Daniel Selene nunca pensó que ese momento llegaría.

Pasó tanto tiempo creyendo que lo mejor era no sentir. Que lo más seguro era encerrarse, que la distancia protegía. Había aprendido que si no te encariñas con nadie, nadie puede romperte. Y durante años, funcionó. Se convirtió en una figura impecable, una sombra silenciosa que obedecía, que cumplía, que existía sin más.

Desde que Alexa se fue, su mundo dejó de tener color.
La única persona que alguna vez lo entendió desapareció, y con ella se llevó la única parte de él que aún se sentía viva.

Así que se cerró.
Calló todo.
Aisló su corazón en un rincón donde nadie pudiera tocarlo.
Se convenció de que no necesitaba a nadie.

Hasta que ella llegó.

Adriana Salvatore no pidió permiso. No tocó la puerta. No esperó a que él estuviera listo.
Entró.

Entró con esa sonrisa tan suya, con esa mirada que no buscaba defectos ni linajes. Entró con preguntas absurdas, con burlas sin malicia, con silencios cómodos. Con palabras que él no sabía cómo responder. Con una luz tan cálida que, al principio, dolía.

Daniel la observaba y no lo entendía.
¿Por qué se quedaba? ¿Por qué no se alejaba como todos los demás?
¿Por qué su presencia, lejos de incomodarlo, le hacía desear que el día no terminara?

Y luego, de a poco, comenzó a pasar algo que lo aterraba:
Se reía.
Se distraía.
Se olvidaba, por segundos, del dolor.
Se sentía vivo.

Y aquella noche…
Aquella noche lo cambió todo.

Cuando Adriana le dijo “yo ya soy tuya, Dany”, el universo se volvió un susurro. Todo lo que alguna vez fue importante "Su deber, el miedo a decepcionar y ser el SELENE perfecto"  quedó en silencio. Solo ella. Solo su voz, su cercanía, su fe ciega en él.

Y cuando la besó, no fue solo un beso.

Fue el derrumbe de sus muros.
Fue el grito silencioso de un corazón que ya no quería huir.
Fue la aceptación de que, por primera vez desde Alexa, podía volver a amar… y ser amado.

Porque ella no solo se llevó su primer beso.
Se llevó su vergüenza, su miedo, sus barreras.
Le devolvió el alma.

Daniel no sabía cómo explicarlo. Era como respirar después de años bajo el agua. Como sentir el sol después de un invierno eterno. Con ella, ya no era el heredero frío y distante. Con ella, era un muchacho temblando por tocar unos labios. Un chico enamorado que por fin podía decir: “te quiero solo para mí”, sin miedo a ser rechazado.

Adriana le enseñó que no todo en su vida debía doler.
Le enseñó que no era debilidad querer a alguien.
Le enseñó que estar roto no lo hacía menos digno de amor.

Y esa noche… lo entendió.

Ya no era un cascarón vacío.
Era un chico enamorado.
Con el corazón latiendo por alguien que, sin pedirlo,
le cambió la vida para siempre.