Dicen que el rayo nunca acaricia, que el trueno solo ruge, que Zeus no ama… solo reina. 

 

Pero eso es mentira. Porque yo amé. Y no hay amor más puro que el que siento por ella.

 

Hebe.

Mi hija.

Mi risa perpetua.

Mi princesita del Olimpo.

 

 

El día en que nació, sentí que la eternidad se detenía. Ni siquiera cuando nacieron los cielos o el tiempo mismo sentí ese temblor dentro del pecho. No fue un fenómeno cósmico. Fue el suspiro de su primer llanto.

 

 Era tan pequeña, tan brillante, tan… mía. Hera me miró con algo parecido al orgullo. Por una vez, no discutimos. Por una vez, supimos que habíamos hecho algo verdaderamente sagrado.

 

La vi dar sus primeros pasos entre columnas de mármol, torpe, con los rizos oscuros cayéndole sobre la frente. Corría hacia mí, siempre riendo, como si el mundo fuera su juego y yo su guardián eterno.

 

Cuando aprendía a caminar entre las columnas del Olimpo, tropezando con su túnica pequeña; cuando me pedía que le hiciera relámpagos diminutos con los dedos y corría entre ellos, creyéndose reina de las tormentas; o la vez que quiso alcanzar una nube y, sin entender que no era posible, lloró... ¿Y qué hice yo, el todopoderoso? La alcé con mis manos hasta que sus dedos rozaron el vapor, y entonces dijo:

 

“— ¡Lo logré, papá!— ”

 

Me creí más orgulloso en ese momento que en cualquier otra victoria.

 

Fue entonces cuando entendí algo: no era el rey de los dioses en ese instante. Solo era su padre.

 

Recuerdo una vez que se perdió entre los jardines celestes. La busqué como un loco. Grité, amenacé, supliqué. Cuando la encontré, estaba debajo de un manzano, dándole de comer a un cervatillo.

 

 

“—Estaba cuidándolo— ”

 

Me dijo 

 

Y allí vi que su corazón era inmenso… más grande que el mío, más puro que el mismo éter.

 

A veces, cuando la memoria se me cansa de guerras y promesas rotas, cierro los ojos y regreso a esos días.

 

Nunca quise que llevara armas, que librara batallas, que se volviera un símbolo de poder. Quise que fuera libre. Que creciera con la risa intacta. Que, si alguna vez debía alzar la voz, fuera para defender la belleza de la vida, y no su destrucción.

 

Con los años,desarrollamos una costumbre secreta. Un vicio que solo ella y yo compartimos: la comida mortal.

 

Todo comenzó cuando tenía unos cientos de años edad suficiente para escaparse del Olimpo con la excusa de “explorar” y me dijo:

 

“¿—Y si vamos a ver cómo cocinan los mortales?—"

 

Terminamos en Roma comiendo pan de higos, riéndonos de cómo Ares no podría abrir una aceituna sin romper la mesa.

 

Desde entonces, nos escapamos.Siempre disfrazados. Siempre juntos.

Siempre buscando algo nuevo.

 

Sushi en Tokio. Alfajores en Buenos Aires. Curry tailandés. Pizza napolitana. Postres franceses que Hera jamás aprobaría. Hebe aplaude, ríe, prueba todo.

 

Yo… trato. A veces vomito. No se lo digan a nadie, pero una vez tuve que esconderme detrás de un templo en Grecia luego de comer demasiadas hojas de parra rellenas.

 

Ella me dice:

 

“— Papá, tu estómago es de trueno, pero tu lengua es un bebé.— ”

 

Y yo no puedo hacer otra cosa que reír.

 

 

Hay una felicidad que no cabe en las nubes ni en los templos. Solo cabe en esa mesa de madera donde compartimos platos, secretos y carcajadas.

 

Solo cabe en la mirada de una hija que no quiere títulos, ni tronos, ni joyas… solo a su papá.

 

A veces pienso que no merezco a Hebe.Pero luego ella me toma la mano, me pide que pidamos un postre más y dice:

 

“— Te amo, viejo tonto.— ”

 

Y en ese momento, el rayo más fuerte no es el que cae del cielo: es el que me atraviesa el pecho.

 

 

Esa es Hebe.

Mi alegría disfrazada de diosa.

 

Y aunque el Olimpo vibre con mi voz, es su risa la que me hace temblar el corazón.

 

Hoy sirve néctar a los dioses, sí. Pero eso es solo un título. Para mí, Hebe sigue siendo la niña que me estiraba los cabellos mientras dormía, que me pedía relámpagos miniatura para iluminar su cuarto, que me llamaba “papá” en lugar de “Señor del Olimpo”.

 

Y si algún día me preguntan qué es lo más sagrado que he creado, no diré el cielo ni los rayos. Ni siquiera la vida.

 

Diré: mi hija.