La habitación está sumida en penumbras, el aire denso con la pesadez de la quietud. Los contornos se difuminan cuando los ojos se apartan de ellos. Ivory, como un fantasma colandose por la ventana, observa al hombre, alto, esbelto, cabellera rubia, desarreglada, delicadas facciones desfavorecidas por un largo descuido, que, sentado ante su escritorio, se convierte en una figura trágica, casi irrelevante en su propio dolor.
La luz tenue de la una única lámpara dibuja sombras duras sobre su rostro, haciendo que se distorsione en la penumbra.
Ivory se acerca, se inclina y lee. Un ordenador ocupa un rincón del escritorio, pero hay una melancolica nostalgía en la elección del escritor; tinta sobre papel, donde las palabras se despliegan como una despedida, una rendición ante la vida.
— ¿Por qué escribir? —su voz, suave y vacía, se filtra en la oscuridad, casi como una pregunta sin respuesta, palabras que nadie escuchará.
La letra que fluye de la pluma. No hay miedo ni reproche en la mirada de la quimera, solo curiosidad por el acto de desesperación ajeno, una desesperación que tal vez sea compartida.
El hombre no responde, no voltea, no reacciona. Termina su epitafio, besa el papel y se pone en pie con un destino decidido; nunca le ha gustado despedirse.
❝ Hoy, no hay luna ni estrellas que alumbren la noche,
ni una furiosa tormenta que distraiga mis oidos.
No habrá mejor momento para darle fin a esta obra gris,
carente de sentido❞