• Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    #misiónDiariaLunes
    Patroclo y Aquiles siempre le habían recordado a él con Jacinto. Un amor trágico, destinado a acabar mal. En muerte. Eso, sin embargo, no impidió a Apolo posicionarse en contra de los griegos. Ni llenarles de plagas. Se habían burlado de uno de sus favoritos, y este sacerdote le había rogado su ayuda, así que no iba a negarse. Tampoco iba a olvidarse de que Aquiles había matado a Héctor, el cuál, según algunos mitos; era hijo suyo. Ni de cómo el Pélida había arrastrado su cadáver alrededor de la muralla de Troya, burlándose. Cómo intentaban destruir su muralla, esa que le había costado construir. Sí, la muralla había sido un castigo, pero eso no quitaba que se había esforzado. Aquiles podría recordarle a sí mismo, pero eso no le iba a librar de su destino.
    La venganza ya estaba lista. La suerte ya estaba echada. La profecía lo había dicho bien claro: el fin de Héctor significaría el fin de Aquiles. Así que Apolo tensó el arco que portaba Paris. Él se encargaría de guiar la flecha hacia el punto débil del rey de los mirmidones. Le había avisado de su destino, le había ordenado detenerse. Pero Aquiles era demasiado soberbio, se creía un dios. No quedó más remedio. Guió la flecha que atravesó por completo su talón, dándole fin al héroe. La sangre se derramó en las puertas de Troya, salpicando la muralla que piedra a piedra había elevado.
    Apolo acarició la cabeza de Paris felicitándole por su trabajo, trabajo que en realidad había hecho él. Pero eso no importaba en ese momento. Aquiles había muerto, había vengado al príncipe troyano. Miró el cuerpo del de los pies ligeros, viendo en el reflejo lo que quizá él podría ser. Alguien lleno de ira, de cabellos dorados y profunda mirada. Cerró los ojos y se retiró a otro lugar. En el fondo, le había hecho un favor al ahora héroe. Podría reunirse con su amante, al contrario que él. Él nunca volvería a reencontrarse con jacinto. Las flores que brotaban dónde aun quedaba vegetación, se lo recordaban todas y cada una de las veces.
    #misiónDiariaLunes Patroclo y Aquiles siempre le habían recordado a él con Jacinto. Un amor trágico, destinado a acabar mal. En muerte. Eso, sin embargo, no impidió a Apolo posicionarse en contra de los griegos. Ni llenarles de plagas. Se habían burlado de uno de sus favoritos, y este sacerdote le había rogado su ayuda, así que no iba a negarse. Tampoco iba a olvidarse de que Aquiles había matado a Héctor, el cuál, según algunos mitos; era hijo suyo. Ni de cómo el Pélida había arrastrado su cadáver alrededor de la muralla de Troya, burlándose. Cómo intentaban destruir su muralla, esa que le había costado construir. Sí, la muralla había sido un castigo, pero eso no quitaba que se había esforzado. Aquiles podría recordarle a sí mismo, pero eso no le iba a librar de su destino. La venganza ya estaba lista. La suerte ya estaba echada. La profecía lo había dicho bien claro: el fin de Héctor significaría el fin de Aquiles. Así que Apolo tensó el arco que portaba Paris. Él se encargaría de guiar la flecha hacia el punto débil del rey de los mirmidones. Le había avisado de su destino, le había ordenado detenerse. Pero Aquiles era demasiado soberbio, se creía un dios. No quedó más remedio. Guió la flecha que atravesó por completo su talón, dándole fin al héroe. La sangre se derramó en las puertas de Troya, salpicando la muralla que piedra a piedra había elevado. Apolo acarició la cabeza de Paris felicitándole por su trabajo, trabajo que en realidad había hecho él. Pero eso no importaba en ese momento. Aquiles había muerto, había vengado al príncipe troyano. Miró el cuerpo del de los pies ligeros, viendo en el reflejo lo que quizá él podría ser. Alguien lleno de ira, de cabellos dorados y profunda mirada. Cerró los ojos y se retiró a otro lugar. En el fondo, le había hecho un favor al ahora héroe. Podría reunirse con su amante, al contrario que él. Él nunca volvería a reencontrarse con jacinto. Las flores que brotaban dónde aun quedaba vegetación, se lo recordaban todas y cada una de las veces.
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  • Música estruendosa resonó en sus orejas, frunció el ceño y atisbó el rostro del congénere de su universo por unos momentos. Mejillas rojas y un par de lágrimas deslizándose por ellas arraigaban el dolor de su perdida terrenal; la copa que sostenía tenía droga que un doncel arrojó a propósito en ella en un instante de decoro.

    La reemplazaron sin ton, ni son. De no ser por ese, que aparecía como una sombra halada, otro habría sido su destino. La barba se humedeció por el líquido cuando lo tragó de golpe. El doncel universal de turno se colgó de su brazo y se entretuvo con un hilo de su abrigo; el modista tuvo dificultad para la fábrica del disfraz. Un disfraz maldito como su suerte porque atraía la peor de las calañas.

    Apartó al doncel; entretuvo su atención ante las puertas de un verano incorrupto que se abría para él. Buscó someterse al ente de esos sueños que se abrían a su paso y calaban hondo, como una tierna tierra desnuda besada por la noche.

    Sesgó el pasar del tiempo. Acompañó al salvador, y al verse reflejado en el caleidoscopio que era ese espejo de baile que, con brío, bañaba cada esquina, regentó un espacio del patio, o eso quiso, de ser otro habría muerto pero con él haría el amor al compás de la confección de la tela, las alas, las perlas del tocado de su corona de lirios de plata.

