El sol del ocaso teñía el cielo de un naranja dorado, como si Helios hubiera querido pintar un último recuerdo sobre las ruinas del mundo antiguo. Entre columnas vencidas por el tiempo y musgo que cubría cada grieta, un pequeño templo olvidado respiraba aún. Había sido erigido por manos humanas hace siglos, cuando la juventud aún se veneraba y el nombre de Hebe era pronunciado con esperanza.

Allí estaba ella, sentada en el centro del mármol resquebrajado, entre los resplandores tibios del final del día. Su túnica clara apenas se movía con la brisa, como si su cuerpo no pesara, como si fuera ya mitad estatua, mitad recuerdo. A su lado, dos criaturas que desentonaban con la ruina: Iki e Iker, los tigrecitos blancos, regalo vivo de un amor que ya no estaba.

Ambos ya no eran tan pequeños. Con sus tres meses de existencia, su cuerpo se volvía ágil y fuerte, y sus ojos, más antiguos que su edad, parecían comprender lo que ella aún no lograba decirse a sí misma.

—Sean libres —les dijo Hebe, con voz suave, con esa ternura temblorosa de quien se despide—. Tal y como él fue. Tal y como siempre lo será. En cualquier parte del mundo… o del tiempo.

Pero los tigres no se movieron.

En cambio, se revolcaron con descaro panza arriba, estirando sus patas en el mármol como si aquel lugar fuera su hogar desde siempre. Uno de ellos, Iki, dio un pequeño bostezo, exponiendo colmillos que no daban miedo, solo ternura. Iker, en cambio, la observaba con ese brillo extraño, el que parecía burlarse con cariño del dolor humano.

—¿Por qué? —frunció el ceño ella—. ¿Por qué no aceptan la libertad que él tuvo? Pueden elegir… no es absoluto que deban estar conmigo. Iki… Iker…

Sus ojos, aún dioses, se humedecieron. No de desesperación, sino de confusión.

Los tigres la miraron sin juicio, sin pesar. Solo movieron las orejas, como si cada gesto fuera una frase en un idioma que ella apenas recordaba. Luego, con gracia majestuosa, se acercaron. Uno por cada lado. Ambos bajaron la cabeza, acercando sus hocicos con devoción. No con obediencia. Con cariño. Con elección.

Hebe cayó de rodillas.

El templo, viejo y olvidado, no se estremeció, pero fue como si el mundo sí lo hiciera.

—Sé que fueron un regalo —susurró—. Un regalo que él me hizo… por lo que le devolví. El peluche que me dio ya no existe en este plano, pero ustedes… ustedes siguen. Y yo solo quiero que sean felices. Donde sea que eso ocurra. Los regalos no se devuelven… pero no los obligaré a quedarse. No quiero que estén atados a mí.

Iki ronroneó —sí, los tigres pueden hacerlo cuando quieren— y le lamió una mejilla con total descaro. Iker se tumbó a su lado, como un guardián de la memoria, rozando con su cuerpo el de ella para brindarle calor.

Hebe rió entre lágrimas. Una risa mínima, quebrada, pero real. Se limpió los ojos y acarició las cabezas de ambos con dedos que aún temblaban.

—Tal vez no puedan hablarme, pero… entienden más de lo que yo soy capaz de comprender aún.

Y en ese momento, Hebe miró al cielo del templo roto. El crepúsculo había encendido las primeras estrellas.

—Artemisa —dijo con dulzura, como si le hablara a la brisa misma—. Protégelos cuando no estén conmigo. Pero… quizás elijan quedarse. No por deber. Sino porque también saben lo que es quedarse… aunque duela.

Los tigres no respondieron. No lo necesitaban.

El mármol frío ya no lo parecía tanto. Y mientras la noche llegaba, Hebe apoyó su frente en el lomo tibio de Iki, cerrando los ojos no para rendirse, sino para respirar.

Morfeo tenía razón. Permanecer, aún temblando… también era una forma de amor.