Susurros de Destino
La noche caía lenta sobre la ciudad, y en el pequeño departamento perfumado a lavanda, Iona permanecía en silencio. Sentada en el suelo, rodeada de pétalos secos y el murmullo débil de una vela encendida, cerraba los ojos bajo la tenue luz que apenas rozaba sus párpados. El mundo humano dormía. Ella, no.
Meditaba, no como los humanos lo hacen, sino como lo haría una entidad que ha existido por siglos, tratando aún de entender el misterio que la rodea. En el centro de sus pensamientos, como una espina sin cuerpo, estaba él.
Destino.
La voz que retumba sin garganta, que aparece en las reuniones de las Luminarias como un eco que cala los huesos de lo eterno. Nunca lo ha visto —nadie lo ha hecho—, pero su presencia es más contundente que cualquier forma. Todos se callan cuando él habla. Incluso el ave fénix, que arde sin miedo, inclina la cabeza con solemnidad.
Dicen que no es una entidad como las demás. Que no tiene rostro, ni cuerpo, ni memoria, porque no le hacen falta. Destino es. No necesita existir de otra forma.
Iona abrió los ojos lentamente. Su mirada celeste se perdió en la vela que titilaba. ¿Por qué todos parecían temerlo más de lo que lo respetaban? ¿Por qué, incluso entre los inmortales, su nombre cargaba una sombra tan densa?
Ella no sentía miedo. Sentía… curiosidad. Tal vez porque no recuerda haberlo elegido. Un día estaba ahí, sentada entre los demás, como si siempre hubiera pertenecido.
Y tal vez ese era el mayor misterio de todos: no saber si estaba cumpliendo un propósito… o si era simplemente una pieza movida por una voluntad insondable.
La llama parpadeó de pronto. Iona alzó la cabeza. En su mente, una palabra sin sonido retumbó.
«“Observa.”»
Nada más.
Pero el eco persistió, incluso cuando la vela se extinguió.
La noche caía lenta sobre la ciudad, y en el pequeño departamento perfumado a lavanda, Iona permanecía en silencio. Sentada en el suelo, rodeada de pétalos secos y el murmullo débil de una vela encendida, cerraba los ojos bajo la tenue luz que apenas rozaba sus párpados. El mundo humano dormía. Ella, no.
Meditaba, no como los humanos lo hacen, sino como lo haría una entidad que ha existido por siglos, tratando aún de entender el misterio que la rodea. En el centro de sus pensamientos, como una espina sin cuerpo, estaba él.
Destino.
La voz que retumba sin garganta, que aparece en las reuniones de las Luminarias como un eco que cala los huesos de lo eterno. Nunca lo ha visto —nadie lo ha hecho—, pero su presencia es más contundente que cualquier forma. Todos se callan cuando él habla. Incluso el ave fénix, que arde sin miedo, inclina la cabeza con solemnidad.
Dicen que no es una entidad como las demás. Que no tiene rostro, ni cuerpo, ni memoria, porque no le hacen falta. Destino es. No necesita existir de otra forma.
Iona abrió los ojos lentamente. Su mirada celeste se perdió en la vela que titilaba. ¿Por qué todos parecían temerlo más de lo que lo respetaban? ¿Por qué, incluso entre los inmortales, su nombre cargaba una sombra tan densa?
Ella no sentía miedo. Sentía… curiosidad. Tal vez porque no recuerda haberlo elegido. Un día estaba ahí, sentada entre los demás, como si siempre hubiera pertenecido.
Y tal vez ese era el mayor misterio de todos: no saber si estaba cumpliendo un propósito… o si era simplemente una pieza movida por una voluntad insondable.
La llama parpadeó de pronto. Iona alzó la cabeza. En su mente, una palabra sin sonido retumbó.
«“Observa.”»
Nada más.
Pero el eco persistió, incluso cuando la vela se extinguió.
Susurros de Destino
La noche caía lenta sobre la ciudad, y en el pequeño departamento perfumado a lavanda, Iona permanecía en silencio. Sentada en el suelo, rodeada de pétalos secos y el murmullo débil de una vela encendida, cerraba los ojos bajo la tenue luz que apenas rozaba sus párpados. El mundo humano dormía. Ella, no.
Meditaba, no como los humanos lo hacen, sino como lo haría una entidad que ha existido por siglos, tratando aún de entender el misterio que la rodea. En el centro de sus pensamientos, como una espina sin cuerpo, estaba él.
Destino.
La voz que retumba sin garganta, que aparece en las reuniones de las Luminarias como un eco que cala los huesos de lo eterno. Nunca lo ha visto —nadie lo ha hecho—, pero su presencia es más contundente que cualquier forma. Todos se callan cuando él habla. Incluso el ave fénix, que arde sin miedo, inclina la cabeza con solemnidad.
Dicen que no es una entidad como las demás. Que no tiene rostro, ni cuerpo, ni memoria, porque no le hacen falta. Destino es. No necesita existir de otra forma.
Iona abrió los ojos lentamente. Su mirada celeste se perdió en la vela que titilaba. ¿Por qué todos parecían temerlo más de lo que lo respetaban? ¿Por qué, incluso entre los inmortales, su nombre cargaba una sombra tan densa?
Ella no sentía miedo. Sentía… curiosidad. Tal vez porque no recuerda haberlo elegido. Un día estaba ahí, sentada entre los demás, como si siempre hubiera pertenecido.
Y tal vez ese era el mayor misterio de todos: no saber si estaba cumpliendo un propósito… o si era simplemente una pieza movida por una voluntad insondable.
La llama parpadeó de pronto. Iona alzó la cabeza. En su mente, una palabra sin sonido retumbó.
«“Observa.”»
Nada más.
Pero el eco persistió, incluso cuando la vela se extinguió.

