La oscuridad del sueño se extendía como un velo espeso, un manto de dulce ignorancia donde la realidad y la fantasía se enredaban sin orden ni sentido. Y en algún rincón de esa penumbra, un ser ajeno a todo, curioso y chismoso, observaba. No porque entendiera, sino porque el simple murmullo del chisme era suficiente para mantener su atención.

Durante tres meses enteros, cualquier criatura que creyó ver a la Diosa Hebe, cualquier alma que sintió su presencia o su risa juguetona, no hizo más que sucumbir a un eco ilusorio. No había pisado el Olimpo ni brindado néctar en las copas de los dioses. Su cuerpo, su esencia misma, dormía plácidamente, sumergida en la fuente de néctar, envuelta en una dulzura etérea que acunaba su consciencia. ¿Y si una diosa inmortal de juventud eterna quedaba atrapada en una gota de su propio néctar? Oh, no era fácil imaginarlo, pero la respuesta era sencilla: para el mundo, ella siguió existiendo, pero en realidad, todo había sido un espejismo.

Hebe, la dulce y traviesa Hebe, la que con su cabello largo y blanco como la primera nieve de invierno bailaba entre juegos y risas, aquella de ojitos azules brillantes como su padre Zeus, había estado soñando. Y en su sueño, su infantil imaginación la había llevado por caminos enredados, por historias confusas que ahora le parecían tontas travesuras de su mente o, quizás, alguna broma cósmica de su hermano Hermes, ese tramposo que hablaba en acertijos.

Se imaginó envuelta en un romance escandaloso con su primo Zagreo, con noches de pasión que ella no terminaba de comprender. En su inocencia soñadora, su mente creó dramas absurdos con Artemisa, con Ate, con Hefesto… Todo un revoltijo de emociones y momentos que, al despertar, no tendrían ni pies ni cabeza. Pero lo peor, lo más desconcertante, fue cuando en ese sueño sintió su vientre hincharse, su cuerpo cambiar, su vida detenerse. Un bebé. Un brotecito creciendo dentro de ella. ¿Cómo? ¿Por qué? Zagreo nunca estaba allí, nunca para ella, nunca para compartir el peso de aquella nueva existencia. Y los dioses… oh, los dioses. Solo venían a curiosear, a reír, a susurrar entre sí sobre la pobrecita Hebe atrapada en un destino que no pedía ni comprendía.

El Olimpo de sus sueños pesaba como el plomo. Se sentía atrapada, sofocada, sin aire, sin risas. ¿Dónde estaba su alegría? ¿Dónde estaban sus juegos? ¿Dónde había quedado la Hebe que correteaba por los jardines, robando dulces y buscando mimos?

Entonces gritó.

Un grito agudo, desesperado, tan fuerte que desgarró la tela misma del sueño.

—¡NO QUIERO ESTO! ¡NUNCA LO QUISE! ¿Por qué tengo que cargar con algo que no pedí? ¿Por qué tengo que ser infeliz?

La furia en su vocecita no era como la de los dioses guerreros ni como la de los reyes del Olimpo. Era la furia de una niña a quien le han quitado su juguete favorito, la rabia pura de quien se siente acorralada sin entender por qué. Un torbellino de emociones explotó dentro de ella y, con un último impulso, su alma se zafó de aquella prisión de ilusiones.

Entonces… despertó.

Un respiro ahogado, una bocanada de aire y un chisporroteo dorado en sus pestañas. Hebe emergió de la fuente de néctar con un parpadeo somnoliento, el cabello flotando en hilos de plata, la piel perlada de rocío dulce. Miró a su alrededor, sintió el frescor en sus mejillas, y entonces lo supo.

Todo había sido un sueño.

Jamás estuvo embarazada. Jamás tuvo un romance con Zagreo. Jamás fue una desdichada atrapada en un destino que no deseaba. Todo había sido un jueguito cruel de su propia mente, una ilusión que la envolvió cuando decidió dormir bajo el néctar, escapando del aburrimiento de ser la copera de los dioses.

Ahora, con su cuerpecito ligero y su alma renovada, Hebe sonrió.

No más néctar para dioses viejos y aburridos. No más servidumbre por tradición. No más miradas de hermanos mayores decidiendo qué debía hacer con su vida. ¡Qué fastidio!

Se sacudió las gotitas de néctar de los brazos y, con un saltito, salió de la fuente, con el corazón latiendo como un tambor juguetón.

—¡Voy a vivir mi vida como quiera! —canturreó con una risita—. ¡Nuevas aventuras, nuevos juegos, nuevos regalos!

Y sin esperar a que nadie intentara detenerla, sin mirar atrás, Hebe corrió. Porque ella no estaba hecha para quedarse quieta. Porque su alma, tan libre y ligera como el viento, solo quería una cosa.

Vivir.