El humo del incienso flota en el aire, mientras el Dios se aproxima al trípode donde la sacerdotisa yace en trance.
—“He venido a buscar respuestas. Mis pensamientos están nublados, y mi corazón, inquieto. Necesito claridad.”
Oráculo (con voz pausada, como si hablara desde otro plano):
“Tus dudas no son del todo tuyas, hijo de Leto. ¿Qué busca el dios que ya lo sabe todo?”
Apolo (tenso):
“Soy quien ve el futuro de los hombres, pero no puedo mirar en el mío. Hay un lazo que crece en mi pecho, un deseo por lo que no debería tocar. ¿Es este sentimiento un capricho pasajero o el comienzo de mi ruina?”
Oráculo (enigmática):
“Lo que deseas está más allá de los límites del tiempo. Lo mortal y lo eterno no caminan juntos, pero a veces sus caminos se cruzan. Lo que encuentres en ese cruce será tanto una bendición como una carga.”
Apolo (frustrado):
“Hablas en acertijos. ¿Me estás diciendo que debo renunciar, o que debo seguir este sentimiento?”
Oráculo (más severa):
“No puedes renunciar a lo que ya vive en tu interior, pero tampoco puedes retenerlo sin consecuencias. Tus elecciones son tuyas, pero el destino nunca deja de observar.”
El silencio se instala entre ellos. Apolo inclina la cabeza, absorbiendo las palabras, aunque no le ofrecen el alivio que buscaba.
Apolo (en voz baja, casi para sí mismo):
“Entonces, debo decidir entre el sol que brilla para todos o la sombra que deseo para mí.”
Oráculo:
“Y en esa decisión, forjarás lo que serás. Ahora vete, dios del sol, y lleva contigo la luz y la sombra que te habitan.”
Sin más palabras, Apolo abandona el santuario, su mente llena de dudas y su corazón más dividido que nunca.