La noche brillaba con más que estrellas aquella vez. Era una noche teñida por el resplandor de incontables luces, extendiéndose como un firmamento terrestre sobre el campamento erigido en la cuna de un campo de batalla. En el centro de todo, el estandarte del León Negro se alzaba con la solemnidad de lo imbatible, de lo indomable, ondeando sobre una tierra que había sido doblegada ante el paso inexorable de la Legión de los Leones Negros.
El campamento hacía honor al nombre de su estirpe. Un mar de carpas, vastas como la sombra de una montaña, emergía con los colores oscuros del estandarte, negro y verde boscoso, reluciendo incluso más que las estrellas que miraban desde su lejanía. Y entre ellas, se celebraba. Se celebraba con el ron más puro del norte, con risas y gritos de victoria que se entremezclaban con el crepitar de las hogueras. La nieve, que para otros habría sido un peso, aquí no era más que un ornamento, un testigo mudo de la grandeza de aquellos guerreros. No eran nobles ni reyes quienes bebían bajo su manto, sino caballeros de pura cepa, hombres y mujeres cuyo acero había hablado más fuerte que cualquier palabra.
Frente a una de esas hogueras, un grupo de leones descansaba. Sus armaduras negras reflejaban el fulgor del fuego, cada una distinta en los detalles, aunque hermanas en esencia: todas llevaban las efigies del León y el Tigre grabadas en sus pechos, cada una marcada con runas antiguas cuyos significados se habían perdido en el tiempo. Y sin embargo, un detalle distinguía a cada guerrero: los broches que adornaban sus capas, insignias de sus rangos y logros, testigos de sus caminos recorridos. Entre ellos, uno destacaba.
Aquel joven—si es que se le podía llamar así—tenía una indumentaria levemente distinta. Su porte no era el del veterano que ha librado cientos de batallas, pero tampoco el del ingenuo que aún no ha probado el sabor de la guerra. Se mantenía con la imponencia tranquila de quien ha peleado y ha vencido, pero cuya mente aún navega por pensamientos insondables. Sus compañeros reían y chocaban sus copas de madera con estruendo, el hierro aún enfriándose en sus vainas después de tanto uso, cuando una voz más grave, teñida por la edad y la experiencia, se alzó sobre el bullicio.
—¡Un trago por nuestro insensato Nacht! ¡Aquel que lideró el cuarto regimiento de caballería desobedeciendo toda orden! ¡Pero gracias a eso, vencimos en el flanco y cambiamos el curso de la batalla! —exclamó uno de los veteranos con tono burlón, alzando su vaso de madera gruesa.
—¡Hurra! —corearon los caballeros, entre risas y chocar de copas.
El joven Nacht, el recluta de la Legión, sonrió con cierta incomodidad. No estaba acostumbrado a ese tipo de celebraciones, menos a ser el centro de atención. Sin embargo, no podía evitar sentirse parte de algo más grande.
Uno de los caballeros, con un broche de rango superior en su capa, le pasó un brazo por el hombro y lo atrajo hacia sí con camaradería.
—Dime, Nacht, ¡en qué demonios estabas pensando! —preguntó, con una risa ronca, mientras le servía más ron en su vaso.
El joven miró el líquido ambarino y luego a su interlocutor. Se encogió de hombros con humildad.
—Vi la oportunidad. Las filas enemigas se tambaleaban, y sabía que si esperábamos la orden, la oportunidad se habría perdido. Actué. —Su voz era firme, pero sin arrogancia.
—¡Ja! —el veterano golpeó la mesa—. Actuaste y nos salvaste el pellejo, chiquillo.
Otro caballero, con cicatrices en el rostro y una voz grave, intervino:
—Muchos Nacht creen que tienen la respuesta a todo y acaban con la garganta abierta antes de aprender la lección. Pero tú... ¡tú nos diste la victoria! Sin duda alguna la sangre del León esta en tus venas...
—No le llenes la cabeza, Svarn —interrumpió otro, sirviéndose más licor—. Aún tiene mucho que aprender antes de dejar atrás la sombra del Nacht.
—Oh, claro que sí —asintió Svarn con una sonrisa fiera—. Pero esta noche, que beba como un verdadero león.
