Nunca soñé con este mundo.

Cuando era niño, pensaba que los escenarios eran mi destino.

Que las canciones que mi madre cantaba mientras cocinaba serían también las mías algún día.

Que los acordes bastarían para sostenernos.

No fue así.

La vida no pregunta.

La vida exige.

Cuando ella enfermó y la música se apagó en nuestra casa, entendí que las melodías no llenan platos vacíos, ni pagan facturas de hospitales.

Entendí que el amor no siempre alcanza.

Así que busqué otra forma de traer dinero a casa.

No fue una elección brillante ni heroica.

Fue necesidad.

Pura y simple.

La mafia no me heredó su apellido ni su linaje.

Me heredó su exigencia.

Aprendieron rápido quién era yo.

Qué podía ofrecer. Qué podía hacer.

El don que no pedí —esa herencia inquietante que corre bajo mi piel— era más valioso que cualquier otra moneda.

No soy un soldado.

No soy un asesino.

Soy un arma de otro tipo.

Mi voz altera emociones, despierta recuerdos enterrados, arrastra voluntades.

Mi canto no solo calma: puede hacer que un enemigo baje la guardia o que un traidor olvide sus miedos.

A veces basta con que escuchen.

Si las palabras no alcanzan, hay otros métodos.

El contacto, el roce mínimo: basta un instante para abrir grietas invisibles en almas que creían ser de piedra.

He visto a hombres rendirse sin saber por qué, aferrarse a mí como si pudiera salvarlos, sin entender que no prometía redención.

Cuando eso falla, están los sueños.

Sé cómo entrar en ellos.

Cómo sembrar miedo, cómo sembrar deseo.

Cómo desgastarlos lentamente desde adentro, noche tras noche, hasta que despiertan dispuestos a cualquier cosa para que los deje en paz.

No necesito violencia.

Mi aura hace el trabajo antes de que yo diga una palabra.

Ellos sienten la perturbación en el aire, la atracción que no pueden explicar, el vértigo de estar cerca.

Caen, uno tras otro.

No me siento orgulloso.

No lo reniego.

Simplemente lo hice.

Porque no había otra forma de salvar lo que amaba.

Ahora, miro atrás y no sé dónde quedó la línea entre lo que fui y en lo que me he convertido.

Sobre el escenario, el mundo parece limpio, sencillo.

La música aún puede hacer que el dolor retroceda unos pasos.

Pero cuando bajan las luces, cuando dejo de ser BLUEVEIL y vuelvo a ser Haneul, sé bien que cargo más que canciones en el alma.

Cierto tipo de oscuridad no te abandona.

Se queda ahí, como una deuda que jamás terminan de cobrarte.

Y aunque a veces, solo a veces, sueño con una vida distinta, sé que esas son solo melodías para dormir.

La realidad… siempre ha tenido un precio.

Yo simplemente aprendí a pagarlo.