La noche no era silenciosa; el vacío tenía su propia forma de respirar. Entre el sonido del viento acariciaba las esquinas y el chapoteo distante de gotas golpeando charcos olvidados, el mundo parecía vivo, aunque desolado. Las sombras se extendían como raíces, envolviendo la piedra fría y húmeda, marcando un callejón sin nombre. Se quedó allí inmóvil, la cabeza ligeramente inclinada, como si escuchara una voz que el mundo no podía oír, susurros de aquellos que parecían haber sido olvidados.
A su izquierda, la luz de una vieja farola parpadeaba sobre su su piel marcada, reflejando la luz de la cadena que colgaba de su cinturón y sumergiendo lo demás en la oscuridad. El hedor del lugar era una mezcla de hierro oxidado y algo más profundo, una mezcla de ceniza y carne vieja. El aire era pesado, cargado de humedad y algo más, algo intangible.
No se oía ningún sonido de vida excepto el constante goteo de agua de las tuberías rotas en lo alto. No había nadie allí, no era necesario: la compañía de su propia oscuridad era suficiente para llenar el espacio. Su pecho se alzó lentamente mientras exhalaba, el humo del cigarrillo escapando de entre sus labios, mas el aliento no le traía alivio sino una continua pesadez sobre su existencia. Sus ojos, opacos y apagados, vagaron hacia el horizonte invisible, donde la niebla se tragaba todo lo que podía haber sido.
Scraps dejó que su mano rozara las cicatrices en su cuello, líneas profundas que nunca sanaban del todo. El corazón que aún latía en su pecho parecía burlarse de él con cada pulso. Ironía cruel, pensó. Resucitado, pero nunca realmente vivo.
Caminó lentamente, sus pasos resonando sordos contra el adoquinado húmedo. Cada movimiento parecía arrastrar consigo el peso de cadenas invisibles, un pasado que no se desvanecía sino que lo envolvía como una segunda piel. El frío le mordía la carne, pero lo aceptó. Ese dolor, ese vacío, le resultaba familiar, como un viejo conocido que nunca se había ido.
Cerró los ojos por un momento, dejando que la oscuridad total lo envolviera. Allí, en la oscuridad de su mente, escuchó las voces. Susurros difusos, risas profundas y gritos lejanos lo atravesaron como cuchillos afilados. No los callas. Nunca los callas. Las palabras eran suyas, y no lo eran a la vez. Una parte de él quería gritar, pero la otra… La otra sabía que el grito nunca saldría.
Cuando abrió los ojos, la niebla parecía más espesa, como si el mundo intentara borrar su presencia. A nadie le importaría, pensó. A nadie debería importarle.
El viento susurró y él lo tomó como una invitación. Su sombra se alargó mientras daba otro paso hacia la oscuridad, sin dirigirse a ninguna parte en particular. Porque al final los pasos no importan. Es simplemente la carga que soportan cuando los das.