La historia de Adrián Salvatore está escrita con las cenizas de una infancia rota. Bastardo de nacimiento, hijo de un amor prohibido entre el rey Alistair Salvatore y una mujer que jamás tendría lugar en la corte, Adrián vino al mundo con una mancha invisible que nadie le dejaría olvidar. Desde pequeño entendió que no todos los hijos nacen con el mismo derecho a ser amados. Su existencia era incómoda. Para la nobleza, una vergüenza; para su padre, una responsabilidad que prefería evitar.
Durante los primeros años de su vida, Alistair estuvo presente de forma intermitente. Llegaba en silencio, se iba sin dejar huella. Nunca fue un padre afectuoso ni presente, y mucho menos un modelo de ternura. Adrián lo miraba con la esperanza torpe de un niño que anhela aprobación, pero solo encontraba juicio. Cada encuentro estaba marcado por una exigencia cruel, por palabras duras que lo encogían por dentro: "¿Cómo un hijo mío puede ser así?" o "Esperaba grandes cosas de ti." Adrián lo intentó todo. Se esforzó, se calló, se mantuvo firme, pero nunca fue suficiente. Nunca vio una sonrisa sincera, nunca escuchó un “estoy orgulloso de ti”. En su mente, su padre era una figura lejana, casi mitológica, más castigo que guía. Aquel hombre jamás fue un refugio; fue una meta imposible.
Y entonces, llegó la noche que selló todo.
La Gran Guerra había estallado. El caos devoraba las fronteras del reino. Una noche, cuando Adrián tenía apenas cuatro años, su padre apareció de nuevo. Pero no vino a salvarlos. No vino por ellos. Venía cargando a una niña pequeña en brazos: Alía, su hija legítima. Su media hermana. No les dio explicaciones, no ofreció consuelo. Solo los miró con esa misma mirada impasible, y le dijo a Adrián una frase que se incrustaría como un hierro caliente en su memoria: “Sé el hombre de la casa… cuida de tu hermana.” Luego se marchó con Alía, y nunca volvió.
El abandono no fue simbólico. Fue real, brutal. Unas noches después, los elfos oscuros encontraron el hogar de Adrián y Adriana. Lo quemaron todo. Su madre murió entre las llamas. Los gemelos apenas escaparon con vida. Heridos, asustados, solos. Vagaron entre ruinas, se perdieron entre huérfanos y escondieron su sangre real como si fuera un pecado. Adrián, aún un niño, cargó con la promesa impuesta por su padre. Se convirtió en protector, en vigilante, en todo lo que un hijo no debería ser tan pronto. Se tragó las lágrimas, apagó la niñez, y cuidó de su hermana con una determinación nacida no del amor paterno, sino de su ausencia.
Pasaron los años. La guerra cambió rostros, nombres y destinos. Y cuando Alía, ya convertida en mujer, reconquistó el trono, encontró a los gemelos y los llevó al castillo. Les dio un lugar, los reintegró a la familia real… aunque no eran hijos de la reina, ni tampoco fueron plenamente aceptados por todos. Muchos nobles murmuraban, cuestionaban su lugar. Pero el pueblo, al menos, encontraba consuelo en ver a Alía como reina. Era sabia, fuerte, y su presencia traía estabilidad. Mientras Alía reinara, todo estaba en orden. Adrián y Adriana eran solo príncipes, figuras decorativas para muchos.
El verdadero conflicto surgió cuando Alía partió.
Dejó el reino bajo el mando de Adrián, por decisión directa. Y aunque algunos apoyaron la sucesión, gran parte del pueblo y la nobleza vieron con recelo que un hijo ilegítimo, bastardo, ocupara ahora el trono que antes solo podía sostener una heredera “legítima”. Las dudas se sembraron rápido, las críticas no tardaron. No era una revolución contra su liderazgo, sino contra su existencia. No bastaba con que Adrián fuera capaz. Tenía que ser perfecto… para probar que era digno.
Y allí, sentado en un trono que parecía hecho de juicio, Adrián recordó todo lo que su padre alguna vez le exigió. Las palabras duras, la mirada fría, el mandato imposible. El niño que nunca recibió un “estoy orgulloso” ahora debía gobernar un reino entero sin esperar una sola muestra de aceptación.
Hoy, Adrián no es un príncipe esperando lugar. Es un rey forjado en las llamas del abandono, la guerra y la duda. Un hombre que creció en la sombra de un padre severo, que cuidó de su hermana cuando era apenas un niño, y que ahora cuida de un reino que aún no termina de decidir si lo merece. Pero él no gobierna por aprobación. Gobierna porque sobrevivió. Porque resistió. Porque nadie más puede.
Adrián no es el reflejo de su padre. Es todo lo que su padre nunca supo ser.