Sophie se levantó temprano, antes de que sonara la alarma. El sol apenas asomaba por la ventana, y su pequeña habitación seguía envuelta en una suave penumbra. Se sentía nerviosa, sí, pero también emocionada. Era su primer día en la universidad. Un nuevo comienzo.
Se vistió con el uniforme que su agente le habia pasado para el lugar donde iba a estudiar y sus zapatos recién lustrados. Se peinó con paciencia y por un momento se pensó en trenzar su pelo, pero al final decidió no hacerlo. Quería pasar desapercibida. No como princesa. Solo como Sophie Park, estudiante extranjera.
Se miró al espejo antes de salir. Sonrió. A pesar de todo lo que había perdido, hoy era un paso hacia adelante.
—Puedo hacerlo —murmuró.
Y con esa pequeña promesa, cerró la puerta.
( ⏰ )
El campus de la universidad vibraba con vida, con risas, pasos apresurados, y el constante murmullo de conversaciones que Sophie apenas lograba seguir. Sus zapatos —elegantes, aunque discretos— no hacían el mismo ruido que las zapatillas sucias y arrastradas de los demás estudiantes. Se movía por los pasillos con la espalda recta, los hombros tensos, y las manos firmemente entrelazadas frente a su falda, como le habían enseñado. Como si siguiera en palacio.
Pero esto no era palacio.
Las aulas eran frías y grises. Nadie saludaba con reverencias, nadie abría la puerta para ella. A nadie le importaba si se perdía en el laberinto de pasillos, si no sabía cómo funcionaban las máquinas de café o por qué todos llevaban mochilas llenas de pegatinas y desorden. Sophie —antes Anneliese— no entendía qué hacía mal, pero parecía que lo hacía todo mal.
— ¿Pero esta tía se cree que está en historia contemporánea? —susurró una chica con risa aguda, apenas contenida.
— ¿Y esa forma de hablar? ¿Acaso vive en el siglo XIX? — Añadió otro, imitando su acento elegante con una burla burda.
Sophie bajó la mirada. No respondió. Las palabras se clavaban, y aunque su entrenamiento le enseñó a soportar la presión con gracia, a disimular la vergüenza tras una sonrisa impecable… no estaba preparada para esto. No para la crueldad casual. No para las risas a sus espaldas cuando confundía una tarjeta de estudiante con una tarjeta de crédito. O cuando se emocionaba al ver cómo funcionaba un ordenador.
— ¿Y esta qué se cree? ¿Kate Middleton? —alguien murmuró, entre risitas.
— No, peor. Se cree especial. No sé por qué, si es una rarita. —
“Rarita”. Esa palabra rebotó en su mente mientras apretaba los labios, luchando contra el temblor en la comisura.
Nadie sabía quién era en realidad. Nadie podía saberlo. Era Sophie Park, una estudiante extranjera con un pasado normal y una familia viva y bien. Esa era la historia que tenía que mantener. Aunque por dentro, su corazón dolía con un peso imposible de ignorar. Pensar en sus padres… su reino… su gente… la incertidumbre de no saber si estaban vivos o muertos. Todo eso quemaba más que cualquier insulto.
Al final del día, con la espalda pegada al frío azulejo de los baños del campus, Sophie se dejó caer. Cruzó los brazos sobre las rodillas, enterró el rostro en ellos, y lloró. Silenciosamente. No con sollozos, no con desesperación ruidosa, sino con lágrimas suaves y silenciosas que caían una tras otra, como una confesión muda. No podía permitirse ser débil en público. Ni podía revelar que dentro de esa estudiante confundida vivía una princesa exiliada. Solo ahí, entre los ecos huecos del baño de chicas, podía permitirse ser Anneliese, y quebrarse.
Y así lo hizo.