El Esplendor Persa

– 470ac - 330ac -

Tras dejar atrás las tierras fragmentadas de Grecia, mi camino me llevó hacia el este, donde se alzaba un imperio que, a diferencia de la Hélade dividida, se extendía en una vasta unidad, gobernada por la voluntad de un solo monarca. Crucé sus fronteras y me adentré en un mundo de esplendor y sofisticación, en el que cada piedra y cada palacio contaban la historia de su grandeza. Persia me recibió con la magnificencia de Persépolis, la joya de los aqueménidas, cuyas columnas se elevaban al cielo como testigos de la ambición humana. Sus muros, adornados con relieves de guerreros inmortales y tributos de reyes sometidos, eran el reflejo del poder que se extendía desde el Mediterráneo hasta el Indo, un imperio construido sobre la organización, la estrategia y la voluntad de sus gobernantes.

En aquellos días, Jerjes I aún reinaba sobre Persia. Aunque su derrota en Grecia había quebrantado su aura de invencibilidad, su imperio se mantenía firme, sostenido por una administración tan eficiente como su ejército. A través de un extenso sistema de carreteras, las ciudades de Susa, Babilonia y Ecbatana estaban conectadas con una rapidez desconocida en otras tierras, y el correo real aseguraba que las órdenes del Gran Rey llegaran a los sátrapas, los gobernadores que mantenían el control sobre las numerosas provincias. Persia era un mosaico de pueblos y lenguas, donde persas, medos, babilonios, egipcios y griegos coexistían bajo un solo estandarte, cada uno aportando su propia esencia al alma de este vasto imperio.

Para desentrañar los misterios de esta civilización, adopté la identidad de una viajera extranjera que buscaba conocer la grandeza persa. Aprendí su lengua, sus costumbres y sus relatos, escuchando de boca de escribas y ancianos las hazañas de Ciro el Grande, el visionario que había fundado el imperio, y de Darío I, el estratega que lo había consolidado. En los archivos reales, entre tablillas de barro y pergaminos cuidadosamente custodiados, me sumergí en los decretos que regían este mundo, comprendiendo la estructura que permitía a Persia mantener su dominio sobre tantos pueblos dispares.

Las calles de Persépolis eran un hervidero de vida. En sus mercados, la seda más fina de la India se entremezclaba con las especias de Arabia y el oro de Egipto. Los herreros forjaban armas para la Guardia Inmortal, el cuerpo de élite que protegía al rey, y los artesanos tallaban en piedra los rostros de los dioses y los soberanos. Asistí a las festividades del Nowruz, el Año Nuevo persa, donde la ciudad se llenaba de celebraciones y ofrendas a Ahura Mazda. En los templos de fuego, vi con mis propios ojos las llamas sagradas que nunca se extinguían, símbolo eterno de la lucha entre la luz y la oscuridad, de la dualidad que regía el universo según la fe zoroástrica.

En mi tiempo en Persia, fui atraída por el arte de esta tierra. A diferencia de la obsesión griega por la perfección de la forma humana, el arte persa hablaba de la inmensidad del imperio, de su poder y su majestuosidad. Me encontré entre artistas que plasmaban la grandeza del Gran Rey en murales y relieves, capturando la solemnidad de su mandato en escenas que glorificaban sus conquistas. Fui testigo del minucioso trabajo de los artesanos que incrustaban piedras preciosas en los muros de los palacios y los escultores que esculpían los rostros de los gobernantes en columnas que desafiarían el paso del tiempo. El arte aquí no solo era belleza, sino una declaración de poder, un reflejo de la voluntad de los dioses y del monarca que gobernaba en su nombre.

Pero la estabilidad de Persia no era eterna. Con el tiempo, la grandeza de Jerjes I comenzó a desmoronarse. Su reinado terminó abruptamente con su asesinato a manos de su visir, Artabano, un golpe que sumió la corte en intrigas y traiciones. Vi a su hijo, Artajerjes I, luchar por mantener el trono en medio de la turbulencia. A lo largo de las décadas siguientes, las grietas en el imperio se hicieron más profundas: Egipto se rebeló, las guerras contra Grecia continuaron y las disputas internas debilitaron la estructura que había sostenido Persia durante siglos.

La tormenta final llegó en el año 334 a.C. Un joven rey, nacido en una tierra lejana y ambicioso como ninguno antes, cruzó el Helesponto con su ejército. Alejandro de Macedonia inició su conquista con la rapidez de una tormenta, enfrentándose a los persas en la Batalla de Issos, donde Darío III, el último de los aqueménidas, huyó, abandonando a su propia familia en manos del enemigo. Seguí el avance imparable del conquistador, que en el 331 a.C. asestó el golpe definitivo en la Batalla de Gaugamela. Persia se tambaleó, y finalmente, en el 330 a.C., vi a Persépolis arder. Sus palacios, sus archivos, sus templos sagrados fueron consumidos por las llamas, reducidos a cenizas por la furia macedonia. Un imperio que había dominado el mundo conocido durante siglos se desplomaba ante mis ojos.

Cuando dejé Persia, lo hice con la certeza de haber sido testigo de la caída de una era. En mi memoria quedaron grabadas las grandiosas columnas de Persépolis, los ecos de los poemas entonados en honor a los reyes, la solemne disciplina de los guerreros inmortales. Pero la historia no se detiene y el eco de la conquista de Alejandro me llama. Mi próximo destino se encontraba más allá de Persia, en una tierra donde un nuevo imperio comenzaba a forjarse.