No es común que el sol desaparezca del cielo. Es algo en lo que siempre confías que sucederá. Mañana saldrá el sol de nuevo, y con él, un nuevo día. Pero hubo un día en la historia en el que eso no ocurrió. El día en que el Sol lloró.
Apolo era un joven dios enamorado del más hermoso de los hombres, un príncipe espartano que ya había enamorado a otro hombre. Jacinto, que así se llamaba el muchacho, era la razón de los suspiros del sol, la melodía constante en las canciones que tocaba con su lira. Apolo juraría que nunca se había enamorado así de alguien, nunca había sentido un amor tan fuerte, así que se prometió conquistarle.
Y lo consiguió. El vínculo entre Apolo y Jacinto era grande. El dios no solo le enseñaba el tiro con arco o a tocar la lira, sino que también compartían preciosos momentos de intimidad apasionada en la que solo ellos dos eran testigos de lo que ocurría, en la que solo estaban ellos dos. Su romance no tenía par. Y tal vez eso era lo que causó la tragedia.
Parecían un par de adolescentes, cada vez que podían rozaban sus manos, se dirigían una mirada a escondidas o se iban lejos de los focos para poder besarse en privado. Los labios siempre cálidos de Febo Apolo habían recorrido cada palmo de la suave piel del Amiclida. Conocian cada pequeño rincón de las mentes y los cuerpos del otro.
Siempre hay alguien que te va a envidiar cuando consigas algo bueno, y esto es lo que les pasó. Céfiro, el dios de los vientos, se había enamorado de Jacinto también, y no podía soportar la idea de no ser él la razón de los suspiros del hermoso príncipe espartano. Por lo que decidió tomar cartas en el asunto.
Una trágica mañana de verano Febo y su amante salieron a jugar con el disco, siendo que el dios le daba lecciones para aprender a usarlo correctamente y hacer más precisos los lanzamientos. Lanzó Apolo el disco sin ser consciente de que tenía el viento en contra. El disco se desvió y golpeó a Jacinto en la cabeza.
Un golpe seco.
La sangre saltó por los aires.
La luz se perdió en los ojos de Jacinto.
– ¡Jacinto! – Se escuchó el desgarrador grito del dios del sol mientras a velocidad luz corría para tomar entre sus brazos al príncipe que ahora perdía la vida.
Apolo le estrechó contra su cuerpo, intentando que su calor reanimara de algún modo al chico. No podía curarlo, ya no, sabía que estaba muerto y él no era tan bueno con la medicina como para revivirlo. Lágrimas doradas se derramaban por sus mejillas, cargadas de dolor.
– Jacinto, por favor, no me dejes… no te vayas… no quiero que te vayas…
Susurró sollozando contra los labios cada vez más fríos de su amante. El viento se alejó con su cometido cumplido. Si no era suyo, no sería de nadie, y lo había logrado. Pero no fue lo único que se retiró. De pronto, el día se tornó en noche, el sol se había ido y no quería volver. El Sol se había quedado con su difunto amor y no quería permitir que Hades se lo llevara a su reino.
– Quédate conmigo… Por favor…
Los ruegos del dios eran lo único que rompía el silencio de ese momento tan oscuro, tan doloroso. Sus lágrimas doradas se mezclaban con la sangre roja del mortal, recordándole que ese futuro ya estaba escrito en el telar del tiempo, que antes o después, la muerte iba a separarles.
Apolo hizo un último acto, un último intento de mantener la vida de su amado. Transformó a Jacinto en una flor, una preciosa flor morada que tomaba ciertas formas por sus lagrimas divinas mezcladas. Así siempre tendría a su amante vivo con él. Desde era extraño no ver a Apolo cargando en sus vestiduras algún pequeño broche con esta flor.
Fueron tres días de luto, tres días de oscuridad que no pasaba, tres días en que no hubo música, ni siquiera el trino de los pájaros. Tres días a raíz del día en que el Sol Lloró.