(Lucha consigo mismo)

 

Había rincones en el Inframundo donde ni los ecos se atrevían a quedarse. Él eligió uno de ellos esa noche. Un altar olvidado, cubierto de ceniza, sin ofrendas ni plegarias. No para rezar. Solo para callar todo lo demás.

Se sentó en el borde de la piedra, la espalda encorvada, las manos sobre las rodillas como si cargaran algo invisible pero insoportable. La oscuridad era espesa, pero no más que su pensamiento.

—¿Cómo se deja de ser la sombra que siempre estuvo ahí? —susurró, como si el aire pudiera responder.

Melinoë.

El nombre mismo quemaba. No por rabia ni vergüenza. Por amor. Uno demasiado intenso para contenerse y demasiado peligroso para liberarse.

La había visto crecer. La había escuchado dudar. Luchar. Reír. Maldecir. Había sido testigo de los días en que su mirada se alzaba con la misma furia que él solía tener. Y también de las noches en que esa llama titilaba, frágil, como si un soplo bastara para extinguirla.

—Eres mi hermana… y aún así no te pertenezco —tragó saliva—. No soy tu guía, ni tu límite, ni tu héroe.

Pero los viejos hábitos eran dagas enterradas hondo.

Él había vivido su propia condena: el peso de ser sobreprotegido, vigilado, moldeado. Sabía lo que costaba respirar bajo las decisiones de otros. Bajo los mandatos de los que "sabían más". Y ahora... ahora el miedo le empujaba a hacerle lo mismo a ella.

“𝑵𝒐 𝒗𝒂𝒚𝒂𝒔 𝒂𝒍𝒍𝒊, 𝑴𝒆𝒍.” 

“𝑻𝒆𝒏 𝒄𝒖𝒊𝒅𝒂𝒅𝒐 𝒄𝒐𝒏 𝒕𝒂𝒍 𝒅𝒊𝒐𝒔, 𝑴𝒆𝒍.” 

“𝑵𝒐 𝒉𝒂𝒃𝒍𝒆𝒔 𝒄𝒐𝒏 𝒕𝒂𝒍 𝒗𝒐𝒛, 𝒏𝒐 𝒕𝒐𝒎𝒆𝒔 𝒆𝒔𝒆 𝒄𝒂𝒎𝒊𝒏𝒐, 𝒏𝒐 𝒂𝒄𝒆𝒑𝒕𝒆𝒔 𝒆𝒔𝒂 𝒄𝒂𝒓𝒈𝒂…”

Palabras que no había dicho, pero que le escaldaban la lengua, desesperadas por salir.

—No debo arrastrarte a mi sombra —murmuró, bajando la cabeza—. No debo... apagar tu fuego con el mío.

Porque el amor sin libertad era otra prisión. Y él no quería que Melinoë lo mirara un día con los mismos ojos con que él miraba a Hades. Con esa mezcla de respeto y rencor. Con esa gratitud amarga que uno siente por quien te salva… pero a cambio de tus alas.

Dejó caer una piedra al abismo frente a él. No oyó cuándo tocó fondo.

—Melinoë no me necesita para ser fuerte. Solo para saber que no está sola —se dijo, alzando la vista—. Y eso... eso lo puedo ser sin interponerme.

El deseo de protegerla no moriría. Nunca. Pero aprendería a contenerlo. A transformarlo. A confiar.

Porque amarla era también dejarla ir, una y otra vez, sin cerrarle el camino.

Y si alguna vez caía, la esperaría de pie. No para evitarle el golpe, sino para recordarle que podía levantarse.

Con su propia fuerza. Su propia historia.

Y sin cargar la sombra de su hermano.