El sol se había ocultado tras un manto gris, como si el mundo presintiera algo. Kari caminaba por la vieja ruta del mercado, su canasto lleno de especias raras que había buscado con esmero. Había trabajado toda la noche en la taberna, pero el cansancio no le importaba; quería preparar algo especial para Alduin. Quizá él nunca lo admitiría, pero ella cada vez pensaba más en ese dragón de ojos ardientes que se sentaba a criticar su comida… y su torpeza. 

Tan absorta iba en sus pensamientos, que no notó las sombras que se movían tras ella. Tres hombres, mugrosos, con aliento a orín y sangre vieja, contrabandistas, cazadores de carne humana.

—Mírala… qué joyita —murmuró uno—. Tierna, bonita… una fortuna en las jaulas de Riften.

—Primero probamos, luego vendemos. ¿No crees, hermano?

Kari apenas tuvo tiempo de soltar un grito antes de que una mano áspera le tirara del cabello y otra la golpeara con fuerza en el rostro, todo se volvió oscuro.

Silencio.

Luego… niebla.

Una presencia rasgó la noche como una garra ardiente, un rugido profundo y antiguo estremeció los árboles, la tierra misma tembló, los contrabandistas miraron a su alrededor, nerviosos, confundidos.

—¿Qué fue eso? ¿Un oso?

—No… eso no fue ningún animal…

La niebla se partió y él emergió.

No como hombre, no como dios, sino como algo que los mortales no deberían ver y seguir respirando.

Alduin.

Sus ojos ardían como carbones vivos, su figura, aun en forma humana, parecía hecha de fuego sólido y sombra viva, no necesitó levantar un dedo, solo susurró.

—ZUN MEY... los hun mey, ni drek. Armas débiles… almas aún más débiles.

Los cuerpos estallaron en polvo, no hubo gritos, solo ceniza, ni siquiera les permitió ser devorados, no eran dignos.

A sus pies, Kari yacía inconsciente, con el rostro amoratado, el canasto roto, las especias desparramadas entre hojas y barro.

El corazón de la bestia no latía, pero algo… algo se removió en su pecho. 

Se arrodilló, tomándola en brazos con la misma facilidad con la que una tormenta arrastra una hoja, y la llevó al hogar compartido. Su silueta, envuelta en niebla y odio, se perdió entre los árboles, dejando tras de sí sólo un leve aroma a azufre y sangre. 

El fuego crepitaba suavemente, ella respiraba, aunque débilmente. Alduin la observaba en silencio, no entendía por qué sus manos temblaban al tocarla, por qué el calor de su mejilla herida le quemaba más que cualquier llama.

Gruñó.

—Maldita humana…

Posó una mano sobre su frente, invocó un poder que había jurado no usar nunca más, ni por dioses, ni por hermanos, un poder antiguo de restaurar, de recomponer carne y alma.

—Laas Yah Nir… Ver la vida en su forma pura…

Un brillo dorado la envolvió, las heridas cerraron, La piel sanó, pero no el temblor que se le quedó a él, clavado en la garganta. La recostó con suavidad, acomodándole un mechón rebelde tras la oreja.

—No eres mía —susurró, aunque algo en su interior se retorcía al decirlo—. Pero tampoco permitiré que nadie te toque. No mientras yo exista.

Y se quedó allí a su lado, como un guardián involuntario, porque algo, en ese instante, ya había cambiado. 

 

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“La grieta en la tempestad” 

 

 

La habitación olía a especias secas y fuego de leña, el amanecer se filtraba tímido por la ventana, como si incluso la luz temiera perturbar lo que allí descansaba. Kari abrió los ojos con lentitud, un leve dolor palpitaba en su sien, parpadeó, confundida, hasta que vio la figura sentada junto al fuego.

—¿A... Alduin?

Él no respondió de inmediato, su silueta permanecía erguida, los brazos cruzados, el ceño fruncido como si aún masticara un insulto que no había pronunciado.

—¿Qué... pasó?

Alduin exhaló, con ese tono profundo y áspero que parecía surgir desde el núcleo mismo de Nirn.

—Te atacaron, humanos que no valían ni para alimentar a los cuervos, contrabandistas de carne, querían usarte... luego venderte.

Kari bajó la mirada, sintiendo cómo el nudo en su garganta se apretaba. Las imágenes eran borrosas, pero fragmentos volvían como golpes helados: la risa asquerosa, el miedo, la impotencia…

—¿Y ellos…?

—Dejaron de existir —dijo él, como si hablara de polvo barrido del suelo—. No fueron dignos ni de morir, los desterré. No hay alma que los recuerde, ni dios que los acoja, ni sombra que los reclame. 

Un escalofrío recorrió la espalda de la joven, no por miedo a él, sino por lo absoluto del castigo, y sin embargo… no se sentía del todo mal por eso. ¿Era eso lo que la perturbaba? ¿Que en el fondo una parte de ella pensaba: bien hecho?

—Eso es… terrible —susurró, y luego, tras una pausa—. Pero también… justo.

Él giró el rostro hacia ella, sorprendido.

—¿No llorarás por ellos? ¿No me llamarás monstruo?

—Quizá lo seas —dijo Kari, con una sonrisa tenue—. Pero fuiste mi monstruo esta vez.

Se incorporó un poco, tambaleándose, y antes de que Alduin pudiera detenerla o apartarse… ella se inclinó y depositó un beso suave en su mejilla.

El tiempo se detuvo.

Alduin quedó inmóvil, todo su cuerpo se tensó como si el contacto lo hubiera convertido en piedra, y sin embargo… su pecho ardía. No de rabia, tampoco de fuego, algo distinto, algo insoportable.

Gruñó, más para sí que para ella.

—¿Qué... fue eso?

—Un “gracias”, versión humana —murmuró ella, volviendo a acomodarse entre las mantas.

Alduin apretó la mandíbula. Las llamas de la chimenea temblaron levemente, al ritmo de su tensión. Podía enfrentarse a la condena de Mundus, aplastar imperios, devorar almas bajo su sombra, destruir sin pestañear… pero eso… eso… un simple beso lo había desarmado.

No lo entendía, no le gustaba, pero tampoco quería que dejara de pasar.

Y eso… lo enfurecía aún más.