algo para detener el destino? Pero no… no podía volver el tiempo atrás. Solo podía cargar con las consecuencias. Y eso hacía.
Aunque, de vez en cuando, el peso era insoportable. Uno de los recuerdos más punzantes volvió sin ser invitado. Aquella tarde, cuando creyó que todo estaba en calma y bajó a la cocina por unas galletas, las preferidas de Elian. La casa estaba llena. Toda la familia reunida en la sala por alguna razón que en ese momento no le importó. Lo que no esperaba era escuchar lo que escuchó desde el rincón donde se había detenido sin querer, al borde de la puerta entreabierta.
—No me juzguen por lo que voy a decir… pero hubiera sido mejor que Nyssara se hubiera ahogado en el río —la voz de su madre, Martha, era clara, cargada de un resentimiento que desgarró el alma de la niña— Elian tenía mucho futuro. Era un chico brillante… Y sobre todo, no tenía esa tontería en la cabeza de ver cosas como Nyssara. Ella es tan rara. Sé que es mi hija, pero a veces… a veces quisiera que no lo fuera.
El corazón de Nyssara se detuvo un segundo. Su madre… ¿de verdad había dicho eso?.
—Martha, no puedes expresarte así de tu hija. Sé que estás dolida, pero es tu hija —la tía Kariana, siempre la voz sensata, salió a defenderla.
Pero su madre no cedió.
—Tú lo dices porque no tienes una hija que está loca. Nyssara está enferma. Las pesadillas, eso de que ve a los muertos… Ella no está bien. Nunca lo ha estado- La voz de su padre, George, se escuchó apenas.
— George, creo que deberías sacar a Martha a tomar aire. Está muy tocada con todo esto. Nyssa podría escuchar y...- Kariana habló de nuevo pero no terminó la frase. Porque Martha estalló.
—¡Que lo escuche si quiere! ¡No me importa! ¡Todo es su culpa! ¡Es una niña maldita!- El grito resonó como una campana de muerte. La atención de todos los presentes se dirigió a la sala, y Nyssara, con las galletas temblando entre sus manos, retrocedió en silencio, tragándose el llanto, sintiendo cómo algo se rompía dentro de ella.
Y ahora, años después, aún podía escuchar esas palabras como si hubieran sido ayer. Desde el tejado, observando el cielo, Nyssara no lloró. Ya no quedaban lágrimas para eso. Solo un silencio profundo, acompañado por la luna que parecía recordarle que aún seguía viva… aunque no sabía exactamente por qué. Quizás solo por Elian. Por su memoria. Por el eco de una promesa nunca pronunciada. O tal vez, simplemente porque nadie se ha atrevido a detenerla aún.
Y entonces lo sintió.
No fue un pensamiento, ni un recuerdo. Fue algo más. Una presencia sutil. Como si el aire hubiera cambiado de densidad a su alrededor. Una ráfaga suave y cálida rozó su piel, acariciando su mejilla con la delicadeza de una mano conocida. Nyssara abrió los ojos de inmediato y giró la cabeza, buscando con la mirada entre la oscuridad de la noche, entre sombras y tejas, pero no había nadie. Absolutamente nadie.
La brisa volvió a soplar, esta vez más intensa, como un abrazo invisible que rodeó su cuerpo entero. Cerró los ojos de nuevo, y por un segundo, fue como si él estuviera allí con ella, como si sus brazos la envolvieran desde atrás, como tantas veces cuando eran niños y él la protegía de las pesadillas o del frío del invierno. No había palabras, pero no las necesitaba. Elian siempre fue ese tipo de alma tranquila, segura, presente. Incluso en su ausencia.
—Lo siento —susurró, con los labios temblorosos— Por haber corrido al bosque. Por todo… - El viento pareció calmarse entonces, como si respondiera con un "No fue tu culpa."
Se incorporó lentamente, sentándose sobre las tejas con las piernas cruzadas. Desde allí, el mundo parecía pequeño. Las luces del pueblo parpadeaban a lo lejos, indiferentes al dolor o la memoria. Pero en ese tejado, con la luna como único testigo, Nyssara se permitió una tregua. Tal vez, en las noches como esta, cuando la culpa era insoportable y el corazón dolía de tanto recordar, él regresaba… aunque solo fuera como una ráfaga de viento. Y tal vez, solo tal vez… eso era suficiente para no rendirse. A paso lento se levantó de su lugar y piso mal casi rebelándose, aunque llego a sujetarse y ponerse "segura", lo cual hizo reír sutilmente.
- Mierda...me hubiera soltado. Deje escapar una oportunidad- Soltó a modo de broma.