    En la esquina y contra la belleza de una estatua viviente, un puñado de azules rosas, verbena azada y cloroformo como perfume de macizo oro y tafetán se abrió paso.

    Laberíntica música que tronaba en el timbre de sus mareas y sidéreos amores, beso el puente de la nariz del gallardo con un tierno beso de sus dedos.

    Un rosario colgaba de su cintura. Un denario circundaba su muñeca. Un escapulario pintado en su frente era el más acérrimo de sus bellezas venenosas pudientes.

    Ganimedes. Jacinto. Esporo. No hay otro como él ante el rigor de la faena del mañana.

    A él, sólo a él, aún entrenado para segar y cegar vidas, no había sido enseñado para triunfar ante la muerte de un ser querido. Un familiar, amante, novio, esposo, consorte, concubino, ningún ser, ninguna aparición, ningún todo, le había enseñado a partir la marea del dolor fuera de su ser.

    Fue su turno de besar los labios de sus dedos, unió dedos con dedos, pintó con el reguero del ojo de buey puesto en la bebida, una cincelada a la sinceridad de sus sueños.

    Reverenció al alba, captó la imagen, el sigilo en los ritos. Sintió que su cabeza daba vueltas, vueltas fortalecidas, entredichas, sólo ante el Adriano cosmos que atisbó en lo alto del firmamento.

    Las constelaciones se abrieron para él. Vislumbró elefantes rosas, purpúreos, verdes, magentas, amarillos, ardillas de cristales de colores pasteles, estuvo a punto de alcanzar el rigor mortis de una idea que punzaba en su interior, la idea del suicidio que rondaba en la simiente de sus corazones.

    Abrigó con las alas del disfraz a la aparición, esa que reapareció entre las vueltas que le otorgaba la droga mezclada con alcohol y cayó de rodillas como un emisario de cruzadas ante el dios de las abdicaciones, las abluciones. Precisaba el tiempo de su respiración, y, así, en cruza cánida perdió el conocimiento.

    Abandonado a la suerte, al mal, al bien, al Sol, a la Luna, a las estrellas. Perdió contra la mísera vida que le fue dada. Un clan de separaciones. Perdía contra sí mismo. Contra el alba pero sin darse cuenta, ganaba el universo.
    Música estruendosa resonó en sus orejas, frunció el ceño y atisbó el rostro del congénere de su universo por unos momentos. Mejillas rojas y un par de lágrimas deslizándose por ellas arraigaban el dolor de su perdida terrenal; la copa que sostenía tenía droga que un doncel arrojó a propósito en ella en un instante de decoro. La reemplazaron sin ton, ni son. De no ser por ese, que aparecía como una sombra halada, otro habría sido su destino. La barba se humedeció por el líquido cuando lo tragó de golpe. El doncel universal de turno se colgó de su brazo y se entretuvo con un hilo de su abrigo; el modista tuvo dificultad para la fábrica del disfraz. Un disfraz maldito como su suerte porque atraía la peor de las calañas. Apartó al doncel; entretuvo su atención ante las puertas de un verano incorrupto que se abría para él. Buscó someterse al ente de esos sueños que se abrían a su paso y calaban hondo, como una tierna tierra desnuda besada por la noche. Sesgó el pasar del tiempo. Acompañó al salvador, y al verse reflejado en el caleidoscopio que era ese espejo de baile que, con brío, bañaba cada esquina, regentó un espacio del patio, o eso quiso, de ser otro habría muerto pero con él haría el amor al compás de la confección de la tela, las alas, las perlas del tocado de su corona de lirios de plata. En la esquina y contra la belleza de una estatua viviente, un puñado de azules rosas, verbena azada y cloroformo como perfume de macizo oro y tafetán se abrió paso. Laberíntica música que tronaba en el timbre de sus mareas y sidéreos amores, beso el puente de la nariz del gallardo con un tierno beso de sus dedos. Un rosario colgaba de su cintura. Un denario circundaba su muñeca. Un escapulario pintado en su frente era el más acérrimo de sus bellezas venenosas pudientes. Ganimedes. Jacinto. Esporo. No hay otro como él ante el rigor de la faena del mañana. A él, sólo a él, aún entrenado para segar y cegar vidas, no había sido enseñado para triunfar ante la muerte de un ser querido. Un familiar, amante, novio, esposo, consorte, concubino, ningún ser, ninguna aparición, ningún todo, le había enseñado a partir la marea del dolor fuera de su ser. Fue su turno de besar los labios de sus dedos, unió dedos con dedos, pintó con el reguero del ojo de buey puesto en la bebida, una cincelada a la sinceridad de sus sueños. Reverenció al alba, captó la imagen, el sigilo en los ritos. Sintió que su cabeza daba vueltas, vueltas fortalecidas, entredichas, sólo ante el Adriano cosmos que atisbó en lo alto del firmamento. Las constelaciones se abrieron para él. Vislumbró elefantes rosas, purpúreos, verdes, magentas, amarillos, ardillas de cristales de colores pasteles, estuvo a punto de alcanzar el rigor mortis de una idea que punzaba en su interior, la idea del suicidio que rondaba en la simiente de sus corazones. Abrigó con las alas del disfraz a la aparición, esa que reapareció entre las vueltas que le otorgaba la droga mezclada con alcohol y cayó de rodillas como un emisario de cruzadas ante el dios de las abdicaciones, las abluciones. Precisaba el tiempo de su respiración, y, así, en cruza cánida perdió el conocimiento. Abandonado a la suerte, al mal, al bien, al Sol, a la Luna, a las estrellas. Perdió contra la mísera vida que le fue dada. Un clan de separaciones. Perdía contra sí mismo. Contra el alba pero sin darse cuenta, ganaba el universo.
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