El joven Nacht tomó el vaso con duda. No estaba acostumbrado al alcohol, pero la mirada expectante de sus hermanos de armas lo presionaba. Finalmente, lo alzó.
—Por la Legión —dijo.
—¡Por la Legión! —bramaron los caballeros antes de beber.
Un silencio se apoderó poco a poco del ambiente, primero imperceptible, luego inevitable. Era una presencia que no necesitaba anunciarse, que no requería palabras para imponerse sobre la multitud. Se acercaba con pasos firmes, con la gravedad de quien guía a la manada, de quien es la piedra angular de la legión. Aquel a quien todos respondían.
Leona del Alba
Su armadura era la más imponente, la más cargada de runas y marcas de incontables batallas. Su porte no tenía la pesadez de la vejez, sino la severidad de una existencia forjada en acero y fuego. Su capa ondeaba con el emblema de la Legión, con el símbolo de su casa, y su yelmo ocultaba cualquier atisbo de emoción. La experiencia hablaba a través de cada cicatriz en su coraza, en cada grieta en su acero, como si su armadura misma narrara historias que pocos podrían comprender.
Los leones la vieron acercarse y el bullicio menguó, aunque no en miedo, sino en respeto. Porque si el León Negro era un estandarte, ella era su voluntad encarnada.
Entonces, unas palabras cálidas, aún en su indiferencia, surgieron de entre la solemnidad de su porte. Su voz era profunda, cargada de disciplina y envuelta en la severa elegancia de la guerrera. Su sola presencia convertía la escena en una pintura viviente, la fiera majestuosidad de la batalla fusionada con la grácil autoridad de una reina sobre su reino.
—Vheil Vael —recitó, como un saludo inquebrantable.
Aquel grito, impregnado de una firmeza implacable, reverberó en los corazones de sus leones. Los guerreros, extasiados por la victoria, sintieron que la sangre ardía con mayor fuerza ante su comandante. Y como si una sola voz brotara de decenas de gargantas, respondieron con un fervor indomable, sus tonos desbordantes de orgullo, pero sin perder la solemnidad del deber y el honor:
—¡Dorn Khel, Vharn Numiel Vaelthrone! ¡Nuestra Leona del Alba! ¡La gloria de la legión!
Cada palabra fue acompañada por un golpe unísono contra sus corazones acorazados, un eco de lealtad pura que resonó como el rugido de una bestia indomable.
Vharn Numiel realizó una reverencia breve pero cargada de respeto. La solemnidad de su gesto era tan absoluta como la disciplina que corría por las venas de sus hombres. Sin embargo, tras el acto, alzó el rostro con la fiereza de un halcón y negó con una majestuosa indiferencia, su porte reflejando la brutal elegancia de la guerra.
—No vine a traerles órdenes esta vez —exclamó, su tono portaba el filo de la costumbre marcial, pero con una suavidad insólita, como el eco de una risa sutil atrapada entre las sombras—. He venido a compartir un momento con ustedes. Y, viendo cómo están, creo que ya he visto todo lo que necesitaba ver.
Sus palabras fueron acompañadas de un leve brillo en sus esmeraldas, un destello efímero atrapado entre la frialdad de su yelmo. Pero aquella luz titilante pronto se tornó inclemente cuando sus ojos se posaron sobre un Nacht de esmeraldas más jóvenes, ardientes pero inmaduras. Como el filo de una daga clavándose en el alma, su sola contemplación redujo el bullicio de la hoguera a un mutismo absoluto.
La atmósfera se tensó. El juicio de la Leona había caído sobre la cría de la manada.
El joven guerrero, Nacht, sintió el peso de aquel fulgor verde que lo sentenciaba sin pronunciar palabra. El ardor de la reprimenda lo recorrió como una llamarada invisible, pero no era solo su orgullo lo que ardía, sino algo más profundo, un eco antiguo y desconocido que se retorcía en su interior antes incluso de escuchar su veredicto.
Entonces, en un giro inesperado, su voz irrumpió en el silencio.
—Bien hecho, Herr Voren de Numiel. Más tarde ve a por tu capa nueva, la del regimiento de la caballería.
