Thanatos nunca había sentido nada. No sabía lo que era la alegría ni el dolor. Era solo un eco de lo inevitable, una sombra sin principio ni fin. Pero aquella noche, en el último suspiro de una mujer cuyo corazón latía con una calma desconocida, algo cambió.
Ella no temía la muerte; en cambio, le ofreció un regalo imposible. Un recuerdo.
Cuando tomó su mano, el dios vio a través de sus ojos lo que jamás había sido suyo. La caricia del sol sobre la piel, la brisa danzando entre los árboles, una lágrima derramada en una despedida. Pero, entre todo aquello, hubo algo que lo estremeció de una forma que nunca había experimentado.
Un niño.
Era pequeño, con mejillas sonrojadas por el frío, corriendo entre la hierba alta con los brazos abiertos, como si pudiera abrazar el cielo. Su risa... su risa era pura, sin miedo, sin peso. Thanatos sintió aquel sonido atravesarle como un rayo. Nunca había escuchado algo tan lleno de vida. Nunca había sabido lo que era desear algo.
El niño corría hacia una mujer —la misma mujer— y se lanzó a sus brazos con un amor tan real que el dios de la muerte sintió que su existencia vacía se resquebrajaba.
Por un instante, Thanatos ya no fue un espectro. Fue un ser con una emoción dentro de él, algo que no tenía nombre, pero que dolía y ardía al mismo tiempo.
Cuando la mujer cerró los ojos y él cumplió con su deber, una parte de él quiso resistirse, quiso aferrarse a aquel recuerdo que no le pertenecía. Porque ahora sabía lo que había perdido.
Desde ese día, cuando el mundo duerme, él busca en el viento aquella risa infantil. Pero el viento nunca le responde.