El Olimpo rugía cada vez que su pie lo tocaba. Así era al principio. Los truenos eran su voz. El cielo, su trono. Los dioses lo seguían, los hombres lo temían, y las nubes se abrían solo para él. Zeus, rey de reyes, padre de la tormenta, hijo del Titán que devoraba y hermano de la noche y del abismo. Pero incluso los cielos tienen límites. Y él, alguna vez, los ignoró. Hoy el trono sigue allí. Vacío a ratos. Pesado. No porque falten guerras o plegarias… sino porque algo dentro de él se ha apagado.

No fue una batalla, ni una traición. No un rayo extraviado ni una afrenta de los mortales. No. Fue el orgullo. Ese que lo empujó a conquistar hasta lo que no debía. A hablar cuando debía escuchar. A imponer cuando pudo construir. Zeus aún camina entre nubes. Pero ya no siempre las controla. A veces, en la cima del monte, el silencio le pesa más que el trueno que solía cargar como cetro. Recuerda los días en que sus hermanos lo desafiaban, no con odio, sino con pasión. Cuando Poseidón rugía por los mares y Hades lo miraba con la oscuridad justa para mantener el equilibrio. Hoy, todos cumplen con sus dominios… pero no le preguntan nada. Y él tampoco responde. A veces se pregunta si el poder absoluto trae respeto… o solo distancia.

El primer presagio no fue una guerra. Fue una oración. Una niña mortal, bajo una lluvia persistente, le pidió ayuda. No para ella. Para su madre. Zeus la escuchó. Era hermosa. Valiente. Luminosa. Y no hizo nada. Porque no era su deber directo. Porque la lluvia era suya, sí, pero la tierra era de otros. Porque había otras cosas… más urgentes. Más divinas. La niña murió tres días después, sin saber que el mismísimo rey del cielo la había oído. No fue culpa suya. Pero… ¿y si sí? Desde entonces, cada oración se volvió un eco más amargo.

Durante siglos, Zeus pensó que debía ser duro para que el Olimpo se mantuviera firme. Que el fuego del rayo era más útil que una palabra amable. Que ser temido era más eficaz que ser amado. Y sí… funcionó. Durante milenios, los dioses caminaron derechos. Los titanes no volvieron. Las estrellas se alinearon. Pero en la cima de todo, él se quedó solo. No por traición. No por odio. Por elección. Porque creyó que no necesitaba a nadie.

No fue un hijo. No fue un amante. No fue una batalla. Fue la capacidad de maravillarse. Zeus, el primero en ver los cielos, dejó de admirarlos. Dejó de bajar a la Tierra a sentir el barro entre los dedos. Dejó de reír con los humanos en sus tabernas. Dejó de preguntar… por qué. Ahora lo sabe. No era el cielo lo que perdió. Era el asombro. El fuego que lo convirtió en dios.

Hoy Zeus baja más seguido a la tierra. No como toro. No como cisne. No como trueno. Camina. Solo. Como un hombre. Mira el mar sin convocarlo. Elige no hablar cuando alguien grita al cielo. Deja que las tormentas se formen solas, a veces. Porque finalmente entendió: no todo se debe controlar. No todo se debe poseer. Algunas cosas… deben ser vistas, acompañadas, respetadas. Como el amor. Como la fe. Como el silencio.

No ha abdicado. Zeus sigue siendo el rey. Pero ya no desea la obediencia. Busca algo más difícil. La comprensión. Y tal vez algún día, el cielo vuelva a temblar por su paso. No por miedo… sino por gratitud. Hasta entonces, camina. No para conquistar. Sino para recordar lo que el trono no puede dar: el valor de aquello que se ama antes de perderlo.