Semana 1 despues que Alexa se fue
Daniel no recordaba lo que era dormir. O, mejor dicho, recordaba demasiado bien lo que significaba dormir cuando Alexa estaba ahí. Su hermana siempre había sido su refugio en las noches en que las pesadillas lo asaltaban, cuando el miedo se filtraba entre las sombras y lo hacía sentir pequeño, vulnerable. Ella era quien le susurraba palabras tranquilizadoras, quien cantaba hasta que su respiración se acompasaba con la de ella, quien le recordaba que no estaba solo.
Pero ahora estaba solo.
Cada noche era un tormento. Cerraba los ojos y veía su silueta desaparecer, veía el eco de su risa desvaneciéndose en el aire, sentía su ausencia como un vacío que nada podía llenar. Y cuando el sueño finalmente lo alcanzaba, lo hacía con imágenes de ella alejándose, de su voz llamándolo desde un lugar inalcanzable, de un silencio insoportable que lo hacía despertar de golpe, cubierto de sudor y con el corazón latiendo frenéticamente en su pecho. Y no había nadie para calmarlo. No había nadie para cantarle hasta que pudiera volver a dormir.
Los días no eran mejores. Todo a su alrededor parecía seguir adelante, como si la ausencia de Alexa no hubiera dejado una herida abierta en la casa, en la aldea, en él. Pero Daniel lo veía en los susurros, en las miradas esquivas, en la forma en que nadie pronunciaba su nombre en voz alta. Lo sentía en la manera en que sus padres evitaban mirarlo directamente, como si temieran encontrar en sus ojos la misma pregunta que él se hacía cada segundo del día: ¿Por qué?
Intentó buscar respuestas. Recorrió cada rincón donde ella solía estar, como si pudiera encontrar un rastro, una señal, algo que le dijera que no se había desvanecido como un espejismo. Pero su cuarto seguía vacío, las sábanas comenzaban a perder su aroma y el frío de la ausencia se instalaba en cada esquina.
Y él… él se estaba desmoronando.
El cansancio pesaba sobre sus hombros como una losa. Cada día que pasaba sin dormir lo hacía sentir más débil, más roto, más al borde de algo de lo que no sabía si podría regresar. Se tambaleaba por la casa como un espectro, con los ojos hundidos, la piel pálida y las manos temblorosas. El hambre ya no importaba. La sed era apenas un murmullo lejano. Solo existía el vacío, la ausencia, la insoportable realidad de que Alexa no estaba ahí.
Esa noche, incapaz de soportarlo más, cayó de rodillas en el suelo de su habitación. No lloró al principio. Solo respiró, de manera errática, sintiendo cómo el peso de la soledad lo aplastaba desde adentro. Sus dedos se aferraron a su propio pecho, como si pudiera sostenerse a sí mismo, como si pudiera evitar que el dolor lo destrozara por completo. Pero no podía. No podía.
Un sollozo rasgó su garganta, un sonido inhumano, quebrado, como si su cuerpo entero se estuviera partiendo en pedazos. Y luego otro. Y otro. Pronto, estuvo gritando en medio de la oscuridad, sin importarle si alguien lo escuchaba, sin importarle nada más que el abismo que se abría bajo sus pies.
—Alexa… —su voz era apenas un lamento ahogado—. Alexa… por favor…
Pero no hubo respuesta. No hubo brazos que lo abrazaran, ni palabras que calmaran su angustia. Solo él, solo su dolor, solo la noche interminable devorándolo todo.
Y cuando el llanto cesó, cuando ya no quedó nada dentro de él más que un cansancio absoluto y desesperado, se dejó caer de lado en el suelo, con la respiración entrecortada, los ojos enrojecidos y la garganta ardiendo.
El sueño lo encontró ahí, en el suelo frío, en la miseria absoluta de su pérdida. Pero no fue un alivio. No fue descanso.
Solo fue otra forma de seguir cayendo.