Ah, los yōkai. Espíritus y criaturas que, aunque aterradores para algunos, son fascinantes compañeros en mi día a día. Como mediadora entre el mundo humano y el sobrenatural, he tenido el privilegio —o la carga, dependiendo de cómo se mire— de lidiar con ellos en sus formas más variadas. Cada encuentro es una historia, una negociación, y a veces, un pequeño juego de ingenio. Déjenme ilustrarles algunos ejemplos de estos seres con los que he cruzado caminos, y cómo he manejado sus caprichos y problemas.

Primero, tenemos a los zashiki-warashi, esos pequeños espíritus traviesos que habitan en las casas. Son como niños eternos: inocentes pero astutos, capaces de traer prosperidad a un hogar si se les trata bien. Aunque, claro, ¿qué significa "tratar bien"? En una ocasión, pasé horas intentando persuadir a uno de que no era necesario manchar las paredes con dibujos de carbón para "embellecer" la casa de su anfitrión. Al final, logré que aceptara un cuaderno de dibujo y un paquete de crayones. Mi habilidad para negociar con los pequeños es, francamente, admirable.

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Luego están los noppera-bō, los famosos "fantasmas sin rostro". Tienen una inclinación por los sustos baratos, pero no son realmente dañinos. Su problema más común es que los humanos ya no se asustan con tanta facilidad, y su arte de la intimidación se siente obsoleto. Una vez tuve que consolar a un noppera-bō particularmente deprimido que había intentado asustar a un adolescente, solo para recibir una grabación en su cara y un comentario sarcástico: "Esto se verá genial en TikTok". ¡Ah, cómo sufren estos yōkai modernos!

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Por supuesto, no puedo olvidar a los kappa, esas criaturas anfibias que rondan ríos y estanques. Si bien su reputación como secuestradores de niños y ladrones de shirikodama es aterradora, la mayoría de ellos están más interesados en jugar shōgi y hablar sobre las condiciones del agua. Uno de mis tratos más memorables con un kappa incluyó un intenso debate sobre si la contaminación en su estanque era culpa de los humanos o de sus compañeros de especie más descuidados. Yo, siendo la imparcial mediadora que soy, conseguí que ambas partes asumieran parte de la culpa.

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Y qué decir de los tengu, esos orgullosos seres de las montañas con sus narices largas y su arrogancia aún más alargada. Tratar con un tengu es como participar en un concurso de egos: hay que alabar su destreza sin hacerlos sentir demasiado seguros de sí mismos. Un tengu, particularmente terco, insistía en que su rival lo había insultado al no inclinarse lo suficiente durante un duelo. Tuve que recordarle con toda la delicadeza del mundo que un mediador no se inclina ante nadie, y que un poco de humildad de su parte sería digno de su grandeza.

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Por último, los yuki-onna, esas mujeres espectrales de la nieve. Elegantes y frías en todo sentido, suelen venir a mí con quejas sobre humanos imprudentes que se aventuran en sus dominios y terminan congelándose. Una en particular me pidió consejo sobre cómo lidiar con un hombre que se había enamorado de ella tras casi morir en una tormenta de nieve. Mi respuesta fue simple: "O lo rechazas amablemente, o aceptas su amor y arriesgas que te escriba un poema. La verdadera tragedia podría ser la rima."

En fin, cada yōkai tiene su propia historia y personalidad. Algunos buscan justicia, otros solo quieren atención, y unos cuantos solo necesitan un poco de guía para adaptarse al mundo cambiante. Como mediadora, mi labor no solo es entenderlos, sino también asegurarme de que el equilibrio entre humanos y yōkai se mantenga. Una tarea ardua, pero, debo decir, ideal para alguien tan ingeniosa y encantadora como yo. ¿No les parece?