Capitulo 2: A Orillas del Nilo
Cuando Malvyna abandonó las tierras de Sumeria, la música de aquel pueblo antiguo aún vibraba en su mente. Los ritmos de los tambores, las melodías de las liras y las voces de los sacerdotes recitando hímnos a los dioses habían despertado una nueva curiosidad en ella. Hasta entonces, había viajado por el mundo humano solo para documentar su historia y cultura, recopilando conocimiento para el Gran Archivo de su hogar. Pero ahora, sin darse cuenta, algo había cambiado: la música se había convertido en un misterio que deseaba entender.
Fue así como llegó a las tierras del Nilo, donde la arena dorada se extendía hasta perderse en el horizonte y el río serpenteaba con la majestuosidad de una divinidad viva. En su primera noche en Egipto, observó desde la distancia la gran ciudad de Tebas iluminada por la luna. Las sombras de los templos y palacios se alzaban sobre las casas de adobe, y en la brisa nocturna se escuchaba el murmullo de los sacerdotes entonando plegarias a los dioses.
Malvyna se quedó en Egipto durante siglos. Al principio, como siempre, se limitó a observar, oculta entre los paisajes solitarios del desierto o entre las multitudes de los mercados. Vio la llegada y el ocaso de faraones, la construcción y el abandono de templos, el auge de dinastías y la lenta transformación de la sociedad. Pero, con el paso del tiempo, su atención comenzó a centrarse en algo que había percibido desde su llegada: la música egipcia.
La música en Egipto era sagrada. Los sacerdotes la usaban para invocar a los dioses, los campesinos para acompañar su trabajo, y los nobles para celebrar la vida y la muerte. En los templos de Karnak y Luxor, Malvyna presenció rituales donde los sistros resonaban con un ritmo hipnótico, llamando la atención de Hathor, la diosa de la música y la alegría. En los mercados, escuchó a los bardos recitar historias de héroes y dioses, acompañándose con liras y flautas. En los palacios, observó a las bailarinas moverse con gracia al compás de los tambores y los arpas.
Con el tiempo, Malvyna logró entender cómo la música había evolucionado desde Sumeria. Aquí, en Egipto, tenía un propósito más refinado y ceremonial. Se preguntó si esta progresión continuaría en las futuras civilizaciones humanas. ¿La música era un lenguaje universal, capaz de unir culturas y generaciones? ¿O cada pueblo la transformaría según sus propias creencias y necesidades?
Durante su estadía en Egipto, también visitó la Casa de la Vida, un centro de aprendizaje dentro de los templos, donde los escribas registraban en papiros el conocimiento acumulado de su tiempo. Aunque no podía intervenir, se sintió fascinada por cómo los humanos buscaban preservar sus descubrimientos, de manera similar a como ella misma lo hacía para su propio pueblo. Medicina, astronomía, matemáticas... Egipto se había convertido en un faro de sabiduría, y Malvyna se aseguró de documentar en su memoria cada detalle para llevarlo al Gran Archivo.
Los años pasaron. Tebas se transformó, los nombres de los faraones cambiaron y el Nilo continuó su eterno fluir. Una noche, mientras contemplaba las estrellas reflejadas en el agua, Malvyna comprendió que su tiempo en Egipto estaba llegando a su fin. Había aprendido todo lo que podía de esta civilización, y el eco de su próximo destino ya resonaba en la distancia.
Con la música egipcia acompañándola en su mente, emprendía su viaje hacia una nueva cultura, lista para seguir explorando el curso del conocimiento humano.