A veces pienso que soy dos personas.

Una es la que los demás ven: el cantante discreto, el hijo que cuida a su madre enferma, el hombre que sabe cómo moverse sin hacer ruido.

La otra… la otra es más difícil de explicar.

No sé qué soy exactamente.

Nunca he tenido respuestas claras.

Sólo sé que desde que tengo memoria, hay algo dentro de mí que no pertenece a este mundo.

Algo que no controlo del todo.

A veces es un susurro apenas perceptible: una corriente subterránea que recorre mi piel cuando alguien se acerca demasiado.

Un reflejo, un instinto.

Una atracción que no pido.

Un peligro que no busco.

Otras veces es más fuerte.

Una vibración en el aire.

Un eco que altera las emociones, que deshace defensas con solo una mirada, que puede calmar o destruir según como respire.

No es algo que quiera usar.

No es algo que haya elegido.

Viene conmigo.

Como una sombra.

Como una segunda piel.

He visto a personas rendirse sin saber por qué.

He sentido su deseo, su necesidad de acercarse.

Y he visto también el miedo en sus ojos cuando no pueden entender qué los atrae.

Ni yo mismo lo entiendo.

Mi madre nunca ha hablado de mi padre.

Sé que fue alguien que pasó como un viento tempestuoso, alguien que no debía quedarse.

Supongo que este fuego silencioso que arde dentro de mí viene de él.

No me siento orgulloso de esa parte de mí.

No la celebro.

No la odio.

Solo intento vivir con ella.

He aprendido a callarla, a contenerla, a disfrazarla entre canciones y silencios.

A no usarla, a no depender de ella.

Pero a veces, cuando la noche es demasiado larga y el peso del mundo cae más fuerte sobre mis hombros, siento que esa parte gana terreno.

Que avanza, lenta, implacable.

Y temo el día en que deje de poder contenerla.