Aún recuerda el primer día, esos segundos fugaces dónde sus ojos presenciaron entre sueños el nacimiento de Royalty City. Un páramo desértico, eso era originalmente. Con el pasar de las décadas las chozas se convertían en edificios, los senderos en calles y los árboles en faroles. El pequeño pueblo desértico había sufrido una metamorfosis, convirtiéndose en una jungla de asfalto y neón.
Él lo vió todo, como si fuera una película súper rápida o los remanentes de un sueño que se niega a ser recordado por completo.
Y el día llegó, el momento donde los barrotes de su prisión fueron desgastados por el paso del tiempo. Ya era libre, pero, ¿Libre para qué? La eternidad se paga con recuerdos, con la escencia misma del eterno. La razón de su encierro no era más que un misterio sin pistas, sin respuestas. Y el propósito de su existencia ya era parte del olvido, el escrito ilegible de una vieja página con tinta diluida en las arenas del tiempo. A su alcance solo tenía los restos de un jarrón milenario, fragmentos convertidos en polvo en cuanto sus manos curiosas lo tocaron.
Huesos erguidos, sin carne o músculo, como si estuvieran vivos. Herramientas primitivas, de piedras y palos. Cajas gigantes de caras transparentes, allí eran guardadas las antigüedades de eras anteriores. Allí estaba él, emergiendo de un jarrón cuyos grabados tienen significados perdidos, rodeado por esas caras transparentes.
El museo de Royalty City, la cuna de su resurgimiento.
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