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La ciudad zumbaba en la distancia mientras Brooke caminaba con paso nervioso, abrazando su chaqueta delgada contra el viento nocturno. El papel que llevaba doblado varias veces en el bolsillo temblaba con cada latido de su corazón. En él, una dirección: “Calle Séptima, 218. Club Nocturno Lueur Rouge”. Era la tercera vez que caminaba por esa calle, y la tercera vez que se quedaba parada frente a esas luces de neón rojas que parpadeaban con una sensualidad descarada. Pero esta noche era diferente. Esta vez no venía a mirar… venía a demostrar.

 

Al entrar, una atmósfera cálida y cargada la envolvió de inmediato. El perfume embriagador de maquillaje, licor caro y humo flotaba en el aire como una promesa. Brooke avanzó con pasos medidos, sintiendo que cada mirada se le clavaba en la espalda. Un hombre alto, de traje impecable y con una barba recortada al detalle, se acercó desde la barra.

 

—Tú debes ser Brooke —dijo con una voz grave, pero sin agresividad—. Soy Marcel, el dueño. Llegas justo a tiempo.

 

Brooke asintió, la timidez casi ahogándola, pero no retrocedió. Marcel la observó por unos segundos que parecieron eternos, con una mirada afilada, como si pudiera ver más allá de su ropa sencilla y sus gestos nerviosos. Luego asintió hacia el pasillo que llevaba a los camerinos.

 

—Ve a cambiarte. Te quiero ver en el escenario en quince minutos.

 

El camerino estaba lleno de luces, risas y brillos. Las chicas, vestidas con trajes de lentejuelas y medias de red, la miraron de reojo. Algunas le sonrieron con una especie de bienvenida silenciosa; otras ni siquiera se molestaron. Brooke se vistió en silencio, su reflejo en el espejo revelando una mezcla de miedo y determinación. El vestuario que le dieron era sencillo comparado con los de las otras, pero no importaba. Esa noche no competía con nadie. Sólo tenía que probar que pertenecía allí.

 

Cuando las luces del escenario la bañaron, por un momento se congeló. Pero entonces comenzó la música, y su cuerpo, casi por instinto, empezó a moverse. No tenía la experiencia técnica de las demás, pero algo en ella brillaba: una honestidad cruda en sus movimientos, una necesidad. Su danza no era perfecta, pero tenía alma. Y eso... eso se notaba.

 

Detrás del escenario, Marcel la observaba con los brazos cruzados. No dijo nada mientras ella regresaba al camerino, todavía jadeando, con las mejillas encendidas por la mezcla de adrenalina y vergüenza. Pero cuando por fin se le acercó, su expresión no era dura.

 

—No eres una profesional —dijo, directo, pero sin crueldad—. Pero lo que tienes, no se enseña. Se siente. Y eso… es raro. Estás contratada.

 

Brooke sintió que el mundo se detenía por un momento. No sonrió, no lloró, pero asintió con la cabeza mientras el corazón le martillaba el pecho.

 

Esa noche, cuando volvió a casa, su madre ya dormía. Todo parecía normal, como si el mundo no hubiera cambiado. Pero Brooke sabía que algo en ella sí lo había hecho. Miró por última vez el vestuario en su bolso escondido y lo guardó con cuidado, como quien protege un secreto frágil pero vital.

 

Nadie podía saberlo. Y aun así… nunca se

 había sentido más viva.