El joven sintió su pulso acelerarse. La promoción era un honor que cualquier Nacht soñaba alcanzar. Y sin embargo, las palabras de su comandante no llevaban consigo el reconocimiento esperado, sino una fría certeza. Vharn Numiel hablaba con una calma distante, como si el ascenso fuera simplemente una formalidad, algo que debía suceder, pero sin importancia real. No esperaba menos de él, pero en su tono había algo que reflejaba una ligera desaprobación, como si, a pesar de su esfuerzo, no hubiera alcanzado el nivel de soldado que ella realmente esperaba. La promoción no era más que un paso, sí, pero el verdadero desafío parecía estar aún por delante, algo que él aún no lograba cumplir según sus estándares.Pero antes de que el guerrero pudiera siquiera procesar el honor concedido, la sentencia cayó con un filo mayor que la promoción:
—Alimentarás a las bestias durante una semana por tu insensatez.
El contraste fue brutal. Su castigo había sido pronunciado con la misma frialdad con la que le había otorgado el ascenso. Como si, para ella, ambas decisiones fueran simplemente consecuencias inevitables de su desempeño, sin importar cuán alto o bajo fuera el resultado.
Vharn Numiel se giró con la frialdad de quien ya ha dicho cuanto necesita decir, dándole la espalda a la cría que aún asimilaba su destino. No hubo palabras adicionales, no hubo gesto alguno. Solo la silueta de la Leona del Alba perdiéndose en la penumbra de la noche, su capa ondeando como una sombra implacable.
Los veteranos lo observaron con expresiones estoicas, comprendiendo sin necesidad de palabras. Uno de ellos, de cicatrices marcadas y mirada cansada, soltó un suspiro pesado, una queja muda en la frialdad de la noche.
El silencio se extendió, pesado, hasta que un leve gesto del veterano rompió la quietud. Con una mirada fugaz, casi imperceptible, sus ojos se posaron brevemente sobre Vharn Numiel, evaluando la situación con la misma precisión con la que observaba el campo de batalla. Fue un gesto sutil, un movimiento apenas visible de su cabeza, como si sugiriera que algo en su actuar había sobrepasado un límite, como si la manera en la que se había comportado no fuera digna de alguien de su posición.
Sin decir una palabra, el veterano, uno de los pocos con la osadía de cuestionarla, desvió la mirada hacia el joven que había estado observando desde el principio. Un leve gesto de su rostro, una fracción de segundo, fue suficiente para transmitir una crítica mordaz, como si su trato hacia él hubiera sido un error que no podía pasarse por alto. No era un desafío directo, pero el reproche se sentía en el aire, como una punzada silente, más afilada que cualquier palabra. La dureza con la que había manejado la situación, esa actitud distante e implacable, parecía haberle dejado una marca, y el veterano lo había notado.
El peso de esa mirada, tan cargada de juicio, cayó sobre aquella Leona que se desvanecía en la penumbra, y aunque no hubo una palabra dicha, la crítica quedó flotando en el aire, un recordatorio tácito de que incluso los más cercanos podían ver las grietas que ella intentaba ocultar.
El veterano observó al joven con una media sonrisa, su tono rasposo teñido de una sabiduría curtida en mil batallas.
—Fuiste visto, Herr Voren —murmuró con gravedad—. Y eso, en sí mismo, ya es algo.
El silencio apenas se sostuvo un instante antes de que Voren alzara su jarra, rompiendo la incomodidad con un grito fervoroso, y el brillo de sus ojos se posó una ultima vez en aquella leona, desafiándola desde lo profundo de su ser, y aceptando dichas palabras.
—¡Hurra!
El clamor fue seguido por el estruendo de decenas de voces que lo secundaron, chocando sus copas y lanzando vítores. La tensión se disipó en la euforia de la celebración, y en medio del júbilo, sintió cómo su pecho se hinchaba de un orgullo que, hasta hace un momento, no sabía si debía sentir.
Aquel sonido llegó a los oídos de la Leona justo antes de que su figura se desvaneciera en la oscuridad. Y por un instante, un destello efímero, una chispa mínima que no alcanzó a convertirse en fuego, iluminó la penumbra de su yelmo. Una sombra de sonrisa, casi imperceptible, trazó sus labios antes de que la noche se la tragara por completo.
Y así, la Leona castigó con indiferencia, pero su orgullo permaneció oculto en el silencio de las sombras.