Desde aquel encuentro en el bosque, algo comenzó a cambiar, Kari, pese al terror que cualquier ser racional sentiría, no huyó de él. Al contrario, se propuso entenderlo, acercarse… o al menos no retroceder. Era una necedad temeraria, sí. Pero era suya.

Él, fiel a su esencia, no lo permitió, la ignoró, la rechazó, y cada vez que ella intentaba acercarse, la fulminaba con palabras como filos, pero lo cierto es que, aunque jamás lo admitiría, siempre terminaba escuchando, y  en ocasiones, incluso... respondiendo.

Una tarde nublada, mientras partía del bosque tras observar durante horas el curso del río —como si buscara algo en él que se le escapaba—, Kari lo detuvo.

—Siempre te veo ir al bosque —le dijo, con una media sonrisa nerviosa—. Imagino que duermes por ahí, tal vez en una tienda improvisada… o quizá ni siquiera duermes, no lo sé, pero si aceptas, mi casa está cerca. No es un palacio, pero al menos estarás cómodo, podrías descansar bien.

Él giró apenas el rostro, con los ojos como brasas apagadas.

—Aunque te diga que no, insistirás —gruñó—. Eso me molesta.

—Lo sé —respondió ella, con descaro—. Pero aquí estamos.

Y sin más, caminaron juntos, no uno al lado del otro, sino en paralelo, con ese espacio incómodo que aún dividía a dos mundos distintos.

La casa de Kari era pequeña, rústica, apenas protegida del viento por árboles antiguos y raíces entrelazadas. Él se detuvo en el umbral y contempló en silencio, no comprendía cómo algo tan frágil podía llamarse hogar, pero ella, sin darle tiempo a cuestionarlo, corrió dentro a prepararlo todo.

Lo arregló con prisa y cuidado, limpiando el mejor cuarto, encendiendo el fuego, avivando una olla de estofado cuyo aroma cálido parecía querer envolverlo todo.

—Puedes quedarte aquí —dijo, señalando la estancia con una sonrisa luminosa.

Él no respondió de inmediato, se adentró con lentitud, como si ese espacio le resultara ajeno… y peligrosamente acogedor, eso no le gustaba, era un ambiente que no podía destruir con un rugido ni consumir con fuego, era simple, humano, vivo, se sentó en una silla con recelo, mientras Kari servía el estofado.

—¿Quieres? Está caliente.

—No como eso —replicó. Su voz sonó como piedra contra piedra—. Mi dieta es… diferente.

—Cierto. Olvidé que comes cosas más raras —bromeó ella con un guiño. Él no rió, pero tampoco la fulminó.

 

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Habían pasado ya varias lunas desde aquella vez en la que Alduin decidio tomar esa rustica pero acogedora casa como su hogar provisional, él no la buscaba, pero tampoco la evitaba, no la necesitaba, pero tampoco se deshacía de ella, Kari se había convertido en una constante, como una chispa persistente en la ceniza: no lo consumía, pero no lo dejaba en paz.

Una noche especialmente silenciosa, él se sentó junto a la ventana, observando las estrellas como si les guardara rencor. Kari se acercó sin pedir permiso el fuego chisporroteaba entre ambos, el silencio se alargó… hasta que ella habló.

—Venok dovah lok.

Él se quedó inmóvil, ella no lo miraba, lo había dicho con suavidad, sin provocación, pero con absoluta certeza, como si hubiera practicado cada noche, sola, ese sonido prohibido.

Él giró lentamente el rostro hacia ella, por primera vez, no había burla en su mirada, ni ira, solo una sorpresa muda y profunda, como si por un instante hubiera olvidado cómo respirar.

—¿Sabes lo que has dicho? —preguntó con voz grave, casi áspera.

Kari lo miró, firme pero sin desafío.

—No con certeza. Pero lo recuerdo, tú lo dijiste como quien lanza una verdad al viento, y yo decidí atraparla.

El silencio entre ambos fue tan denso como una tormenta, finalmente, él sususurró:

—Nunca… nunca nadie a ha osado retener mi lengua, menos aún, pronunciarla.

—Bueno… soy un poco terca —dijo ella, sonriendo con dulzura.

Y por primera vez, aquel ser que no tenía nombre para ella, no supo qué decir.