No fue un rayo de luz lo que la despertó.
Ni el canto de un ave, ni una voz que llamara su nombre.
Fue el aroma del fuego vivo, del incienso suave, y el susurro templado del bosque que respiraba en equilibrio.
Fue el crujido apacible de la madera…
Y el calor de unas sábanas bien tejidas, suaves como la leche de las nubes, que acariciaban su piel con respeto y ternura.
Hebe abrió los ojos.
No de golpe. No con temor.
Los abrió como quien regresa de muy lejos, de una travesía sin mapas ni finales.
Sus párpados pesaban como si llevaran siglos cerrados… y, en cierto modo, así era.
Lo primero que vio fue un techo de madera clara, trabajado con amor y paciencia.
El hogar de Hefesto y Artemisa. La cabaña sagrada, escondida entre el limbo de Olimpia y los suspiros del Olimpo.
Un lugar que no pertenecía ni al mundo de los hombres ni al de los dioses, sino a ese espacio donde el alma podía sanar sin ser observada.
Sus dedos, finos como hilos de néctar, se movieron primero.
Luego sus labios, secos, articularon un nombre sin voz.
Y cuando giró el rostro, vio sobre una mesa de piedra pulida una vasija con agua fresca, flores silvestres y un pequeño amuleto de luna tallado: Artemisa.
La diosa cazadora no estaba en ese momento, pero su esencia impregnaba el aire con firmeza maternal.
Una protección elegante, sabia y silenciosa.
Y entonces sintió otro aroma.
Humo.
Hierro fundido.
El calor inconfundible de un hermano.
—Hefesto… —susurró ella, como quien reencuentra un pedazo perdido de su infancia.
No necesitaba verlo para saber que estaba cerca. Su fuego era distinto. No abrasaba, envolvía.
Como un escudo. Como una promesa.
Se quedó unos segundos inmóvil.
Recordó los tigrecitos, Iki e Iker…
Recordó su cuerpo rendido, el templo olvidado, y las palabras que no pudo decir antes de desaparecer del mundo.
Recordó el amor.
Y su decisión.
Ya no lo sentiría como antes. No como herida, ni como necesidad.
Lo dejó atrás. Lo entregó a Afrodita.
Y ahora… ahora, al volver a sí, sintió su alma vacía de peso.
Pero no vacía de luz.
Su corazón ya no dolía, pero tampoco latía con euforia.
Era calmo. Como una laguna en primavera.
Ella sonrió, sin alegría desbordante, pero con un nuevo tipo de serenidad: la que nace cuando una ha sobrevivido a sí misma.
Se sentó en la cama, y se cubrió los hombros con una capa tejida de lino y hojas de olivo.
Respiró hondo.
Miró al mundo a través de una pequeña ventana abierta… y en ese instante, dos pares de ojos la miraban desde el borde del bosque.
Iki e Íker.
Sus tigrecitos.
El pelaje blanco como la luna nueva.
Sentados en reverencia, vigilantes, como si siempre hubieran sabido que ella volvería.
Hebe bajó la cabeza con suavidad.
Y por primera vez desde que desapareció en su propio abismo, murmuró una frase para sí:
—Soy la luz que sobrevive al eclipse. Y estoy despierta.