Un grito... Oscuridad... Fuego... Susurros que se vuelven llamados, discusiones en mi mente, súplicas que... No sé qué es cerrar los ojos y dormir, no sé cómo funciona el silencio que obtienen mortales y dioses al cerrar los ojos para dormir. Al despertar, escucho susurros, veo almas que nadie más puede ver. Y en las noches, cuando quiero dormir, solo puedo sentir cómo mi cuerpo es arrastrado por los miedos mortales, con sus sueños oscuros que me llaman al reino onírico.

El Inframundo tiene esquinas que ni los mapas de Hades se atreven a trazar. Lugares donde el tiempo se cuelga como una telaraña mal tejida y el olvido gotea, constante, sobre las piedras. Yo conozco bien esos sitios, velados incluso a los ojos de los dioses, ocultos para aquellos que no gozan de mi dualidad. Allí, donde ni las Parcas hilan ni Caronte rema, se dice que habitan los locos: no los castigados, no los culpables... sino los que murieron con la mente rota y el alma aún cantando.

Yo, la diosa de los rotos, de los perdidos, de los que vagan sin paz ni dolor. Yo, la que camina entre el juicio y la bruma, soy la única divinidad que pone pie en aquel sitio sin desvanecerse. En aquellos rincones oscuros llenos de lamentos, a las orillas del Cocito. En las ardientes súplicas del Tártaro que quemarían a cualquiera que no estuviera listo para oír sus propios miedos.

A veces voy descalza, para sentir la piel de la tierra gritar bajo mis pasos. A veces voy cubierta con un velo tan tenue como el recuerdo de una caricia. Pero siempre voy sola, y con mi presencia despiertan los susurros, y a mis pasos los siguen los olvidados.
Los eruditos creen que son ecos sin sentido. Pero aquellos que han tenido el privilegio, o la condena, de escuchar lo que yo escucho saben que no son ecos, son versos. Fragmentos de memorias quebradas que aún intentan rimar su dolor con el universo.
Esa noche, cuando caminaba sin rumbo, solo escuchando, solo buscando, los susurros me recibieron:

“En casa me esperaban con voz de santa, pero hallé la guerra bajo la manta…”
“Mi madre decía que era bella, pero en el pozo ya no hay estrella…”
“Fui niño sin cariño ni guiño, me tiño de sombra, sin aliño…”
“Me arrancaron de flor y amor, me dejaron solo con el horror…”
 
Mi andar se detuvo. Cerré los ojos. Las voces no me hablaban a mí en aquella ocasión, sino a través de mí. Se hablaban entre sí. Y sin embargo, algo en mi esencia absorbía cada palabra como si fuera mía, como si fuera dueña de cada susurro y recuerdo de aquellas almas rotas.
 
“Vi el cielo, soñé el vuelo, pero mi alma cayó en el hielo…”
“Ofrecí mi mano, obtuve un puñado… de nada.”
 
Yo solo los escuché sin interrumpir, como un altar que no juzga los rezos que lo mancillan. Y entonces, entre los cantos, una sola voz, más antigua, más clara, rompió el conjunto:

“Tú, que escuchas sin temor, ¿nos das tu favor? ¿Nos devuelves el pudor… o solo más horror?”

Abrí de golpe los ojos como si con eso pudiera callar las voces, mi cabello bicolor brilló como noche y luna. No podía salvar a los que no querían ser salvados, ni ayudar a los que no entendían que no podían ser ayudados si ellos no se ayudaban primero. Y respondí con un susurro:

—No vine a curarlos. Ni a redimirlos. Solo a recordarles que existen. Que aún hay oídos en el abismo.
 
“Y si un día olvido quién fui… ¿Tú me recordarás Melinoë?”

Una figura caminó entre ellos, con el mismo paso con que se camina un cementerio donde todas las lápidas respiran. La respuesta fue:

—No recordaré tu nombre… pero recordaré tu verso. Eso es más de lo que muchos vivos pueden prometerse entre sí.
 
Esa noche, en el Cuenco del Murmullo, los espectros rieron. Rieron de forma rota, como vidrios en cascada. Y yo reí también.
Porque en ese lugar, donde ni los dioses se asoman, los locos murmuraban… y alguien por fin los escuchaba.