El fuego crepitaba en la gran chimenea del salón de piedra, proyectando sombras danzantes en los muros decorados con estandartes desgastados por los años. La tormenta rugía afuera, golpeando las ventanas con ráfagas heladas. Dentro, en la penumbra, solo dos figuras se mantenían en pie: Duque Clegor, señor del Norte, y su consejero más antiguo, Thalrik.

Thalrik no se movía. Sus dedos se crispaban ligeramente en los pliegues de su túnica, como si intentara contener un temblor. Sus ojos, oscuros y hundidos por la falta de sueño, no se apartaban de Clegor, y en su expresión no había simple preocupación. Había algo más profundo, más visceral.

Terror.

—Dime que fue la última vez que lo llamaste, Clegor —su voz era un susurro tenso, como si temiera que algo más pudiera escucharlos.

El duque, un hombre alto de hombros anchos y mirada dura como el hierro, apretó la mandíbula. Con las manos cruzadas a la espalda, miraba fijamente las llamas sin responder. El peso de las palabras de su consejero caía sobre él como una losa, pero no bajó la mirada. No podía. No ante él.

—No había otra opción —murmuró al fin, su voz grave y rasposa—. Si la ciudad caía, todo el Norte estaba perdido.

Siempre hay otra opción. Lo sabes tan bien como yo.

Clegor exhaló pesadamente. Se giró, enfrentando al hombre que había sido su mentor desde la infancia. El único que aún se atrevía a desafiarlo.

—¿Querías que dejara que miles murieran? ¿Que el enemigo redujera nuestras tierras a cenizas? —sus ojos se estrecharon—. ¿O preferías que me arrodillara ante ellos?

—Prefería que no desenterraras lo que debía quedar en el olvido —respondió Thalrik, su voz firme pero con un matiz de pesar.

El silencio se extendió entre ellos, solo roto por el siseo de la leña consumiéndose en las brasas.

—Dime la verdad, viejo amigo —Clegor se acercó un paso, su sombra alargándose sobre el suelo—. ¿Tienes miedo de él?

Los ojos de Thalrik se oscurecieron aún más. No con ira, ni con orgullo, sino con algo más peligroso: conocimiento. Un conocimiento que lo carcomía desde hacía años, que lo mantenía despierto por las noches, que lo hacía cuestionarse si cada batalla ganada a ese precio no era, en realidad, una derrota.

—No es cuestión de miedo, Clegor —susurró, con una amargura apenas contenida—. Es cuestión de entender lo que has hecho.

—Salvado a mi gente —gruñó el duque.

Thalrik dejó escapar una risa seca, amarga. No tenía humor, solo incredulidad.

¿Salvado? No me hagas reír. ¿Acaso crees que él lo hizo por ti? Por tu gente?

Clegor se mantuvo en silencio. Claro que no lo creía. Pero admitirlo en voz alta era otra cosa. Porque aunque jamás lo diría, aunque jamás lo reconocería ni siquiera ante sí mismo, Clegor lo respetaba. Más que eso. Había algo en él, en su presencia, en su mera existencia, que inspiraba una reverencia que ningún rey, ningún dios, ningún héroe había logrado nunca.

—No soy un hombre ingenuo, Thalrik —respondió al fin, con voz más baja, más pesada—. Sé lo que es. Sé que no vino por lealtad ni por honor. Pero vino. Y eso es más de lo que puedo decir de muchos de los nuestros.

Thalrik apretó los labios. Miró a su señor como si viera en él a un niño que jugaba con un cuchillo demasiado afilado.

Has abierto la puerta. Y no sabes qué más puede entrar por ella.

El duque apretó los puños. El peso de su título, de su reino, de la sangre derramada, lo aplastaba como nunca antes. Y, sin embargo, si tuviera que hacerlo de nuevo... lo haría. Porque al final del día, cuando la guerra se desata y todo se reduce a cenizas, solo hay una verdad inmutable.

El Ocaso siempre responde.

—Lo que venga, lo enfrentaré —sentenció.

Thalrik inclinó ligeramente la cabeza, estudiándolo con una mirada que conocía desde que Clegor era solo un niño temerario con demasiado poder y demasiadas expectativas sobre sus hombros.

—Dices eso porque aún crees que puedes controlar lo que invocaste.

Clegor no respondió. Porque en el fondo, en lo más oscuro de su alma, no estaba seguro de que pudiera hacerlo.