Thalya nació en un pequeño pueblo fronterizo, uno de esos lugares donde todos se conocen por nombre y apellido. Su madre, Elena Valcourt, era la dueña de una cafetería local que llevaba su nombre: Café Valcourt. Era un sitio cálido, con olor a pan recién horneado y madera vieja, donde los vecinos se reunían para charlar, y donde Thalya pasaba la mayor parte de su tiempo después de la escuela.
Desde muy pequeña ayudaba a su madre: limpiando mesas, llevando servilletas, e incluso aprendiendo a preparar café y dulces simples. Elena solía bromear diciendo que su hija acabaría siendo “la mejor barista de la región”. Aquella cafetería era el corazón del pueblo, y ahí Thalya aprendió a tratar con la gente, escuchar conversaciones ajenas y sonreír incluso en días grises.
Por otro lado, estaba Luc Valcourt, su padre. Exmilitar retirado, respetado por todos. La gente aún lo recordaba como “el hombre que mantuvo la frontera segura” años atrás. Aunque su apariencia imponía—alto, robusto, de voz grave—para Thalya era simplemente su padre, quien le enseñaba disciplina desde pequeña. A los seis años ya sabía cómo sostenerse firme, cómo correr largas distancias sin agotarse y cómo leer mapas.
Luc no era de muchos gestos afectivos, pero su manera de cuidar de ella estaba en los detalles: revisarle los cordones antes de salir, enseñarle a encender una fogata en el patio, o corregirle la postura mientras practicaba con un palo de madera que simulaba un rifle. Siempre decía que quería que estuviera preparada para todo.
Las tardes solían dividirse entre la cafetería y el patio trasero de su casa. Había días en que pasaba horas con su madre entre sacos de harina y olor a café, y otros entrenando con su padre hasta que caía el sol. Esa combinación de mundos tan distintos —la calidez hogareña de Elena y la dureza pragmática de Luc— hizo de Thalya alguien equilibrada, acostumbrada tanto al cariño como a la disciplina.
Los domingos, los tres desayunaban juntos en la cafetería antes de abrirla. Su padre, con su café negro cargado; su madre, con uno dulce con canela; y Thalya con leche caliente y pan con mantequilla. Eran los únicos momentos en que Luc dejaba escapar una sonrisa completa, mientras Elena hablaba sin parar de clientes, recetas y planes.
Aquellos recuerdos son los que Thalya guarda más cerca del corazón: el sonido de la cafetera burbujeando, las botas de su padre en el piso de madera, y la sensación de que en esa pequeña familia estaba todo lo que necesitaba.
Hasta que la guerra lo cambió todo.