La Rosa del Rococó
– 1735dc - 1775dc -
No fue el oro ni el poder lo que me llevó a Francia en 1735, sino el susurro de un estilo de vida distinto, embriagado de belleza, arte y sensualidad. Aquel país vibraba con un ritmo que no había sentido en siglos. Mis alas me llevaron a las afueras de París, y pronto, bajo un nombre prestado y con vestiduras de terciopelo azul, me presenté en sociedad como una condesa venida de tierras lejanas, sin historia, pero con recursos y modales irreprochables.
La lengua me fascinó. El francés cantado de la época era una danza por sí mismo, y lo dominé con rapidez, encantada por cómo las palabras se enredaban con el perfume del vino y la música. Pronto descubrí que este era un siglo que pretendía olvidar la tragedia para entregarse al deleite. El arte rococó lo inundaba todo: en colores pastel, en curvas delicadas, en escenas pastorales donde el sufrimiento parecía prohibido. Las paredes hablaban con pinceladas de François Boucher y Fragonard. El placer era no solo deseado, sino decorado con cintas de seda.
Fui testigo de cómo los salones literarios se convertían en nuevos templos. Allí conocí a Denis Diderot, quien me habló de su sueño de compilar todo el saber humano. Su pasión era fuego legítimo, y a veces, cuando me sentaba junto a él, me sentía más humana que dragón. En una velada, me presentó a Jean-Jacques Rousseau, con quien discutí largamente sobre la naturaleza humana. Él decía que nacíamos puros, yo respondí que el mundo siempre había tenido colmillos. Aun así, lo admiré. En otro encuentro, fue Voltaire quien me ofreció una copa de vino y una mirada aguda. Él no confiaba en los dioses, y aún así, hablaba con un ser que en la antiguedad los humanos consideraron uno.
También frecuenté los círculos artísticos. Ayudé a jóvenes compositores a publicar sus primeras piezas, sin revelar mi nombre. Un niño prodigio, Mozart, visitó París en 1763. Lo vi tocar, sus dedos danzaban como si tuvieran alas. No me acerqué, solo escuché desde una galería, conmovida por la pureza de su música.
Versalles era otra historia. Una caja de oro que encerraba un rey que prefería el perfume al pensamiento. Luis XV se mostraba ajeno al pueblo, pero no a los placeres. En un baile de máscaras lo vi: su mirada se posó en mí, con intriga, aunque no se atrevió a acercarse. Había algo en sus ojos, una intuición, un reconocimiento imposible. Me alejé antes de que pudiera preguntar quién era yo.
Luis XV era un rey ausente, más presente en los ojos de sus amantes que en los asuntos del pueblo. Conocí a Madame de Pompadour, cuya inteligencia se ocultaba tras sus joyas. Era astuta, ambiciosa, temida. Creo que adivinó que yo no era lo que decía ser. Nunca lo dijo. Nos miramos en silencio una vez, ambas con sonrisas que ocultaban siglos.
El Chevalier d'Éon fue otro hallazgo inesperado. Su inteligencia y ambigüedad me resultaban familiares. Conversamos sobre diplomacia, sobre el disfraz como forma de protección. Creo que, sin saberlo, me reconoció también como alguien fuera de las normas humanas. Lo respeté profundamente, como a un espejo que no miente.
La música también me alcanzó. Conocí el estilo galante, que parecía acariciar los sentidos más que confrontarlos. En una breve visita de un niño prodigio a París, lo vi tocar el clavecín: Mozart. Sus dedos bailaban sobre las teclas como si invocara otra realidad. No hablé con él, pero aquella noche lloré en silencio, sentada al fondo de la sala. La música siempre había sido mi debilidad.
Y sí, hubo un encuentro con Casanova. Fue breve, pero delicioso. Me descubrió una noche en una biblioteca secreta, buscando un códice raro. Me ofreció vino, poesía y piel. Aquel hombre era fuego y perfume, una tormenta elegante. Tuvimos un momento robado al tiempo, de esos que se guardan sin nombre. No fue amor. Fue reconocimiento mutuo entre seres que saben vivir en los márgenes de la historia.
No le conté mi origen. Él me dijo: “Nunca te olvidaré, aunque nunca sepa tu nombre.” Le creí.
También participé como mecenas. A un joven pintor que apenas podía costear sus pinceles, le hice llegar una fortuna en lienzos y pigmentos raros. A un alquimista loco que soñaba con curar enfermedades con metales, le entregué manuscritos antiguos que dormían en mi colección. Nunca me atribuí mérito. Solo deseaba que el fuego del conocimiento no se extinguiera.
En las sombras de la noche, me infiltré en reuniones prohibidas. Escuché las primeras críticas al clero, al rey, al orden divino. Panfletos pasaban de mano en mano. Yo observaba, protegía a algunos jóvenes oradores con mi presencia sutil. En cafés oscuros y callejones con olor a tinta, escuché el preludio de una revolución. Allí, comprendí que Francia ya no bailaba por placer, sino por olvido.
En medio de todo, apareció ella: María Antonieta. La vi llegar, una niña convertida en reina sin saberlo aún. Su rostro era porcelana, sus ojos inocencia. La vi caminar entre espejos y columnas, con una gracia aún sin peso. Era belleza pura, un capullo sin conciencia del invierno. Me dolió verla. Porque ya sabía lo que vendría.
En mi última noche en Versalles, durante un baile cargado de perfumes y mentiras, la vi caminar por un pasillo iluminado por candelabros. Me acerqué. Le entregué un bello espejo antiguo y le dije, susurrando: “La belleza no es un refugio eterno. Recuerda esto cuando el perfume no oculte el humo.” Ella sonrió, sin comprender. Tal vez lo haría después. Tal vez no, pero sus ojos no olvidaron. Fue mi único intento de advertencia.
Las grietas del Rococó ya eran visibles. Lo que una vez fue estilo, ahora era máscara, y el perfume ya no ocultaba el humo. esa fue mi última fiesta, sabía que era hora de irme.
El Rococó había sido un suspiro entre guerras, una distracción antes del estruendo. Me alejé en la madrugada, sin que nadie notara mi partida. Una sombra más entre tantas que habían danzado en esos pasillos.
Y así, como llegué, desaparecí. Con un vestido de seda, el corazón lleno de memorias, y el presentimiento de que el mundo, una vez más, iba a cambiar.