Esa mañana como tantas otras, él salió de casa a primera hora para recolectar las mejores hierbas, pues con ellas prepararíamos más tarde los remedios que ya para tales épocas del año comenzaban a escasear. Había sido un crudo invierno y el creciente número de personas afectadas por el mal clima, llegaba a recordarme por momentos esa terrible epidemia. A causa de ella me había quedado solo, pero gracias a la misma, también le había conocido y ahora, ni el tierno inicio de la primavera era capaz de dar tibieza en su espacio vacío.

 

Apenas abrí los ojos y tendí los brazos para buscarle inútilmente al otro lado de la cama, sonreí embelesado al imaginarle afuera, arrodillado entre los retoños y rodeado del perfume de las flores recién aparecidas. Desperecé de inmediato y fui a lavarme para ir en su encuentro cuanto antes, ansioso por tenerle entre mis brazos otra vez, quizá para no soltarle nunca. Y es que no hay forma de explicar el amor que sentía por ese quien me mostrara el mundo y su significado, el mismo que cuidó de mí, cuando no hubo nadie más.

 

Había mi amado médico intentado salvar a mis padres hacía ya tantos años atrás y al no conseguirlo me entregó algo igual de valioso, una razón para seguir viviendo y un sentimiento que probablemente hasta entonces no comprendí. Me enseñó todo cuanto sabía y me dio las armas para combatir incansablemente contra la enemiga eterna que me arrebatara mi familia. Desde entonces y siempre juntos, atendíamos a todo enfermo que se presentara ante nuestra puerta, dando por supuesto lo mejor, en pro de una pronta recuperación.

 

Así pues, corrí a alcanzarlo emocionado en cuanto me adentré hasta nuestra área del bosque predilecta, esa que solo él y yo conocíamos o al menos eso esperaba, ya que además de ser sumamente fértil y con gran variedad de plantas benéficas para la salud, era ahí donde nuestro amor se había consumado por vez primera. Justamente en ello pensaba cuando me abalancé sobre su encorvada espalda, haciéndole perder el equilibrio y rodando a la par como si fuésemos dos críos, que ríen entre juegos absurdos y simples.

 

Al quedar posado sobre su pecho luego de varias vueltas, lo observé detenidamente, acariciando el filo de su hermoso rostro con mis yemas y dibujando su labio inferior con el pulgar. Apenas podía contener las ganas de besar el mismo, pero no pasó mucho antes de hacerlo, primero de manera delicada y dulce, apenas haciendo chasquear sus abultados pliegues. Pero eventualmente terminé ahondando y haciendo propio el aire contenido en su cavidad, hasta llegar a perder el aliento.

 

Él acarició cada rincón de mi cuerpo hasta deslizar las estorbosas ropas, liberándome de ellas y desatando el fuego dentro de mí al perderse entre mis piernas. Sin embargo, había algo distinto en la sensación que provocaba su hinchado miembro abriéndose paso hasta hacerme suyo, tal como siempre. Una intensa punzada me llevó a encoger y a pronunciar su nombre entre jadeos, mezcla de dolor y de placer, pero no se detuvo ni un instante y en su lugar, me llevó la espalda contra el césped.

 

Ahora estaba atrapado entre su figura y la húmeda tierra, sintiendo como su peso comenzaba a asfixiarme y con ambas manos tomándome fuertemente por los brazos. —Detente... Me haces daño.— Murmuré al interponer las palmas contra su pecho, empujando un poco para quitarle de encima, pero al hacerlo solo conseguí ver su rostro, con una expresión desencajada. —¿Qué sucede...?— Le pregunté, pero él no fue capaz de responder, como no fuera con un extraño sonido, bastante parecido a una dolorosa queja.

 

—¡¿Te encuentras bien?!— Vociferé con preocupación e intentando enderezar, al notar cómo las fuerzas se le escapaban. Sus ojos quedaron en blanco y la boca entreabrió a falta de control muscular, pero lo peor fue sentir ese característico frío permeándole la piel. —¡Amor! ¡Respira!— Sujeté su cara con desesperación, intentando reanimarlo, pero su corazón había dejado de latir y su carne marchitaba frente a mis ojos, ennegreciendo y pegando al hueso, cuando no desprendía en pútridos y mal olientes trozos.

 

Su demacrada imagen continuó disolviendo apresuradamente, desgarrándose de manera aterradora y derramando el vital líquido carmesí en una mancha nauseabunda, en que aún se percibían los vestigios de cada órgano y tejido cayendo sobre mí. Los globos oculares pendieron por un instante de las oscuras cuencas que muy pronto quedaron completamente vacías, cada diente salió de su sitio y la mandíbula separó del cráneo que todavía sostenía, totalmente petrificado ante lo que estaba ocurriendo.

 

No tuve oportunidad alguna de ayudarlo, la muerte me arrancaba una vez más mi mayor tesoro, convirtiéndolo en una masa amorfa que teñía de sangre mi desnudo cuerpo, dejando nada más que la blanca osamenta entre mis dedos. Un temblor incontrolable me impedía moverme de mi sitio pese al terror que ya me invadía, pero luego fueron incontables brazos cadavéricos, emergiendo de la tierra para jalarme como si me reclamaran para ella y sin importar que se llevasen porciones de mi piel entre las afiladas garras.

 

Pude sentir con toda claridad como mis músculos eran destrozados con ferocidad, dejando la carne viva hecha colgajos y un dolor indescriptible. Los huesos también quebraban uno a uno al intentar escapar de mi temible destino, quedando así un cuerpo deformado y que movía grotescamente. Hace mucho debí haber muerto, pero por alguna razón continúo forcejeando y gritando con todas mis fuerzas, aunque por supuesto nadie está ahí para escuchar, de modo que eventualmente me hundo.

 

La densa tierra me impide respirar y me mantiene inamovible, estoy deshecho pero continuó vivo, agonizando eternamente mientras los difuntos me abrazan. —No me sueltes...— Me aferro a las mantas y un par de lágrimas escapan sin permiso, al tiempo que mi entrecejo se contrae con angustia, pero lentamente mis ojos se abren a la luz de un nuevo día. La aflicción sigue en mi pecho aun cuando él se ha ido desde hace siglos y aunque me siento realmente agotado, queda mucho por hacer, por ello me seguiré negando a hacerle compañía.